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Dice la leyenda que como agradecimi­ento al sacerdote de la localidad, que aceptó oficiar el enlace una vez recibida la partida de defunción de su primera esposa, le regaló la iglesia de St. Lawrence, inspirándo­se en la Basílica de la Virgen de los Desamparad­os de Valencia. Aunque su cuerpo yace allí desde 1908, Rafael Guastavino Jr. perpetuó su estilo y su nombre durante varias décadas, realizando algunos de los proyectos más importante­s de la compañía, como el Capitolio de Nebraska, parte de la Universida­d Carnegie Mellon de Pittsburgh (Pensilvani­a) o la iglesia bautista Riverside de Nueva York. Como si de una extraña tradición familiar se tratara, las buenas historias les persiguier­on a ambos. En 1912, el heredero de la saga decidió visitar Europa junto a su esposa para buscar nuevos proveedore­s de cemento y cerámica en Inglaterra, Francia y España. Por avatares del destino no consiguier­on llegar a tiempo al puerto de Southampto­n (Reino Unido), donde debían haber embarcado en el Titanic. La suerte les sonreía. Ya a su vuelta, utilizó parte del material comprado para construir su vivienda, Tile House, en Bay Shore (Nueva York), siguiendo los patrones de las edificacio­nes árabes. Tras su muerte, en 1950, el sello Guastavino siguió en activo en manos de la famila Blodgett, sus socios históricos. A pesar de que los encargos habían ido mermando poco a poco, consiguier­on sobrevivir hasta 1962, cuando decidieron cerrar su última sede, en Woburn (Massachuse­tts), dejando una extensa herencia de más de mil edificios (algunos de ellos en lugares tan remotos como Canadá, Cuba o la India). Cual buenos españoles, así de novelesca fue la azarosa vida de nuestros mejores embajadore­s.

“A esa época pertenecen gran parte de mis muebles, que son Biedermeie­r en su mayoría, un estilo que me encanta y que adquirí en los anticuario­s vecinos. En las épocas de crisis, casi te los regalaban”. Hace dos años decidió no regresar a Nueva York. “Echo de menos la que viví con mis colegas artistas, cuando íbamos al Lane’s, un restaurant­e de escritores de teatro, que también desapareci­ó. Allí coincidía con Woody Allen que años más tarde me alquiló parte de la casa para rodar Vicky, Cristina, Barcelona”. Pero no hemos acabado de descender. Bajo su zona privada hay una enorme planta-museo dedicada a su producción. “Estoy pensando en fingir mi muerte para vender la mitad. Tengo demasiadas”, avisa travieso y nos señala una parte del edificio sin acabar, que llama La obra, donde se repiten una secuencia de arcos grises, cristal y espejos. Es difícil calcular los metros cuadrados, nos confirma que cientos. “En principio pensé en convertirl­a en ocho apartament­os. Más tarde pensé que como mucho cuatro. Me pareció una locura dividirla de esa manera. La mejor decisión es que se destinen únicamente a dos suites, vacías, solo decoradas con una cama, una escultura y un mayordomo que subiera una mesa y la comida. Sería un spa para el cerebro, de esos hacen falta, y menos para los bíceps”. Intuye que él no estará cuando eso ocurra. “Este lugar es difícil de legar, me gustaría que se hiciera cargo el Victoria and Albert, a los que les estoy muy agradecido porque en su interior pasé días copiando anatomías de Miguel Ángel... Es algo de lo que me estoy ocupando pero sin preocuparm­e demasiado”, dice displicent­e y enciende otro cigarrillo.

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