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DESPUÉS DE LA TORMENTA

Fotografia­mos los jardines en Los Hamptons de Peter Marino después de un gran aguacero.

- texto y fotos: manolo yllera

Cuando Peter Marino me invitó a fotografia­r su jardín en los Hamptons, hace ya varios años, recogí el ofrecimien­to con gran entusiasmo, pero también con mucho respeto. Había visto a buenos fotógrafos fracasar al inmortaliz­ar jardines maravillos­os. No tienes control de la luz y estás a merced del tiempo. Un día de sol despiadado te puede hacer regresar con las manos vacías. Los jardines no solo cambian por años o por temporadas, sino por horas del día, según como los dibuje el sol y sus sombras. Sabía además que después de casi dos décadas de fantasear, dibujar, sembrar, corregir, esperar y esperar, Peter por fin había decidido que su obra había superado la pubertad, y estaba listo para que la retrataran de cara a un libro que se lanza este mes de mayo. En sus comienzos había llamado a varios paisajista­s, pero no se entendió con ninguno; querían imponerle su propio estilo y tratar toda la extensión de la parcela de manera uniforme. Finalmente, decidió asumir personalme­nte la tarea. Trazó los cuadrantes de cada zona, los callejones, los estanques, las fuentes, ideó un escondite para cada escultura. Desde la casa que alberga, en el estilo clásico del pueblo de Southampto­n donde está ubicada, se disfruta de una vista a un verde sin límites, más geométrico y elaborado cerca del edificio, más difuminado y silvestre a medida que se va perdiendo en su vasta extensión. Después de tres o cuatro años tratando de hacer coincidir mi viaje a Estados Unidos con un momento álgido del jardín, por fin una tarde soleada de junio deshice mis maletas en el pabellón de invitados, al sur, en la zona más salvaje y separada del mar por unos pinares. Mientras montaba el trípode, una lluvia tímida asomó por el Norte, pero al poco rato se convirtió en una furiosa tormenta de verano que empezó a mojar mi equipo. Corrí a la cocina a buscar una bolsa de plástico para proteger la cámara y volví a salir. Limpiaba la lente antes de cada toma con el trocito de camisa que trataba de mantener seco. Las nubes se movían rápido. El cielo se tornó rojo, rosa, gris, azul y rojo de nuevo, en un trasiego caprichoso de colores y ráfagas de viento. Estaba tan distraído con la belleza del jardín que en ocasiones se me olvidaba que estaba trabajando y permanecía quieto, contemplán­dolo. “Tienes que fotografia­rlo, busca otro ángulo”, me decía de pronto. Pero una vez disparada la foto, me entregaba de nuevo al placer de admirar cuanto sucedía a mi alrededor: las esculturas escondidas en las sombras, los árboles inclinados por el viento. No tardé en

descubrir que mis encuadres habían cambiado, las nubes y el color del cielo dibujaban un jardín diferente al que había de retratar en un principio. Enloquecí. Regresé sobre mis pasos para repetir cada foto. En cada ángulo llegué a tomar hasta ocho disparos distintos, sin saber a día de hoy cuál es el mejor. Tiempo después Peter me contó que también una tarde de junio mientras paseaba con una amiga, ella detuvo el paso y dijo: “Este solo podría ser el jardín de un arquitecto y, además, americano”. Cuando le preguntó qué quería decir, ella concluyó que él había creado una serie de diferentes habitacion­es al aire libre, con todo organizado en un solo eje. Peter lo explica con estas palabras: “Esa ordenación obsesiva es propia de arquitecto­s, espacios diferencia­dos por color: púrpura, rosa, amarillo... desdibujad­os en sus fronteras por una suave línea verde, que los cose entre ellos. Esa es la clave para mí, un sentido del orden mezclado con el caos de la naturaleza. Por ejemplo, tenemos un millar de hortensias que bordean la casa y se suponía que eran de color rosa, pero un puñado de ellas resultaron moradas. ¡Aprendes que no puedes controlarl­o todo! E, invariable­mente, las partes más interesant­es del proyecto son los accidentes. Y en cuanto a ser un jardín americano también tenía razón mi amiga: no busca la grandeza como uno francés, ni como en uno inglés pretendo que constate cómo son las cosas después de cientos de años, tampoco es un jardín italiano o japonés, aunque de todos ellos tome algo. En realidad la fantasía es la piedra angular. Tengo esta idea de Alicia en el País de las Maravillas en mi cabeza, un jardín debe ser un lugar de asombro”. Tal vez por esta razón cobran tanta importanci­a las esculturas de Claude y François-xavier Lalanne que se sitúan de manera estudiada en sus doce hectáreas. Alrededor de la mitad fueron encargadas para ad hoc, incluyendo una fuente con lotos y ranas. Los Lalanne son amigos muy queridos de Marino, el mayor colecionis­ta de sus obras en Estados Unidos. Hasta la muerte de François-xavier en 2008, viajaron hasta aquí todos los veranos para verlo crecer. “El jardín es una fuente de inspiració­n para mí –afirma el arquitecto– y cada vez que estoy en esta casa me gusta caminar por él, sobre todo por la tarde. A esa hora está bañado por una luz dorada. Es dramático e increíblem­ente, indeleblem­ente, hermoso”. Yo, que también fui testigo de la belleza de este jardín durante una tarde de junio, siento al ver mis fotos cierta desazón, y me pregunto si logré plasmarla en ellas. Solo espero que mi trabajo evoque lo que todos hemos sentido durante una tormenta de verano en un lugar, como en el cuento de Alicia, maravillos­o. The Garden of Peter Marino (Ed. Rizzoli)

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