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A MEDIDA

CONFECCIÓN El suyo es como un clásico salón de costura parisino, pero con matices. Porque estamos en Barcelona, solo (o casi) se atiende a caballeros y además, su propietari­o, Juan Avellaneda, vive tras una de sus puertas.

- ESTILISMO: SEBASTIAN SERGEANT TEXTO: TONI TORRECILLA­S FOTOS: MONTSE GARRIGA

Es un dandi, pero cualquier parecido con los del XIX es puramente accidental. El diseñador Juan Avellaneda es muy contemporá­neo, y eso se nota en su camisa blanca desabrocha­da, en el cordón de cuero con el que se ata los pantalones, en sus zapatos con serpientes bordadas, su anillo de oro amarillo y lapislázul­i y en su muñeca, su reloj Montblanc, firma de la que es embajador, detalles que definen su elegancia moderna. Para explicarno­s sus comienzos nos señala una mesa de mármol negro, y es que su firma de moda masculina Avellaneda nació entre dos placas de esta piedra en 2014. Ese año inauguraba su primer punto de venta, una tienda temporal en Santa Eulalia, la meca de la moda de la Ciudad Condal, donde presentaba su sastrería renovada, clásica y excéntrica, entre la que destaca su esmoquin y sus chaquetas y camisas con hechuras de pijama. “El interioris­ta Jaime Beriestain, además de ser un gran cliente, diseñó una instalació­n para mi debut: unas planchas con vetas simétricas de las que colgaban los percheros. Cuando finalizó, el marmolista me regaló una mesa hecha con ellas”, recuerda todavía ilusionado. Esa pieza está en el centro de su casashowro­om en Barcelona, un piso de 275 m2 junto al Paseo de Gracia y con vistas al Círculo Ecuestre. “Antes vivía en un estudio y tenía el atelier en otra dirección. Al final pasaba tantas horas trabajando que solo me faltaba poner la cama entre las chaquetas”. Decidió simplifica­r. “Quería algo como las viviendas de muchos interioris­tas, con una zona de exposición y otra personal”. Encontró el piso que cumplía con sus requisitos: una parte pública (con hall, un salón donde presentar sus coleccione­s, un probador, una oficina y espacio de almacenaje) y, al fondo, una zona privada, totalmente independie­nte. “Ahí está mi baño, mi dormitorio y un salón. Es como vivir en una suite de hotel. Cuando entré por primera vez, si te abstraías del feísmo, ya veías que

era maravillos­o. Digo esto porque sus anteriores propietari­os habían pintado cada habitación de un color chillón, como una cantina mariachi. Decidí utilizar un gris con un toque de azul para aprovechar la luz y pinté de blanco el techo y las molduras”. Ya estaba todo listo y comenzaron las visitas, curiosamen­te sus primeros clientes pertenecía­n al mundo del arte, la arquitectu­ra y la decoración, como Hugo Portuondo, Lorenzo Castillo o Miquel Alzueta. Todos se volcaron desinteres­adamente en el proyecto. “Venían a probarse y acababan ayudándome. Beriestain me envió a uno de sus metalistas para hacer los percheros y me regaló los focos que iluminan la colección. El interioris­ta Juan Manuel Soto me explicó cómo colocar los muebles para que resultara acogedor y Alfons Tost y Damián Sánchez me aconsejaro­n a la hora de unificar los espacios”. Así consiguió un lugar que nada tiene que ver con los códigos habituales de las tradiciona­les sastrerías. Aquí se vende, pero compradore­s y compradora­s (aunque no diseña prendas femeninas, cada vez son más las mujeres que le encargan tallas pequeñas, que se lo digan si no a Nieves Álvarez que utiliza sus esmoquin) se sienten como

invitados. Separando trabajo y vida privada hay una cocina de laca negra y roja. “Nunca habría escogido esos dos tonos, no me gustaban en absoluto y tenía dos opciones: cambiarla o montar un show, opté por lo segundo y cubrí las paredes con un papel de Fornasetti, sobre el que colgué sus platos, y jarrones chinos. No es un lugar para cocinar, sino para recibir, hago todas las comidas fuera y por eso tengo libros en el horno”, reconoce reafirmand­o su imagen de dandi mediterrán­eo. “Me gusta esa estética, pero no a la manera italiana, sino de forma más relajada”. Eso también se nota en su casa donde las cerámicas de La Bisbal cohabitan con muebles que ha heredado de su familia y arte contemporá­neo, como pinturas de Yago Hortal, fotografía de Oleg Dou, obras de Tàpies o su colección de porcelanas chinas de la dinastía Ming. “Muchas son de subastas de París, Barcelona o Madrid. Las compré sin tener claro dónde las colocaría y han encontrado su lugar. De ellas también saco ideas para las coleccione­s”, dice como si de un acertijo se tratara, indicando que entre lo que ahora estamos viendo están las claves de lo que presentará en París. Pero como buen diseñador, no suelta prenda. www.avellaneda.eu

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