PEDRO APÓSTOL
Onírico, sarcástico, barroquizante, excesivo, contestatario o esteta son solo algunos de los adjetivos en el credo del artista mexicano Pedro Friedeberg. Desde su casa-estudio en Ciudad de México, abarrotada y maximalista, difunde su palabra.
No hay vacíos. Y cuando aparecen se llenan de inmediato. Es el resultado de más de medio siglo de creación verborreica y de un síndrome de Diógenes alimentado semanalmente en el mercadillo de La Lagunilla. Pedro Friedeberg (Florencia 1936) es excesivo, maximalista, irónico, onírico, excéntrico, colorista y nada convencional. Su casa en la colonia Roma Norte, en Ciudad de México, es su vivo reflejo. Una fachada casi anodina de dos plantas esconde un interior inesperado. El primer piso ejerce de galería de su obra y de oficina. Él vive en la segunda planta y en ella tiene también su biblioteca-estudio. Ante la enorme mesa de madera se sienta a sus 81 años casi a diario. “Trabajo un día sí y otro no. Es un hobby, un pasatiempo, una terapia. Si viviera en una isla desierta también dibujaría o fabricaría castillos de arena. Pero desde luego es agradable tener público admirador para la vanidad, fatuidad, frivolidad. Espero seguir creando hasta el último día, cuando me llamen las tres Parcas”, cuenta el artista al que se etiqueta dentro de la corriente surrealista mexicana. “El surrealismo se originó en 1923 y yo nací en 1936. Apenas tengo el honor de ser neosurrealista. Sí conservo una carta de André Breton donde me concede ‘comunicar una intención surrealista”, puntualiza el maestro. En su juventud, Friedeberg abandonó la carrera de arquitectura para dedicarse al arte. Expuso por primera vez en 1959 en la Galería Diana de la capital azteca y formó parte del grupo Los Hartos (contestatarios y hartos del arte y de la publicidad) liderado por Mathias Goeritz. Fue precisamente para una exposición de este colectivo en 1960 cuando comenzó a crear mobiliario. “Hice dos mesas que ‘se escapan corriendo’. Luego Goeritz se fue a un largo viaje y me encargó que le diera trabajo a su genial ebanista, tallista y carpintero José González. De allí surgieron las nefastas sillas Mano...”. Porque este hombre singular no tiene pelos en la lengua a la hora de hablar de su pieza más mediática, un icono de coleccionista. “Abomino de ella que, efectivamente, fue una broma en 1962 o 63, no recuerdo exactamente. He producido unas tres o cuatro mil y ya estoy harto de ellas. Pero el público las sigue pidiendo con