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Mínimo Bruce

En los años 80, el escritor británico Bruce Chatwin le encargó su apartament­o en Londres a un joven arquitecto, John Pawson. Esta es la historia de una mítica casa austera y minimal parte de la serie Brillos y Ladrillos.

- por JESÚS CANO retrato: LIAM WHITE ilustració­n: LIANNE NIXON

Entramos al pied-à-terre de 45 m2 que el escritor Bruce Chatwin encargó a John Pawson. Minimal, austero, pero con una gran historia digna de la serie Brillos y Ladrillos.

Conocí a Bruce Chatwin tarde y me obsesioné. Llevaba muerto una década. Falleció un 18 de enero de 1989. Tenía 48 años. ¿Cómo no me va a intrigar alguien que, en su lecho de muerte, estaba acompañado por su esposa en la casa de la madre de su examante (James, el hijo de Sir Terence Conran)? Devoré su biografía –firmada por Nicholas Shakespear­e, entretenid­ísima, mejor que una serie de Netflix– y luego sus libros. Desde En la Patagonia a Utz, pasando por Colina Negra o, tal vez su mejor trabajo, ¿Qué estoy haciendo aquí?. Para algunos revolucion­ó los libros de viajes. Otros defienden que creó su propia disciplina, donde lo real se mezcla con lo imaginario. Nació en Sheffield en 1940. Pasó de experto en arte impresioni­sta y antigüedad­es en Sotheby’s, donde había empezado como ordenanza a los 18 años, a estudiante de arqueologí­a con 27. Tras dos años lo dejó para ser periodista en The Sunday Times. De un día para otro llamó a su editor y le anunció su viaje a Patagonia. Empezaba el Chatwin escritor entre amantes de ambos sexos y huidas permanente­s.

Su mirada penetrante, sus ojos azules, sus cabellos rubios… eran las armas de un seductor. Y las utilizaba a fondo. “Hay pocas personas en este mundo que tengan el tipo de apariencia que cautive y cautive… no es solo belleza, es un brillo, algo en los ojos –afirmaba Susan Sontag sobre él–. Y funciona con ambos sexos”. Fue retratado por Lord Snowdon y Robert Mapplethor­pe. El primero, lo reflejó como explorador chic con botas y mochila al hombro y el segundo, vestido de colegial crecido. La mayoría caía rendida a sus pies. También le sucedió a John Pawson, otra de mis pasiones. En una cena imaginaria perfecta –de esas que te preguntan en cuestionar­ios imposibles–, estarían los dos. Bruce no pararía de hablar. “Soy especialme­nte feliz cuando sos

tengo una buena conversaci­ón peregrina”, arrancaría a modo de introducci­ón. Daría por hecho que yo no conozco al arquitecto y me contaría, como carta de presentaci­ón, que “Pawson vivió y trabajó en Japón. Detesta el posmoderni­smo y otras estupidece­s arquitectó­nicas”. Así lo escribió en su ensayo Un lugar para colgar el sombrero. Está dedicado a la casa que Pawson le diseñó. Fue su último apartament­o. Seguiríamo­s charlando toda la velada, él más que nosotros. Llegaría a hablarnos de la bella desnudez de la abadía Le Thoronet en la Provenza. Nos describirí­a su casa ideal, una choza africana hausa con tres ventanas en la que durmió en 1972. En invierno de 1981 Chatwin decide echar raíces en Londres. Quiere una casa pequeña de una sola habitación. Eso sí, en el barrio donde el metro cuadrado empezaba a ser el más caro de la ciudad, Belgravia. En el periódico encuentra un anuncio. La dirección promete: 77 Eaton Place. Es un edificio de estuco blanco con aires de palazzo italiano, que puso de moda y construyó Thomas Cubitt a mediados del siglo XIX. La calle tiene aspecto de balneario decimonóni­co y en el número 65 –el 165 en la ficción– es donde rodaron los exteriores de la serie Arriba y Abajo. La casa está en un piso alto. Las vistas miran hacia el sur. Y es un horror: 45 metros con varias estancias, un baño en negro y verde bilioso y una moqueta estampada con manchas. Ahí entra en escena el arquitecto. Bruce quiere un Pawson. Una habitación como la que el joven proyectist­a ha hecho para su novia de entonces, Hester van Royen. Recorriend­o el salón victoriano de la galerista con molduras pintadas en púrpura –un pecado de juventud con el color que Pawson nunca volvió a cometer–, el escritor disfruta del vacío. Se siente liberado. Mientras viaja a África en los primeros meses de 1982 y una vez extendido “un abultado cheque”, el arquitecto se pone a la obra. El resultado es una entrada que deja a su izquierda una estancia alargada y estrecha donde una librería se enfrenta a un armario antes de dar paso al

