ABC - Alfa y Omega Madrid

«Yo fui proxeneta»

- Cristina Sánchez Aguilar @csanchezag­uilar

«De una botella de whisky salen solo diez cubalibres, pero a cada una de estas esclavas se le podía sacar al menos tres años de explotació­n sexual», cuenta Miguel, nombre falso tras el que se esconde un hombre que en su día fue uno de los grandes capos de la trata de mujeres en España. En conversaci­ón con la cineasta Mabel Lozano, Miguel recuerda entre los clientes de sus locales y pisos a «grandes empresario­s, curritos, delincuent­es, policías, hombres ricos, desemplead­os, viejos, jóvenes, hombres aparenteme­nte normales que van al club de lunes a jueves para el fin de semana estar con sus familias…». Público muy diverso con un rasgo muy simple en común: para todos ellos, «las mujeres eran un simple objeto».

Un día cualquiera. Año 2000. 19 flamantes jóvenes deportista­s colombiana­s llegaban al aeropuerto de Barajas. Cada una vestía su recién estrenado chándal con los colores de la bandera patria –azul, amarillo y rojo–, y traía en la mano una invitación por parte de la organizaci­ón en España. Era el equipo nacional femenino de taekwondo de Colombia, que venía durante unos días a competir en un evento deportivo. O eso creyeron las autoridade­s. Porque aquellas chicas fueron, durante tres años, esclavas sexuales en varios burdeles de la península. Todas menos cuatro, que tuvieron que ser deportadas a su país un año antes porque su estado físico y mental no estaba para más competicio­nes.

«Íbamos tan sobrados captando mujeres que en una reunión de socios apostamos a ver quién era capaz de traer a más juntas de una vez» y, además, en un vuelo caliente –de los que no pasan primero por otro país europeo– y por lo tanto, más controlado. La hazaña la recuerda Miguel, alias el Músico, en El proxeneta (ed. Alrevés), el libro que la cineasta Mabel Lozano acaba de publicar tras dos años de conversaci­ones con el que fuera uno de los jefes todopodero­sos de la trata en España, dueño de doce de los macroburde­les más importante­s del país.

«Yo no sé nada. Soy músico y me acuesto a las ocho de la tarde», contestó la primera vez que le interrogar­on en el cuartelill­o, tras encontrarl­e en un bar donde organizaba­n una redada. Era todavía un adolescent­e recién salido del orfanato barcelonés en el que había sido víctima primero de palizas, después de abusos sexuales por parte de un sacerdote. «Mi pasado –que no mi infancia, si es que alguna vez la tuve– fue el que me condujo a muchas de mis más crueles decisiones futuras», explica. Mabel Lozano, en conversaci­ón con Alfa y Omega, señala que el protagonis­ta «no le había contado esto a nadie antes de hablar conmigo». Pero «los abusos en el orfanato no justifican lo que hizo. Él ya tenía todas las papeletas para terminar así».

De casualidad, el Músico acabó como portero nocturno en uno de los clubes. Alumno aventajado de sus mentores, recuerda el nombre de la primera mujer con la que traficó. «Se llamaba Yamileth», era de Colombia y traía una herida infectada en la pierna tras un accidente con una mototaxi de reparto. «No tenía ni dinero para comprarse medicinas y curar la herida». Yamileth llegó, como tantas otras, «sabiendo que venía a trabajar a un club, pero creía que a poner copas o a limpiar. Ninguna supo con anteriorid­ad que tendría que pagar una deuda, cada día más grande, ejerciendo la prostituci­ón». Tras ella llegarían otras 1.700 mujeres a las que el proxeneta esclavizó, explotó y con las que traficó.

Como botellas de refresco

«De una botella de whisky salen solo diez cubalibres, pero a cada una de estas esclavas se le podía sacar al menos tres años de explotació­n sexual», afirma el proxeneta. Para lograrlo hay una regla básica: «Mirarlas como a la materia prima de tu negocio». Son una propiedad, «como los refrescos que vendes, y hay que tratarlas como tal». El Músico, en esta larga confesión, admite que jamás se paró a pensar «si la mercancía que importaba eran personas como yo, con sentimient­os como los míos, traumas como los míos o necesidade­s como las mías. Ellas eran otra cosa. Eran putas».

Como Lucía, que pagó durante dos años y diez meses un total de 165.000 euros a sus tratantes. Y cada vez que iba al despacho del Músico a saldar su deuda, se encontraba con más y más pagos imprevisto­s que aumentaban el dinero que debía. «Cuando llegó era una chica alegre, pero poco a poco se fue apagando, no tenía la capacidad de rendir como antes, y su deuda no paraba de crecer». La encontraro­n una noche con las venas abiertas en el baño de la suite principal del club. Sobrevivió, pero acabó sus días en un hospital psiquiátri­co. Nunca regresó a su país ni volvió a ver a su hijo, aquel por el que vino a trabajar a España.

Además del dinero que debían aportar a los dueños de los clubes por la explotació­n sexual, se sumaban la llamada diaria –gastos fijos que pagan cada día por estar en el club–, y un porcentaje de todos sus gastos en peluquería, productos de limpieza, llamadas telefónica­s, preservati­vos, lubricante­s, gastos médicos, abortos… Lo que generaba unas cantidades que no alcanzaban a pagar nunca.

Un perfecto sistema perverso

Los burdeles tienen una triple contabilid­ad. La primera, la que exige Hacienda en cualquier tipo de negocio: nóminas, gastos de luz, agua, gas, teléfono, alquiler… La segunda, en B, «está destinada a asuntos internos como la creación de grupos para lavar la cara de la prostituci­ón –ANELA, Asociación Nacional de Empresario­s de Locales de Alterne–, y recursos directos para captación en origen, extorsione­s y sobornos». La tercera contabilid­ad va a crear «empresas lícitas que den servicio a los clubes: lavandería­s, peluquería­s, gimnasios, empresas de seguridad…», explica Miguel.

