POBRES PERO CREADORES
implícita en las subastas. De ahí que existan personas del sector y fuera de este a quienes les resulta normal pensar que todos los ejecutores con resultados sobresalientes en el imaginario visual, de ayer y actuales, han llegado a tener dinero en cantidades apreciables y múltiples comodidades. Lo peor es que ese equívoco se ha impregnado en determinados galeristas, asistentes de artistas, publicistas, ejecutivos y curadores estatales e independientes que adoptan como guía de valoración el éxito comercial, el estatus pecuniario y la inserción visible en el sistema mercantil transnacionalizado, regido por vectores de consumo.
Una apreciación rápida respecto a las modalidades de sobrevivencia que acompañaron a la gestación de las expresiones de la plástica, vistas desde los primeros tiempos republicanos hasta la prolongada etapa que se abrió con la revolución social de los sesenta, nos mostrará no solo firmas del arte que vivieron más o menos bien por producir obras en consonancia con el gusto burgués o el de los funcionarios influyentes, sino también pintores académicos y de la modernidad que tuvieron que dedicarse a la publicidad o a la decoración, porque la limitadísima compra de obras de arte por los pocos coleccionistas y negociantes no les permitía depender de la profesión artística.
Lo cierto es que antes de la mencionada década de los sesenta figuras primordiales de esa manifestación cultural estuvieron carentes de una recepción privada que los solicitara, sin suficientes vías de patrocinio y tratando de realizarse en una sociedad clasista donde no había apreciable consumo de arte, no existían encargos para la mayoría y eran casi inexistentes los mecenas que les dieran apoyo. El hambre, dificultades de vivienda, la tuberculosis, prácticas paralelas en oficios que nada tenían que ver con su elección vocacional de lo artístico, el uso de la bebida como atenuante sicológico del drama económico personal, los precios irrisorios que permitían ciertas ventas directas o mediantes tiendas de arte y en esporádicos salones o exposiciones de clubes de la gente adinerada, mostraban un panorama en el cual hasta la mayoría de los fundadores de la pintura y la gráfica moderna cubana, en los veinte y los treinta, fueron personas pobres.
Esa presencia objetiva de la pobreza en las artes plásticas cubanas se mantendría, con variados matices y en modo declarado o velado, durante las décadas de los cuarenta y los cincuenta, básicamente por no haberse llegado a formar nunca en este archipiélago nuestro un considerable mercado interno para la adquisición de arte. Hubo solo un momento habanero de relativa excepción, cuando algunos proyectos arquitectónicos y urbanísticos de los cincuenta en zonas de hoteles y en La Rampa vedadiense comenzaron a usar a pintores y escultores de avanzada como parte de sus diseños integradores de las artes.
El mercado panamericano de plástica, entonces en formación, que tenía como centro a los intereses del coleccionismo y el galerismo norteamericanos de posguerra, tampoco pudo verse como una solución que elevara las posibilidades de ganancias de los artistas cubanos, quienes más adelante —al cambiar las coordenadas económicas del país, a raíz del proce-