salón. El techo alto y las dos ventanas con persianas de lamas de madera son los únicos lujos arquitectó­nicos. Hay dos pasillos, uno da a lo que suponemos la cocina y otro, que atraviesa el baño –dividido en dos–, lleva a la habitación. En ella, un futón sobre una plataforma cubre casi todo el espacio. Recuerda a las habitacion­es japonesas. Bruce nunca ha estado en Japón y nunca llegará a ir. Está feliz. Siempre ha tenido predilecci­ón por la celdas o cabañas de tronco. Con tres años visitó, por primera vez, a su padre. Era capitán del dragaminas Cynthia –estamos en 1944–. Ni el puente ni los cañones captaron la atención del niño. Fueron el camarote, pintado en gris perla, y una cama con un hule negro como colcha, los que le fascinaron. Una imagen que le persiguió de por vida. Tras tres años en Eaton Place, hay que repintar. Se cartean. Ninguno de los dos está contento con el blanco crema de la primera vez. Pawson quiere un blanco nuclear, Chatwin duda. “Quizá porque he vivido en varias ocasiones en bellísimas casas encaladas de Grecia y Andalucía, el blanco muerto de los muros ingleses siempre me ha parecido eso, muerto […], lo que me gustaría es algo del color de la leche (si es que eso existe)”, escribe. Y da un consejo en caso de seguir con el blanco actual: “Diría que hay que cambiar el suelo, decolorarl­o o algo así”. Es en esa época cuando plantea construirs­e una casa en el Mediterrán­eo. “Necesito un patio, una azotea con muretes –con una habitación abierta al cielo–, dos dormitorio­s –uno sería una biblioteca con un sofá-cama– y un salón con cocina americana y chimenea. Todo suavemente sencillo, como la arquitectu­ra portuguesa del Alentejo. Ve pensando”, le manda por carta a Pawson.

“Los objetos son sustitutos de los afectos”, escribió un joven Bruce. Vendió muchos para seguir su carrera de escritor. Pero en su apartament­o se rodeó de un sofá Imperio con pedigrí –procedía de Versalles–, de muebles “suecos baratos” –eran un taburete y una mesa firmados por Alvar Aalto– y de una silla tubular. Había algo de arte: una escultura de fibra de vidrio de John Duff, una colección de lacas japonesas o un tapiz de plumas precolombi­no. La última pieza que compró es una lámpara sueca de 1760. Pawson creó el refugio de Chatwin en Londres para ser el contenedor de sus libros, esconder sus obsesiones en los armarios (tenedores de oro ruso o tés) o invitar a tres amigos a cenar, pero nunca para escribir. Para ejercer su oficio necesitaba las casas de los amigos. Llegaba sin avisar y se hacía fuerte en ellas. En la siguiente cena le tengo preguntar por Jackie O. (ejercía de acompañant­e oficial), por James Ivory (fue su amante), por las noches salvajes en Nueva York con Robert Mapplethor­pe o por su amigo Werner Herzog (acaba de filmar un documental sobre él, Nomad: In the Footsteps of Bruce Chatwin). Y por Elizabeth, la generosa esposa que siempre estuvo ahí. Una vez me confesó que viajar sin Bruce era simplement­e más aburrido, más convencion­al. “Echo de menos la emoción”, me dijo.

“El blanco muerto de los muros INGLESES siempre me ha PARECIDO eso, muerto, lo que me GUSTARÍA es algo del COLOR de la leche”. BRUCE CHATWIN

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 ??  ?? Un sofá Imperio, una silla tubular, un chandelier sueco de 1760, butacas inglesas... así era el salón de Chatwin en el apartament­o que le proyectó John Pawson en 1982. “Los objetos son sustitutos de los afectos”, escribió un joven Bruce. En la otra página: El escritor, en ese mismo espacio, sentado en la silla Safari de Kaare Klint.
Un sofá Imperio, una silla tubular, un chandelier sueco de 1760, butacas inglesas... así era el salón de Chatwin en el apartament­o que le proyectó John Pawson en 1982. “Los objetos son sustitutos de los afectos”, escribió un joven Bruce. En la otra página: El escritor, en ese mismo espacio, sentado en la silla Safari de Kaare Klint.
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 ??  ?? En el salón, retratado por François Halard en 1982, panel de plumas precolombi­no de la cultura Wari (600-900 aC). Abajo, butaca francesa estilo Regencia, escultura del artista John Duff y mesa de Alvar Aalto para Artek con hoja caligrafia­da sufí de un Corán del siglo VIII, una pintura india y colección de lacas japonesas negoro. Izda., portada de su libro más célebre.
En el salón, retratado por François Halard en 1982, panel de plumas precolombi­no de la cultura Wari (600-900 aC). Abajo, butaca francesa estilo Regencia, escultura del artista John Duff y mesa de Alvar Aalto para Artek con hoja caligrafia­da sufí de un Corán del siglo VIII, una pintura india y colección de lacas japonesas negoro. Izda., portada de su libro más célebre.
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 ??  ?? La biblioteca en una estancia en forma de pasillo. Al fondo, cruz del siglo XV procedente de Siena. No existe planta del apartament­o, la hemos reconstrui­do basándonos en descripcio­nes de los protagonis­tas y amigos y en las fotos de François Halard.
La biblioteca en una estancia en forma de pasillo. Al fondo, cruz del siglo XV procedente de Siena. No existe planta del apartament­o, la hemos reconstrui­do basándonos en descripcio­nes de los protagonis­tas y amigos y en las fotos de François Halard.
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1. Entrada 2. Biblioteca y armario 3. Salón 4. Cocina 5. Baño 6. Dormitorio
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En el dormitorio, un futón sobre una plataforma recuerda a los interiores nipones. Bruce nunca estuvo en Japón, pero tenía predilecci­ón por las celdas, los camarotes y las cabañas de tronco. En la otra página: El escritor en Francia en 1984.

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