VILLA TATUAJE
Durante sus últimos años Jean Cocteau se refugió en la Costa Azul en una mansión que llenó de murales.
Cuando llegué a Santo Sospir, en el verano de 1950, pinté uno de sus muros”, recordaba Jean Cocteau (Francia, 1889-1963). “Ya me avisó Matisse: si pintas la pared de una casa debes seguir con el resto. Estaba en lo cierto”. Cuatro meses después el francés había marcado con sus inconfundibles trazos todas las habitaciones de esta villa en Saint-jean-cap-ferrat, un pueblo de la Costa Azul, incluidas puertas, muebles y lámparas. “Dibujé sobre la piel de la vivienda como si la tatuase”. Para entender lo que para el artista era un poema visual sobre una construcción que no era suya, hay que remontarse a 1946. Ese año el banquero americano Alec Weisweiller le dio las llaves de este chalet a su mujer Francine para cumplir la promesa que le había hecho cuando le llamaron a filas en la II Guerra Mundial: “Si regreso sano y salvo te regalaré la mansión de tus sueños”. Cumplió. Del interiorismo se encargó una gran amiga de esta, Madeleine Castaing, quien también había decorado el resto de sus propiedades. Aquí dio vía libre a sus obsesiones: textiles tropicales y muebles de bambú para el salón y comedor, alfombras de leopardo en las escaleras y en el piso de abajo y colores marinos presentes en casi todas las habitaciones. En 1949, tres años después de su inauguración, Francine, apasionada de la cultura (fue mecenas de Saint Laurent), viajó a París para acudir al rodaje de Les enfants terribles de Cocteau y conocer a su autor, que también era quien la llevaba al cine. Tuvieron un flechazo, obviamente platónico, y ella se ofreció a ser su productora y a acogerle en su refugio en la costa. Un idilio que duró hasta 1962, tiempo en el que el artista prácticamente residió allí. Casi como una travesura, Francine le propuso que cogiera pinceles, lápices... y que grabase los muros a su antojo. Empezó por el salón, donde representó sobre la chimenea el mito del Sol entre las dos torres de Apolo. La hija del matrimonio, Carole, recuerda en su libro Je
l’appelais Monsieur Cocteau: “Decía que había demasiado silencio en las paredes”. En su habitación plasmó el mito de Las bacantes, representado por dos serpientes que, según Jean, ayudarían a la pequeña en los estudios. Los otros tres dormitorios los reservó para Dioniso, Narciso y la diosa Eco y Diana sorprendida por Acteón. La luz, el mar y la privacidad hicieron que aquí también se cobijaran la Dietrich y la Garbo o Picasso, quien a su vez dejó su firma (en mucha menor medida) sobre el yeso. Desde 2007 es un monumento histórico protegido. Así se cumplía el deseo del artista, ya que aquí encontró parte de la cura al dolor que le habían producido el Holocausto y la bomba de Hiroshima. “Hemos intentado vencer el espíritu de destrucción que domina nuestra era. He decorado paredes que los hombres solo sueñan con destruir. Tal vez el amor por nuestro trabajo la proteja de las bombas”, dijo. El arte en ocasiones es el mejor escudo contra la barbarie.