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Un pasado

como periodista de moda me ha entrenado en CINISMO. Como para no serlo, cuando descubres que a algunas marcazas, summum del

- Toni Torrecilla­s

lujo, no les cuesta producir sus prendas exclusivas más de 50 euros, o que si tal diseñadora no usa cuero pero sus bolsos resisten en el mar más que un velero bergantín. Es difícil desprender­me de ese escepticis­mo vaya donde vaya. También en el universo design en el que me hallo, donde en muchas ocasiones (demasiadas) te encuentras ante un creador con ganas de explicarte largo y tendido el discurso que hay detrás de su cojín, la reflexión oculta en su botella impresa en 3D, la vocación de trascender de su portafotos. Y antes de responderl­es un ‘¿En serio?’ busco con la mirada, un poco desesperad­o, a alguien mayor para acercarme y que me dé su opinión. La edad te libera de tomaduras de pelo, y es algo que aprendí en una de estas presentaci­ones, cuando una diseñadora importantí­sima, de verdad, trajo a su madre para que viera cómo la jaleaban por su nueva silla. Nadie se había sentado para testarla, pero mientras explicaba que su asiento hablaba de la crisis de identidade­s de la sociedad, la migración y la necesidad de frenar la producción (la de los demás, que ella no para), el público asistente asentía sin dudar. Y allí, su madre, en un rincón, escuchaba a su hija cuando un periodista se le acercó y le dijo: ‘Estará orgullosís­ima de ella’. La señora salió de su perplejida­d y respondió: “Por supuesto que estoy orgullosa. Pero lo que no entiendo es lo que dice, ni a vosotros... Es solo una silla”. Y la quise besar.

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