«Nos están matando poquito a poquito»
Han asesinado a su marido y a varios compañeros de lucha en defensa de sus tierras, entre ellas Berta Cáceres, pero la líder indígena hondureña Consuelo Soto se resiste a abandonar su hogar
Un 90 % de los crímenes quedan impunes en Honduras, uno de los países más violentos del mundo. Sobre todo en lo que respecta a los defensores del medio ambiente y los derechos humanos. Más de 120 habían sido asesinados entre 2010 y comienzos de 2017, según la ONG Global Witness. Entre ellos, nombres que han dado la vuelta al mundo, como el de Berta Cáceres.
La líder indígena Consuelo Soto, una de sus compañeras de lucha, visitó la pasada semana Madrid, invitada por la ONG jesuita Entreculturas, quien la llevó a varias comisiones del Congreso y el Senado para denunciar la vulneración de derechos humanos en Honduras por parte de empresas mineras e hidroeléctricas con la complicidad del Gobierno, en el punto de mira internacional desde los polémicos comicios de noviembre, en los que el sistema de recuento dejó de funcionar cuando el candidato opositor marchaba en cabeza, para regresar cinco horas más tarde, esta vez ya con inversión del resultado.
Con Consuelo Soto acudió a las reuniones parlamentarias Pedro Lauda, coordinador de la Conferencia de provinciales de Jesuitas de América Latina de la Red de Derechos Humanos y Ecología Integral. El demoledor retrato de Lauda acerca de la situación en el país quedaba avalado por un informe hecho público pocos días antes por la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas de Derechos Humanos, según el cual las Fuerzas de Seguridad «utilizaron una fuerza excesiva, incluso letal», contra las manifestaciones pacíficas por el supuesto fraude electoral que permitió la reelección al presidente Juan Orlando Hernández. El organismo constata la muerte de «por lo menos 22 civiles» –algunas organizaciones sobre el terreno duplican la cifra–, incluyendo víctimas de lo que podrían considerarse «ejecuciones extrajudiciales», disparadas fríamente en la cabeza. La ONU denuncia también la detención arbitraria de unos 1.350 manifestantes junto a «allanamientos ilegales de viviendas» y «hostigamiento contra periodistas» y «activistas sociales y políticos».
Sin vocación de líder ni de mártir
El reverso de estas movilizaciones, mayoritariamente urbanas, es la lucha de las comunidades indígenas hondureñas contra el expolio de sus tierras, con la complicidad del Gobierno.
Consuelo Soto, indígena tolupán en el departamento de Yoro, jamás había tenido vocación de líder –ni menos aún de mártir– cuando la llegada sin previo aviso en 2002 de una empresa minera para la extracción de antinomio y posteriormente una hidroeléctrica alteró para siempre su vida. La comunidad había vivido hasta ese momento a salvo gracias a los títulos de propiedad dejados por el sacerdote de Manresa Manuel de Jesús Subirana (1807-1864), aún hoy venerado por esos pueblos precolombinos, pero el Gobierno otorgó a las empresas nuevos títulos que contradecían esas disposiciones.
Primero fueron los intentos de soborno («¿Cuánto querés? ¿30.000? ¿50.000? Poné una cifra»). Vinieron entonces los encarcelamientos y amenazas. Hasta que, en 2013, unos sicarios se presentaron con una lista de vecinos. En ella estaba Consuelo Soto, que providencialmente no se encontraba en ese momento en casa. Asesinaron a tres compañeros. Ella tuvo que huir. Cuando regresó, pasado un año, mataron a su marido. Nuevamente se exilió y, tras seis meses fuera de casa, la recibieron con un nuevo atentado del que salió indemne.
Ha regresado una vez más. «Cuando me dicen que me van a matar, yo respondo: “Pero si nos están matando ya, poquito a poco”», dice a Alfa y Omega. «Además, no me hallo en otro lugar. Yo nací en esas tierras y ahí tengo que estar. No tengo por qué irme del lugar que nos dejó el padre Manuel de Jesús Subirana. Son los sicarios los que tendrían que salir huyendo, los que cometen los crímenes, pero ellos quedan completamente libres; actúan como si el mundo entero fuera de ellos».