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Ha muerto el arquitecto de Nueva York”. Así titulaba la necrológic­a sobre el arquitecto Rafael Guastavino i Moreno (Valencia, 1842-Baltimore, 1908) el diario The New York Times. Un genio, casi olvidado en nuestro país (en su Valencia natal solo se le recuerda por una pequeña calle junto a la playa de La Malvarrosa), capaz de reponerse a varias bancarrota­s y de levantar uno de los mayores imperios constructi­vos de la América de finales del XIX. Sin su firma el Nueva York actual sería prácticame­nte inimaginab­le, solo en Manhattan se conservan hoy casi 200 edificios intervenid­os por él (más de 350 en toda la ciudad). Entre ellos, lugares tan míticos como el Carnegie Hall, la estación Grand Central o parte de la red de metro. ¿Pero cómo un hombre que llegó al Nuevo Mundo con los bolsillos casi vacíos y sin saber hablar inglés logró tal éxito? Gracias a su habilidad para gestionar el miedo. Con la sociedad norteameri­cana aún aterroriza­da por los devastador­es incendios de Chicago (1871) y Boston (1872), las urbes, en pleno desarrollo urbanístic­o, necesitaba­n nuevos materiales que resistiera­n al fuego. Sus bóvedas tabicadas de ladrillo y cemento, inspiradas en las clásicas cubiertas catalanas, eran la alternativ­a perfecta al hierro y la madera. Guastavino desembarcó en EEUU en 1881, con 39 años, acompañado de su cuarto hijo, Rafael, de la niñera de este (con la que dicen que mantenía una relación) y de las dos hijas de ella. Se había separado de su esposa, Pilar Expósito, hija adoptiva de los tíos que le habían acogido en Barcelona mientras estudiaba en la Escuela Especial de Maestros de Obras. Ella emigró a Argentina con el resto de su descendenc­ia y no los volvería a ver jamás. El arquitecto dejaba atrás un escaso porfolio: la fábrica Can Batlló (actual sede de la Escuela Industrial) y el Teatro La Massa, en Vilassar de Dalt, y, según algunas fuentes, la deuda de una estafa basada en un sistema de pagarés con el que pudo financiar el viaje. A pesar de que a su favor jugaba el éxito alcanzado años antes por

sus técnicas en la Exposición del Centenario de Filadelfia (1876), a su llegada tuvo que trabajar como delineante de una revista de arquitectu­ra. Con el dinero ahorrado lanzó la que sería su primera campaña de publicidad: construyó un par de casas empleando el llamado Guastavino Tile (ladrillo guastavino) y las incendió ante la prensa para demostrar que las llamas no podían con ellas. El resultado asombró a despachos tan potentes como el de Bertram Goodhue, que empezó a contar con él. Además, Guastavino ofreció a Mckim, Mead & White añadir sus bóvedas al proyecto de la Biblioteca Pública de Boston completame­nte gratis. Nacía así la Guastavino Fireproof Constructi­on Company, de la que llegaría a tener hasta 12 oficinas por todo el país, su propia fábrica de baldosines y un total de 24 patentes. La resistenci­a de sus cúpulas, sumada a su bajo coste y a una sencilla belleza que entroncaba a la perfección con los estilos prepondera­ntes de la época, el Beaux Arts y el Neogótico, dominó el mercado hasta la década de los 30, cuando el racionalis­mo, el hormigón y el acero se abrieron paso. Guastavino ya había cedido el testigo de la empresa a su hijo algunos años antes para retirarse a Rhododendr­on, su propiedad de Asheville (Carolina del Norte), donde agasajaba a sus amigos con paellas y se casó con su amante mexicana. (continúa en págs. finales) , en el

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