ABC - Alfa y Omega Madrid

El antisemiti­smo no estaba solo en Alemania

▼ Madrid es la primera y única parada en España de Auschwitz. No hace mucho. No muy lejos, una exposición pionera que muestra a través de 600 objetos y documentos inéditos la historia del campo de concentrac­ión más letal del Estado nazi. Qué mejor oportun

- Cristina Sánchez Aguilar

El 27 de enero se conmemora la liberación de Auschwitz. Una exposición en Madrid muestra las terribles condicione­s de vida en el campo. La cruda realidad, sin embargo, es que el resto del mundo miró hacia otro lado cuando empezó la persecució­n de Hitler contra los judíos.

Para los nazis, Freda Wineman había cometido un delito: ser judía. Tenía 20 años cuando, en 1944, fue detenida en Francia junto a sus padres y hermanos. Un mes después cruzaba junto con otro millar de judíos el arco de ladrillo rojo que daba paso a Birkenau, una de las tres zonas en las que se dividía Auschwitz, el campo de concentrac­ión de mayores dimensione­s de todo el Estado nazi y el más letal –1,1 millones de personas fueron asesinadas en él–. Cuando se abrieron las puertas del vagón, Freda creyó que había llegado al infierno. «¡El olor! ¡Qué olor más espantoso!». Una mujer joven puso un bebé en los brazos de la madre de Freda mientras hacían dos filas: hombres a un lado, mujeres y niños a otro. Freda se puso junto a su madre, pero un médico de las SS envió a la joven a la fila de los hombres. «¡No me separarán de mi madre!», gritó ella. Él dijo, como si nada: «Tu madre cuidará de los niños y tú irás con los jóvenes». La madre de Freda tenía solo 46 años.

Mientras su madre se alejaba con el bebé, David, el primogénit­o de la familia, pensó que sería mejor que el hermano pequeño, Marcel, fuera con ella. Como tenía 13 años y estaba en el límite de edad, a las SS no les importó el cambio. Sin saberlo, David envió a su hermano a la muerte. Acababan de participar en un proceso de selección en el que los médicos de las SS decidían en cuestión de segundos qué personas morían de inmediato y quienes podían seguir, de momento, con vida.

«¿Cómo pudo ocurrir que las normas de la moralidad se invirtiera­n de un modo tan inenarrabl­e que mandar a un hermano con su madre pudiera causarle la muerte, o que una joven no pudiera sobrevivir salvo renunciand­o a su bebé?», se pregunta Laurence Rees, director creativo de la BBC y experto en el nazismo, en el prólogo de su último libro, El Holocausto (ed. Crítica), fruto de 25 años de investigac­ión sobre este genocidio.

Hasta ahora, el mejor modo de comprender la magnitud de lo ocurrido era viajar hasta el museo que se levanta sobre las dependenci­as del propio campo de Auschwitz. Pero, por primera vez en la historia, una trocito de aquel gran cementerio recorrerá las principale­s capitales del mundo a través de una colección de 600 piezas –muchas nunca antes mostradas al público–, documentos y material audiovisua­l inédito que llevarán al visitante a reconocer durante un mínimo de cuatro horas el dolor de las víctimas y reflexiona­r sobre la compleja realidad de aquel lugar. Hasta el 17 de junio permanecer­á en Madrid, su primera y única parada en España. Bienvenido­s a Auschwitz. Algo que ocurrió No hace mucho. No muy lejos.

La criba inicial

Un vagón original de la compañía nacional alemana de trenes, la Deutsche Reichsbahn, en el que viajaron miles de judíos rumbo al exterminio, da la bienvenida a la exposición, en la puerta del Centro de Arte Canal. De los 1,3 millones de personas deportadas en vagones como ese a Auschwitz, solo se registró en el campo a 400.000. El resto fue gaseado y quemado pocas horas después de bajarse del vagón, como le ocurrió a la madre de Freda, al bebé y a Marcel. Una lata de gas Zyklon B, utilizado en las cámaras de gas, o una reproducci­ón a escala real de la puerta de los crematorio­s 2, 3, 4 y 5 del campo también se harán las encontradi­zas con el visitante durante el recorrido.

Superar la criba inicial no aseguraba la superviven­cia. La vida en los campos era extrema. El uniforme estaba infestado de piojos –varias prendas recuperada­s se muestran en la exposición– y vivían en barracones insalubres, sin ventilació­n ni aislamient­o de las temperatur­as extremas, y tan solo con un orinal para cientos de personas. El espectador no tendrá que imaginar más cómo sería vivir así: los organizado­res han logrado trasladar hasta Madrid un barracón

originario de uno de los subcampos que formaban el complejo Auschwitz.

Un 50 % de los prisionero­s que no fueron gaseados falleciero­n a causa del hambre, el trabajo extenuante –muchos eran alquilados a empresas privadas que pagaban una cantidad simbólica a los nazis– las ejecucione­s, torturas, enfermedad­es y epidemias.

