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uando el arquitecto e interioris­ta Guilherme Torres llegó a ella, la reforma ya estaba casi hecha. “Los dueños la habían acabado justo dos meses antes”, recuerda. Se trataba de una casa de los años 70 junto al distrito de Moema, en São Paulo, una zona de la ciudad en la que la vegetación se ha respetado. Se encontró una construcci­ón funcional con un salón en dos alturas y grandes ventanales que daban a un jardín tropical, con paredes blancas y suelo de piedra. “Conocían mi trabajo por la vivienda de unos amigos suyos que en ese momento estaba terminando, y me contrataro­n para decorar, en principio, el salón, el comedor y el dormitorio principal, pero he metido mano en todas las habitacion­es, dejando grandes pinceladas mías en sus 90 metros cuadrados”. Para añadir calidez a la estructura existente sumó paneles de madera de cumaru para delimitar las zonas comunes y papeles de Orlean para las privadas. En cuanto a la decoración, no tuvo que partir de cero, porque los propietari­os ya habían comprado algunas piezas. “Como es lógico no se querían deshacer de ellas, así que seguimos las pautas que marcaban los muebles que ya tenían, como los sillones Amoebe de Verner Panton o la pareja de sofás de Dpot, para que pudiesen cohabitar con los que aportaríam­os nosotros”. En este punto Torres tuvo que luchar con un estereotip­o nacional: el temor al color. “Aunque la gente piense lo contrario, en Brasil se evita en las casas particular­es porque no se considera elegante, es como si diera miedo. Yo estoy totalmente en desacuerdo: bien empleado aporta seriedad y sofisticac­ión”. Así que poco a poco introdujo llamativos diseños de los 60 de los grandes maestros cariocas, como las sillas azules de la zona del bar de Jorge Zalszupin o las del comedor en un fuerte naranja de Sérgio Rodrigues, un tapiz de Roberto Burle Marx y las rotundas butacas Sabre de Carlos Motta junto con otras actuales firmadas por Ingo Maurer o por el propio estudio del arquitecto. “Nuestro objetivo fue crear una especie de galería donde se pudiese vivir”, prosigue Guilherme. Los dueños son coleccioni­stas y confiaron en él para componer un espacio vibrante en el que el mobiliario no restase importanci­a a sus obras de arte contemporá­neo firmadas por Hercules Barsotti, Gabriel Wickbold, Rodrigo Kassab o Gal Oppido. Todo trufado con textiles optimistas y cerámicas locales, en su mayoría de la segunda mitad del XX. “Además de otros objetos que simplement­e me gustan, que no siguen ninguna regla o tendencia decorativa”, remata. Torres es quizá uno de los pocos arquitecto­s capaz de llevar a cabo interiores familiares y amables alejados de la frialdad académica. Aquí ha creado un conjunto fácil, alegre y fresco. “Creo que una buena decoración refleja sensibilid­ad”. Estamos de acuerdo. www.studioguil­hermetorre­s.com

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