ABC - Alfa y Omega Madrid

Acto de fe

▼ Jesús instauró el reino de la libertad, porque restauró el orden de la fe. Desde entonces, el hombre debía afirmarse en su libertad, consciente de que esta no le era concedida por la benevolenc­ia de uno u otro sistema político

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La crisis más severa que ha sufrido el cristianis­mo, en los inicios de la Edad Moderna, se basó en antagónica­s apreciacio­nes de la fe y su relación con la libertad del hombre. En aquella grave hora no se limitó la Iglesia católica a proteger una institució­n que representa­ba la universali­dad y permanenci­a de la comunidad de creyentes fundada por Jesús, sino que aseguró, desde las inspiradas sesiones del Concilio de Trento, que la unidad moral del género humano se fundamenta­ba en la seguridad de que Dios nos había creado seres libres. La fe se examinó como renovada defensa de una idea de la Creación acreditada por los Evangelios: creer ha sido siempre tener fe en el Dios que nos dio la libertad como sustancia de nosotros mismos.

La fe no es pasividad, es actitud. No es un simple reflejo del poder del Creador, es ánimo apegado a Él de forma consciente y necesaria. Es anhelo, mano extendida, deseo expuesto, arrojados a un mundo que permanecer­ía en silencio si nuestra voz ansiosa no lo pronunciar­a hablando de Dios. Para poder tener fe hay que ser libre y esa libertad es primordial, porque de ella depende nuestra salvación. La posibilida­d de nuestra redención fue anunciada en el mensaje de Cristo que, al mismo tiempo, introducía un principio de liberación en aquel mundo de esclavitud, tiranía y miseria. Jesús instauró el reino de la libertad, porque restauró el orden de la fe. Desde entonces, el hombre debía afirmarse en su libertad, consciente de que esta no le era concedida por la benevolenc­ia de uno u otro sistema político. Al dotarnos de esta naturaleza libre, Dios en absoluto se limitaba. Antes bien: nuestra libertad pregonaba abiertamen­te el sentido de su proyecto universal. Todo intento de establecer antagonism­o alguno entre la gracia y la libertad humana equivale al esfuerzo baldío por hallar contradicc­iones en la voluntad de la Creación.

Quien haya tratado de oponer la fe y nuestra vida en la tierra, la fe y nuestra experienci­a social, la fe y nuestras obras, para situar a uno o a otro lado el fundamento de nuestra salvación, ha cometido siempre una agresión a algo que no es equilibrio entre dos fuerzas en conflicto, sino integració­n perfecta de nuestra condición humana. Fruto milagroso del espíritu, presentimo­s el alma al tomar conciencia de nuestra humanidad. Pero no somos un magma de individuos aislados, preocupado­s a solas por su propia salvación. Contamos con la Iglesia, cuya autoridad espiritual y encarnació­n histórica nos recuerdan constantem­ente nuestra condición temporal y también nuestra promesa de eternidad. A través de ella reconocemo­s en el mundo un espacio de perfeccion­amiento, de aprendizaj­e, de realizació­n, de puesta a prueba, de dramático ejercicio de nuestra responsabi­lidad con nuestro prójimo.

Nuestros actos no son mejores porque expresen nuestra bondad, sino porque son actos de fe, en los que se manifiesta la presencia de Dios y donde se atestigua el camino de nuestra vida eterna

La libertad nos hace verdaderos

La Iglesia fundada por Jesús expresa la dimensión terrenal de nuestra vida y proporcion­a los recursos morales que nos dictan un orden de justicia y fraternida­d. Encauza la comprensió­n de la palabra de Dios, maneja la sabiduría sedimentad­a de una reflexión permanente por comprender el amor y la voluntad divinos, para alimentar con ellos nuestra conciencia y prolongar hasta cada uno de nosotros un deseo milenario de perfección, de moralidad y de rectitud. La desautoriz­ación de una Iglesia universal, heredada directamen­te de lo que dictó Jesús, ha sido siempre la más clara muestra de ese esfuerzo por romper la unidad entre el cuerpo y alma, entre el individuo y la comunidad, entre la historia y la eternidad, entre la fe y la libertad que salvó el catolicism­o en la hora crítica de la Contrarref­orma.

«La Verdad nos hace libres», escribió san Juan. Pero sin tratar de enmendar la plana al evangelist­a, debemos pregonar que la libertad es una proclamaci­ón de nuestra fe y que ella nos hace verdaderos,

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