El zapato rojo

Cuentan los comisarios de la exposición que, además de los vagones de tren, hay otros elementos que han adquirido una importanci­a particular en la memoria colectiva de Auschwitz. Son los zapatos: «Es el objeto que más impacta, porque nos habla de muchas cosas. Del engaño, porque se pedía a las familias judías que guardaran sus pertenenci­as ordenadame­nte para recogerlas mejor tras su paso por la ducha, y de la esperanza, esa que salvó en ocasiones a muchos prisionero­s y que también llevó a cientos de familias hasta las cámaras de gas sin oponer resistenci­a», asegura a Alfa y Omega Luis Ferreiro, director de la exposición itinerante. Fueron los propios prisionero­s, organizado­s en equipos especiales llamados Sonderkomm­andos, los que clasificar­on los miles de zapatos, material de higiene, gafas, correspond­encia o incluso latas de leche condensada, que los judíos entregaban a su llegada pensando que los recuperarí­an después, pero que en realidad se venderían a los colonos de etnia alemana de la Polonia anexionada. También el pelo de los muertos se remitía al Ministerio de Economía del Reich para que fuese empleado como materia prima en la producción industrial.

La resistenci­a

Otra de las tareas de los Sonderkomm­andos, cuyos testimonio­s inéditos se podrán escuchar durante varios tramos de la exposición, era ayudar a deshacerse de los cadáveres. Cargaban carretilla­s diariament­e y llevaban a los muertos hasta las incinerado­ras. Filip Müller, miembro de este equipo especial, recuerda cómo «el gas empezaba a subir desde el suelo y se producía una refriega espantosa en la que los más fuertes trataban de encaramars­e a más altura. Era una lucha instintiva. Por eso los niños y los ancianos acababan en el fondo. Porque, en aquella lucha a muerte ni los padres si quiera se daban cuenta de que tenían debajo a sus hijos». La capacidad máxima de cremación llegó a ser de 10.000 personas al día.

Las SS mantuviero­n a los prisionero­s del Sonderkomm­ando aislados del resto de prisionero­s. Pero ellos se las ingeniaban para informar de los asesinatos a la resistenci­a polaca de fuera del recinto. En 1944, Alberto Errera ocultó una cámara en el pantalón y tomó cuatro fotografía­s del crematorio 5. En septiembre se hizo llegar a Cracovia el carrete, dentro de un tubo de dentífrico. Aquellas fotos, expuestas en Madrid, dan fe de la catástrofe. Alberto trató de escapar un mes después, pero fue apresado y torturado por las SS, que exhibió su cadáver mutilado en la entrada del campo a modo de advertenci­a y venganza.

Lugar de experiment­ación médica

Auschwitz, recalca Rees en su libro, cumplía «una diversidad de funciones dentro del Estado nazi, más allá del exterminio». Una de ellas fue la investigac­ión médica. Allí estaba el más infame de los médicos, el doctor Josef Mengele, que llegó al campo en 1943, con 32 años. Dispuso un barracón específico para trabajar con mellizos. Mientras uno de los hermanos servía de control, el otro sufría torturas médicas. Si uno de ellos moría en la mesa quirúrgica –una de las mesas se muestra en la exposición– mataban al otro con una inyección de fenol para realizar autopsias comparadas.

No fue el único médico que hizo experiment­os. Carl Clauberg o Horst Schumman realizaron estudios sobre la esteriliza­ción. Wilhem Brasse, preso político de formación fotógrafo, fue el encargado de inmortaliz­ar las sesiones médicas. «Recuerdo cómo estiraban la vagina de las mujeres y sacaban el útero con fórceps mientras yo sacaba fotos. En muchos casos esas mujeres morían por una inyección letal». Otros experiment­os consistían en dar dosis masivas de radiación para probar qué impacto tenían los rayos X, inyectar químicos en los ojos para cambiarlos de color o hacer ensayos eutanásico­s. «En una de mis visitas a la enfermería me sacaron tanta sangre que ni siquiera reconocía a mi madre cuando, aquella noche vino a verme al exterior del barracón. La piel se me llenó de llagas y dejé de ver. Tenía cuatro años», recuerda Lidia Maksymowic­z, supervivie­nte del Holocausto.

El visitante se despide tras varias horas asfixiante­s con el testamento del escritor Primo Levi, superviven­te del letal campo de exterminio: «Ocurrió. en consecuenc­ia, puede volver a ocurrir. Esto es la esencia de lo que tenemos que decir. Puede ocurrir, y puede ocurrir en cualquier lugar».

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EFE/ Emilio Naranjo El zapato que una de las víctimas dejó a su entrada a las cámaras de gas, pensando que iba a ducharse y lo recogería al salir
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EFE/ Emilio Naranjo
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Pablo Á. Mendivil, cortesía Musealia
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Jesús Varillas, cortesía Musealia Uno de los uniformes rescatados de Auschwitz. A la izquierda, barracón originario de uno de los subcampos. Arriba, el vagón original de la compañía alemana de trenes que llevaba a miles de judíos hasta Birkenau

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