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Radar EL DISIDENTE

De iende que el diseño es más que fabricar una silla y huye de los circuitos comerciale­s de las grandes editoras. Maarten Baas, el outsider más cotizado del design, nos recibe en su granja-taller en Holanda. DISEÑO TEXTO : ITZIAR NARRO

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Le gustan las películas absurdas de Wes Anderson porque le sacan de la realidad y el arte conceptual por las mismas razones. El holandés Maarten Baas (Arnsberg, 1978), uno de esos iconos internacio­nales del design que todavía no ha cumplido los 40, es un diseñador que no se reconoce como tal. “Las etiquetas solo os interesan a los periodista­s —nos corta—. Qué más da si un tomate es una fruta o una hortaliza. Lo importante es saber si te gusta”. Maarten aparca su talento intelectua­l y sin complejos de ego en su estudio-taller a las afueras de Den Bosch, en el sur de Holanda, una antigua granja de ladrillos donde trabaja desde hace siete años rodeado de ovejas, vacas y perros. Literament­e. “Antes lo hacía todo en Eindhoven, donde estudié, pero necesitaba huir de esa ciudad, que se ha convertido en la urbe del diseño. No quería formar parte de eso. Lo que hago no tiene nada que ver con los circuitos comerciale­s”, continúa. Sin embargo, ahí es donde empezó todo, o más bien en el colegio. “Tenía un amigo mayor que yo que estudiaba arquitectu­ra. Un día le vi dibujar una silla y pensé que era lo que quería hacer. Siempre supe que necesitaba ganarme la vida con algo creativo, pero no me veía como actor, músico o pintor. La funcionali­dad tenía más sentido para mí”, recuerda. Así recaló en la DAE, la academia más potente de Europa, en la que Marcel Wanders, Tord Boontje

o Hella Jongerius también dieron sus primeros pasos. Él acabó a lo grande. Su proyecto de graduación, los carbonizad­os muebles de la serie Smoke, fue un bombazo estético que rápidament­e encontró eco en la editora Moooi. Hablamos del 2002. Dos años después una gran exposición en Moss Gallery de Nueva York, When there is smoke, en la que aplicaba la misma técnica del quemado a clásicos de Rietveld o Sottsass, le consagró definitiva­mente en los altares del design arty. “Quería hablar sobre la belleza, sobre cómo la naturaleza fluye y la transforma a pesar de que nos empeñamos en intentar fijarla en un instante determinad­o”, dice. Pero fue en 2006 cuando Maarten convirtió el barro industrial pintado de colores brillantes en la materia prima de su colección más conocida. Las sillas, butacas y ventilador­es de la serie Clay son sus hijos más reconocibl­es, los que han entrado en los museos, los que exhiben Rossana Orlandi en su galería milanesa y Roomservic­e en Barcelona. Orgánicas, infantiles, supusieron la vuelta de tuerca definitiva. “Cuando miraba a mi alrededor echaba de menos una estética menos racional. Quería darles aire y vida a mis creaciones —cuenta—. Si lo comparas con la gente, puede decirse que la mayoría de los muebles a lo largo de la historia representa­n a personas fuertes y seguras de sí mismas. Pero a nadie le gustaría vivir rodeado solo de ese tipo de caracteres. También son necesarios hombres y mujeres vulnerable­s, patosos, sensibles. (continúa en págs. finales)

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