ICONO En la posguerra española, grandes arquitectos levantaron 300 pueblos siguiendo los preceptos del racionalismo.
Entre los años 40 y 70, un nutrido grupo de arquitectos levantó a golpe de racionalismo 300 pueblos de colonización en España. Una utopía que aún puede visitarse.
La Guerra Civil acababa de terminar, la dictadura había dejado sumida a España en el más profundo aislamiento internacional y el campo estaba tan devastado que era incapaz de abastecer a la población de las ciudades. Este desolador contexto fue el caldo de cultivo perfecto para que fructificara el Instituto Nacional de Colonización, un organismo de base autárquica creado en 1939 para reorganizar el sector agrícola. La idea partía de un ambicioso programa inconcluso de la II República que ya contemplaba construir nuevas infraestructuras hidráulicas y multitud de pueblos para labradores. Contaron para ello con casi 80 arquitectos, entre ellos profesionales tan destacados como Alejandro de la Sota (autor de joyas como el gimnasio del Colegio Maravillas o la recientemente desaparecida Casa Guzmán, en Algete), Carlos Arniches (Hipódromo de La Zarzuela), José Antonio Corrales (Casa Huarte, en Madrid) o José Luis Fernández del Amo (Club Naútico de Campoamor, Alicante), que planificaron y ejecutaron, desde la máxima intelectualidad, toda una red de núcleos urbanos que por su modernidad contrastaban con la ortodoxia herreriana imperante en las edificaciones de la capital. De Navarra a Cádiz y de Badajoz a Almería, estos proyectistas colonizaron el país con 300 villas en las que, a pesar de la escasez de medios, gozaron de cierta libertad. A golpe de ingenio apostaron por soluciones sencillas basadas en la repetición de módulos cúbicos (generalmente blancos, aunque no siempre) y por audaces estructuras de una belleza plástica casi escultórica. En esta especie de grandes cortijadas orgánicas y, a veces, abstractas, se primaban los materiales y la mano de obra locales, dando especial importancia a la vida comunal de sus habitantes con abundantes plazoletas, paseos y locales sociales. Diseñados hasta el detalle (desde sus fachadas hasta las rejas, fuentes,
farolas o bancos) fueron un laboratorio urbanístico de primer orden que involucró por igual a artesanos y artistas. Sin ir más lejos, Fernández del Amo, autor, entre otros, de El Realengo (Alicante, 1953), Villalba de Calatrava (Ciudad Real, 1955) o Cañada de Agra (Albacete, 1962), recurrió con frecuencia a pintores y escultores coetáneos como Rafael Canogar del grupo El Paso para dignificar las iglesias desde las que partían sus trazados. La calidad de proyectos como el pueblo de Vegaviana (Cáceres, 1954) le valió, en 1961, la Medalla de Oro de la VII Bienal de São Paulo. El propio Oscar Niemeyer, que presidía el jurado, destacaría entonces “la cualidad humana, plástica y social de esta arquitectura, que partiendo del hombre sirve para su plena realización”. A pesar de que muchas de estas villas de corte racionalista languidecen abandonadas o han sido devoradas por la especulación inmobiliaria, véanse La Vereda (Sevilla, 1963) o San Isidro de Albatera (Alicante, 1953), otras tantas como Consolación (Ciudad Real, 1949), que a pesar de estar junto a la Autovía de Andalucía permanece casi inalterada en el tiempo, siguen estando habitadas y mantienen ese espíritu utópico con el que fueron creadas. Una buena guía para conocer de cerca estas joyas son los Itinerarios de arquitectura 3, 4 y 5 “Pueblos de colonización” de la Fundación Arquitectura Contemporánea. Sus humildes calles nos transportarán a una época en la que un grupo de arquitectos idealistas supo abrirse, teniéndolo todo en contra, a las últimas vanguardias para llenar de actualidad la España más profunda.