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n cuestiones de interioris­mo, la dueña de este piso parisino de 230 m2, una editora de revistas americana, lo tiene bien claro. Es fan de las rayas (“Si las veo, estoy perdida, siempre voy a ir a por ellas”) y del blanco y negro (“Una combinació­n de colores infinitame­nte chic y atemporal”). Tiene debilidad por las alfombras marroquíes, porque hacen una habitación más acogedora, y aconseja que nunca se debe decorar una casa sin incorporar algo italiano. También ama París. Fue criada allí hasta los 15 años (“Mi padre era aventurero y nos mudamos”) y más tarde vivió otros diez con su esposo, banquero de inversión, y sus tres hijos. Cuando la pareja decidió regresar a Nueva York quiso mantener una sede en la Ciudad de la Luz, y que fuera céntrica. Así, sus hijos juegan al fútbol en el Jardín de las Tullerías y ella adora ir al cercano Palais Royal. Tenían otro requisito más: que la casa fuera muy francesa. Situada en un edificio señorial de 1830 que durante décadas perteneció a los descendien­tes del poeta Paul Valéry, tiene todos esos detalles clásicos arquitectó­nicos: chimeneas de mármol, escayolas, carpinterí­as, muros panelados e increíbles molduras de techo. Pero lo más excepciona­l es el suelo de parquet de las dos salas de estar adyacentes, cuyas tablas crean patrones geométrico­s. “Estaban destinados a ser vistos”, observa Alireza Razavi, el arquitecto de origen iraní contratado para supervisar la renovación. “Tienen carácter y su factura artesanal indica que este no es cualquier apartament­o. Sin embargo, no se conservaro­n bien. Cuando caminabas sobre ellos, se levantaban”. Por lo tanto, se vio obligado a reemplazar alrededor del 30% por una tarima contemporá­nea. Asimismo, las persianas se lijaron para revelar su madera cruda y el artista Séverine Lépine pintó las paredes en un blanco con efecto lavado inspirado en las boutiques de Martin Margiela. Razavi transformó la parte trasera, una serie de cuartos destartala­dos como celdas, en una suite principal con una estantería cuyas puertas rojas, negras y amarillas están inspiradas en la serie de pinturas constructi­vistas New York City de Mondrian (un guiño a los orígenes de los propietari­os) y un baño de rayas blancas y negras. Muchos de los muebles son galos y fueron elegidos con la ayuda de la decoradora Sylvie Acker: hay asientos de diseñadore­s icónicos como Charlotte Perriand o Jean Prouvé, lámparas de Serge Mouille o Constance Guisset y muchos tesoros hallados en Las Pulgas, como unas sillas de mimbre de los años 50. También un tronco de árbol que sirve de base para la mesa del salón y que Acker encontró en un bosque a las afueras de la ciudad. Pero probableme­nte el elemento más llamativo es el papel panorámico de Zuber que representa árboles, montañas, un castillo encaramado en una colina y un viaducto. Para Razavi sirve como punto focal de la perspectiv­a que une las estancias en el área delantera del apartament­o. Para la propietari­a, “aporta inmediatam­ente una elegancia muy francesa”. Elegante es sin duda una buena palabra para describir el espacio en su conjunto, aunque también tiene algo de bohemio. Esto es en parte porque ella procuró evitar que fuera demasiado formal. “Lo francés puede llegar a ser muy recargado, y yo no quería eso”. Llamar a Razavi fue su mejor decisión. “Tiene un amor absoluto por lo viejo –continúa–, y sin embargo, al mismo tiempo, es tan pulcro y racional que sus proyectos nunca se ven demasiado sofisticad­os. Trabajar con él ha sido muy fácil, el proceso más indoloro que jamás he vivido”. Desde luego, su mano limpia, pulida y culta está presente, y mucho. www.studioraza­vi.com

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