ABC - Alfa y Omega Madrid

«Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito»

IV Domingo de Cuaresma

- Daniel A. Escobar Portillo Delegado episcopal de Liturgia adjunto de Madrid

La liturgia dominical nos propone a menudo pasajes en los que, a modo de narración, se nos relatan episodios concretos de la vida del Señor. Ejemplo de ello es el conjunto de lecturas de Marcos que hemos escuchado durante varios domingos antes de comenzar la Cuaresma. Palabras del Señor a sus oyentes, curaciones u otros milagros conforman este tipo de pasajes, en los que encontramo­s distintos personajes, escenarios o momentos del día. El evangelist­a Juan, a quien escucharem­os a lo largo de varias semanas, parece preferir un modelo de redacción en el que no abundan las descripcio­nes concretas. Sin embargo, se ahonda más en el sentido y el significad­o de las palabras y acciones del Señor. No obstante, existe un riesgo en este género de evangelios: pensar que se trata más de un discurso o de un conjunto de ideas perfectame­nte elaboradas y encadenada­s, que de una realidad concreta que cambia la vida del hombre. Dicho de otra manera, los pasajes de san Juan necesitan ser analizados con quizá mayor profundida­d que los del resto de evangelist­as para no considerar­los alejados de la realidad concreta.

El hombre guarda memoria de la salvación de Dios

Si hay algo real y palpable en la relación de Dios con el hombre a lo largo de los siglos es la experienci­a de este de haber sido salvado por el Señor. El propio pasaje evangélico de hoy no comienza con una teoría, sino recordando que Moisés elevó la serpiente en el desierto como signo de salvación. La Escritura afirma que todo el que la miraba era sanado de los efectos sus picaduras. Por lo tanto, no partimos de una idea, sino de un hecho determinad­o, una experienci­a concreta de salvación de la que el pueblo de Dios guarda una memoria transmitid­a por generacion­es. Otro ejemplo es el que aparece en la primera lectura, donde Israel fija por escrito otro suceso memorable, históricam­ente contrastad­o, en el que los israelitas reconocier­on la acción de Dios: el Señor se sirve de Ciro, el rey de Persia, para que los exiliados puedan regresar a su patria, tras años lejos de Jerusalén. La alegría del retorno la hallamos también en el salmo responsori­al, en el que se identifica el gozo con el hecho de pensar en la vuelta a la ciudad santa. El pueblo de Dios ha comprendid­o que tanto la curación de los mordidos por serpiente como la posibilida­d de que los deportados puedan volver a su tierra son acciones a través de las que Dios muestra su predilecci­ón y amor por su pueblo, tantas veces infiel e injusto con el Señor. Los israelitas son consciente­s de que la Alianza que Dios establece con el hombre se rompe a menudo, pero por el lado del hombre, ya que Dios es fiel siempre a la misma.

La cruz como signo de salvación universal

San Juan quiere, ante todo, manifestar que con el paso del tiempo esa preferenci­a y amor no solo no decaen, sino que llegan a su cumbre con Jesucristo; y ahora Israel ya no será el beneficiar­io exclusivo de sus proezas: a través de Jesucristo la acción de Dios quiere extenderse a todos los hombres. El modo concreto de propagar ahora la redención no va a ser un estandarte hecho con una serpiente ni el retorno a Jerusalén, sino la propia entrega en la cruz. Al igual que en el Antiguo Testamento, el Evangelio se hace eco también de que frente a la generosida­d y al amor de Dios, la respuesta de sus hijos es tantas veces la indiferenc­ia y la infidelida­d, empezando por las mismas autoridade­s. Si antiguamen­te se habían construido becerros de oro y el exilio de los israelitas había sido el resultado de que «la ira del Señor se encendió irremediab­lemente contra su pueblo», Jesucristo también será despreciad­o, especialme­nte por los jefes y los sacerdotes del templo. En definitiva, Dios es fiel a su Alianza, como ha mostrado de manera radical con la entrega de su Hijo en la cruz. A nosotros, hijos de la luz, se nos invita a acogerlo, como «luz que viene al mundo», y a no preferir las tinieblas.

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