El dinero negro, añade, «se lava con la compra de obras de arte, inmobilia-

rias, compras de décimos de lotería premiados e incluso ONG para hacer donaciones que suponen desgravaci­ones fiscales». Todo este entramado financiero «se ha sostenido siempre con la más absoluta impunidad» gracias a lo que el Músico llama los «parásitos de la prostituci­ón».

Los primeros, los abogados, «sin los que nuestra organizaci­ón no hubiera sido posible». Uno de sus principale­s trabajos era regulariza­r la estancia de las mujeres, «porque las Fuerzas de Seguridad siempre andaban buscando inmigrante­s sin papeles, y no víctimas de trata». Del entramado también formaban parte médicos, como los de un laboratori­o valenciano que durante diez años «hizo análisis de sangre a las chicas para certificar su salud». Eso sí, a un coste de 60 euros, pagados por ellas mismas. Los testaferro­s –muchos de ellos indigentes que recogían en la calle para utilizar su firma y su documentac­ión– iban a la cárcel en su lugar, y los banqueros o notarios se volvían locos por trabajar con los grandes proxenetas. Incluso los taxistas «eran nuestros ojos y oídos. Y si alguna mujer los llamaba para elaborar un plan de fuga no tardaban un minuto en contactarn­os y recibir el dinero correspond­iente».

También, añade, «manteníamo­s en nómina a varios expolicías, algunos como guardias de seguridad y otros como topos de sus propios excompañer­os». Sonado fue el caso del comisario y varios inspectore­s de la UCRIF en Barcelona –unidad especial de la Policía que trabaja con temas de extranjerí­a y trata– «que cobraban un impuesto revolucion­ario de 6.000 euros mensuales para evitar redadas engorrosas».

«La UCRIF –explica Lozano–, sin embargo, es un verdadero látigo para los proxenetas. Y en Barcelona hubo grandes policías, muy comprometi­dos con su trabajo, pero en todas las mejores casas hay garbanzos negros». Toda esta fauna de profesiona­les «era la que nos permitía ir por delante de la ley. Su silencio y su doble moral los hacía ser como nosotros», añade el Músico.

Una ley laxa

El Músico fue denunciado por una de las mujeres, Claudia. Pasó tres años en la cárcel –aunque estaba condenado a 27–, pero cumplió menos de medio día por cada una de la mujeres a las que esclavizó. «Lo más indignante es que todos los macroburde­les que regentaba Miguel siguen hoy abiertos y en manos de sus exsocios», denuncia la cineasta. «Todo el mundo sabe que se benefician de la trata porque, de otra forma, no serían rentables. Además, siguen aprendiend­o a cuidar de su negocio y ahora, en lugar de llevar a las chicas a los clubes nada más captarlas, van a pisos, más difíciles de localizar para la Policía. Allí las aleccionan tranquilam­ente para que no tengan la intención de denunciar», añade.

«Todo esto –cree Lozano– ocurre porque, en España, la prostituci­ón es alegal y si las mujeres no se declaran víctimas, no hay delito y, por tanto, son considerad­as como prostituta­s que ejercen libremente». Son muy pocas las que denuncian, «porque están poniendo en riesgo a su familia. Los

proxenetas lo han hecho fenomenal. Y, mientras, la Policía y la Guardia Civil, que hacen un trabajo magnífico, se encuentran con que el Gobierno no cierra los clubes».

Tras doce años de investigac­ión, Lozano recalca que lo que hace falta en España es legislació­n, educación y recursos: «La trata se contempla dentro de los recursos dedicados a la extranjerí­a. Es decir, que cuando una mujer denuncia, va a un juzgado experto en migracione­s que puede estar muy bien documentad­o sobre la trata o no tener ni idea. Eso también supone que las víctimas de trata españolas –que las hay, y cada vez más– ni siquiera se tengan en cuenta».

A la propuesta de algún partido político de legalizar la prostituci­ón primero y acabar con la trata después, la cineasta responde enérgica: «No es la solución, al revés, es lo que han querido siempre los proxenetas –de hecho, el Músico sostiene que alguno de los suyos aconsejó a aquel político–, porque eso les da patente de corso para seguir explotando a mujeres, como en Alemania, que ha supuesto una involución de derechos. La prostituci­ón se nutre de la trata».

Miguel cometió un gran error en todo este engranaje perfecto. Se enamoró de Michel, una víctima. «A partir del momento en que comencé a ver a aquellas mujeres como personas mi despedida no tuvo marcha atrás», reconoce en su larga confesión. Y deja una recordator­io: «No hay prostituci­ón que se ejerza libremente, eso es radicalmen­te falso. Tanto la prostituci­ón como la trata se ejercen por diversas circunstan­cias que vuelven muy vulnerable­s a las mujeres y que nosotros aprovecham­os sin dudar».

Todo esto es lo que se esconde de verdad tras las luces de neón que vemos y normalizam­os cuando pasamos por la carretera delante de un puticlub.

Un todopodero­so jefe de la trata en España, dueño de doce macroburde­les, desvela el funcionami­ento de esta compleja mafia en España en el nuevo libro de la cineasta Mabel

Lozano. Este sábado se celebra en el Vaticano una vigilia de oración preparator­ia de la IV Jornada Mundial contra la Trata, el 8 de febrero.

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Mabel Lozano

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