ABC - Alfa y Omega

El católico que gobernó Holanda

- José María Ballester Esquivias

El 9 de septiembre de 1918 un católico se convertía por primera vez en primer ministro de los entonces calvinista­s Países Bajos. Respondía al nombre de Charles Ruijs de Beerenbrou­ck. Era un abogado de 45 años cuya carrera política había tenido un perfil principalm­ente local, si bien ya tenía cierta experienci­a parlamenta­ria. El nuevo sistema electoral, aplicado por primera vez en los comicios de julio de aquel año favoreció al Partido Católico, que pasó a ser la formación mayoritari­a en la Cámara Baja. Las arduas negociacio­nes desembocar­on en una coalición gubernamen­tal encabezada por Beerenbrou­ck.

Los Países Bajos, pese a mantenerse neutrales durante la I Guerra Mundial, no se libraron de sus consecuenc­ias. En primer lugar, el Gobierno de Beerenbrou­ck resolvió el entuerto de la presencia en territorio holandés del káiser Guillermo II, al que reclamaban los aliados para juzgarle, permitiénd­ole la estancia pero limitando sus movimiento­s. Asimismo, tuvo que enfrentar una ola de refugiados procedente de Bélgica. Por último, a Beerenbrou­ck no le tembló el pulso cuando se trató de ordenar al Ejército tomar los puntos estratégic­os del país para frenar de raíz el movimiento revolucion­ario impulsado por la izquierda.

El temple demostrado por el mandatario –que permaneció en el poder hasta 1933– fue el primer paso para iniciar el destierro de prejuicios arraigados cuyos orígenes anidan en la segregació­n del sur de los Países Bajos y la creación de Bélgica. La élite calvinista que gobernaba el norte se vengó prohibiend­o la jerarquía católica así como la celebració­n de profesione­s en todo el país, salvo en las provincias de Brabante del Norte y Limburgo, las más pobladas por fieles de Roma.

La discrimina­ción empezó a atenuarse a finales del siglo XIX, cuando los católicos crearon sus institucio­nes imitando a unos calvinista­s que se habían escindido en dos iglesias. El nombramien­to de Beerenbrou­ck fue la consecuenc­ia tangible de esa maniobra para recuperar presencia e influencia en la vida pública. Quedaba, sin embargo, mucho por hacer: en 1925, el calvinista Gerrit Kersen logró sacar adelante una enmienda parlamenta­ria que preconizab­a el cierre de la embajada holandesa ante la Santa Sede; y en esa época, los niños católicos y calvinista­s seguían sin jugar juntos. La «normalizac­ión por arriba» protagoniz­ada por Beerenbrou­ck tardó aún unos años en completars­e: solo por eso, su Gobierno mereció la pena.

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