ABC - Alfa y Omega

La pesadilla de la Policía y la mano del sacerdote

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Hace ya varios años circulaba por Madrid un chico que traía de cabeza a la Policía. Adicto a la heroína, delinquía y robaba para costear su adicción, y no dudaba de atracar a cualquiera en plena calle y con lo robado ir a pincharse su droga. Lo que pocos conocen es que ese chico no se podía dormir sin coger la mano del sacerdote que le acogía en su casa. «Recuerdo bien a ese chico –rememora hoy Enrique de Castro, el cura de Entrevías protagonis­ta de esta historia–. Para poder

pasar el mono me seguía a todas partes. Yo por entonces me ganaba el dinero como pintor de

brocha gorda y él me acompañaba. Fuimos unos días a pintar la casa de mi hermana y un día al llegar a casa me lo encuentro haciendo las maletas: “¿Te vas? ¿Qué ha pasado?”, le dije. “Cuando te diga lo que he hecho no me vas a querer ni mirar a la cara”, respondió mirando al suelo. Entonces me lo confesó: “Le he robado a tu hermana un peluco colorao [un reloj de oro]”. Se lo había gastado en heroína. “¿Y cuándo

he echado yo a alguien de mi casa? –le dije–. Anda, vamos a ponernos a trabajar y a intentar recuperar el dinero del reloj”». Para De Castro, «ese fue el momento en que yo vi que podía cambiar, porque ese chico no conocía el cariño». La intemperie afectiva con la que había crecido este chico hacía que, una vez en la seguridad de su habitación, «se acariciara la cara con una sábana para adormilars­e, y tenía peluches en su cama. En la calle era un valiente, y desde niño su padre le había obligado a robar, se buscaba la vida para sobrevivir y estaba enganchado a la droga, pero en el fondo tenía miedo y tenía una gran pobreza de cariño».

Una de las inquietude­s de aquel chico era la muerte, porque en aquellos años «cada dos o tres días moría uno de sus amigos, por sobredosis, por sida, por la violencia… Quizá por eso me decía: “Enrique, cuéntame otra vez lo de la resurrecci­ón”». Falleció con veintipoco­s años, «cerca de otras personas, habiendo descubiert­o el cariño, la amistad, el abrazo…», cuenta el sacerdote. Por Castro, «la distancia óptima, esa que tratan de inculcar ahora a los profesiona­les en los centros de acogida de menores, es la del abrazo, el que se sientan queridos. Es lo mínimo que les podemos dar».

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