Mi tribu
«Un hombre sin cicatrices no es un hombre», aseveraba orgullosa una mujer de una tribu africana. Dicho hombre, para asegurar el sustento y seguridad de su prole, no dudaba en batirse a muerte para defender el ganado y la supervivencia de su familia. Los cardenales y cicatrices labrados en su piel de ébano eran mostrados con orgullo y honor. Hoy, en la sociedad 'civilizada', esto es un mero atavismo del pasado. El vil metal ha cambiado perspectivas naturales por otras materiales. El alto ejecutivo que maneja cantidades ingentes de dinero desde su ordenador, y tiene ricas propiedades con muchas escaleras, estaría en la cúspide de la sociedad, siendo el más valorado. Poco importa si sus músculos se han debilitado por la inactividad, o su estómago ha ido in crescendo por los copiosos manjares ingeridos. Menos valorado es el obrero que madruga y va con el cuchillo entre los dientes, dispuesto a ser el más productivo, continuando con su vía crucis, día a día, con un síndrome de Estocolmo a cuestas, no consciente de su propio cautiverio. Y tanto unos como otros nos volvemos locos, en busca del Dorado. A veces, lo confieso, me acuerdo del hombre de la tribu, y lo reconozco: me gustaría ser él.