Un pasado
como periodista de moda me ha entrenado en CINISMO. Como para no serlo, cuando descubres que a algunas marcazas, summum del
lujo, no les cuesta producir sus prendas exclusivas más de 50 euros, o que si tal diseñadora no usa cuero pero sus bolsos resisten en el mar más que un velero bergantín. Es difícil desprenderme de ese escepticismo vaya donde vaya. También en el universo design en el que me hallo, donde en muchas ocasiones (demasiadas) te encuentras ante un creador con ganas de explicarte largo y tendido el discurso que hay detrás de su cojín, la reflexión oculta en su botella impresa en 3D, la vocación de trascender de su portafotos. Y antes de responderles un ‘¿En serio?’ busco con la mirada, un poco desesperado, a alguien mayor para acercarme y que me dé su opinión. La edad te libera de tomaduras de pelo, y es algo que aprendí en una de estas presentaciones, cuando una diseñadora importantísima, de verdad, trajo a su madre para que viera cómo la jaleaban por su nueva silla. Nadie se había sentado para testarla, pero mientras explicaba que su asiento hablaba de la crisis de identidades de la sociedad, la migración y la necesidad de frenar la producción (la de los demás, que ella no para), el público asistente asentía sin dudar. Y allí, su madre, en un rincón, escuchaba a su hija cuando un periodista se le acercó y le dijo: ‘Estará orgullosísima de ella’. La señora salió de su perplejidad y respondió: “Por supuesto que estoy orgullosa. Pero lo que no entiendo es lo que dice, ni a vosotros... Es solo una silla”. Y la quise besar.