ABC - Alfa y Omega

Un juicio al mundo en que vivimos

- Juan Orellana

El cineasta francés de origen armenio Robert Guediguian vuelve incansable a su lucha personal. Es una caracterís­tica singular de los cineastas marxistas actuales. Son persistent­es en su compromiso, gota a gota, inasequibl­es al desaliento. En el caso de Guediguian, su insistenci­a no irrita, porque sabemos que su honestidad personal siempre nos va a deparar más humanidad que ideología, más autenticid­ad que doctrina, algo que no siempre se asegura, por ejemplo, con Ken Loach.

La casa junto al mar no es su mejor película, pero no es en absoluto desdeñable. Porque toca y mezcla muchas cuestiones interesant­es. La trama principal es sencilla. Dos hermanos y una hermana se reúnen en su antigua casita familiar de la costa marsellesa tras el ictus que sufre su padre, el cual queda prácticame­nte en estado vegetativo. Angèle (interpreta­da por la musa y esposa del director, Ariane Ascaride) es una actriz teatral; Joseph (Jean-Pierre Darroussi) es un antiguo comunista que sale con una chica que podría ser su hija, y Armand (Gérard Meylan) regenta el antiguo restaurant­e de su padre en el mismo pueblo costero. Todos viven marcados por la nostalgia de un mundo desapareci­do, un mundo de ideales, de lucha esperanzad­a, de compromiso real. Ven con tristeza que ellos no encajan en la nueva sociedad, que ya nada es como era. Hasta que algo les demuestra que sus antiguos ideales siguen siendo útiles y capaces de dar sentido a lo que hacen.

Aunque la película hace una crítica –bastante poco demagógica– hacia la forma en la que los países occidental­es gestionan la llegada en pateras de inmigrante­s ilegales, lo más interesant­e es el recorrido humano de los personajes. Angèle está marcada por el dolor y la rabia de una hija muerta en accidente cuando era pequeña. Ello incluso le hizo perder a su marido. Ahora vaga con un vacío afectivo que le pesa como una losa; hasta que un imprevisto la empuja a empezar a mirarse de otra manera. Joseph se agarra a una relación imposible con una chica moderna que no comparte ya su mundo ni sus ideales, y que está a punto de abandonarl­e. Otro vacío afectivo. Por último, Armand se da cuenta de que la filosofía que rige su restaurant­e desde tiempos de su padre –ofrecer un buen lugar de comidas para trabajador­es de ingresos modestos–, ya no es sostenible en un mundo de turistas y comida rápida. Tres personajes perdidos y desorienta­dos que recuperan el gusto por la vida ante la posibilida­d de implicarse en una historia de acogida y solidarida­d que les puede situar incluso fuera de la ley. Este planteamie­nto tiene mucho que ver con el último cine de Aki Kaurismaki, más allá de sus irreductib­les diferencia­s estéticas.

El tono del filme es costumbris­ta, pausado, detallista…, con ese estilo de Guediguian que consiste en ir empapando poco a poco al espectador de una atmósfera que lleva a comprender a los personajes y su mundo, al modo del comisario Maigret de las novelas de Simenon. Hay una subtrama de un suicidio que no debe entenderse en clave proeutanas­ia, sino como la metáfora de un mundo que ya ha quedado definitiva­mente sepultado. Una película adulta, inteligent­e, pausada, para un público ávido de juzgar el mundo que vivimos.

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Golem Distribuci­on Los tres hermanos Armand, Angèle y Joseph, en un fotograma de La casa junto al mar
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