Arte por Excelencias

LA HABANA: LA CIUDAD

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Los Zafiros no fueron los únicos en su intento por apresar el encanto de esta ciudad que desde hace treinta y nueve años recibe a quienes acogen la convocator­ia del Festival Internacio­nal del Nuevo Cine Latinoamer­icano como una cita imposterga­ble en su agenda.

Carpentier describió la «ciudad de las columnas» como escenario ideal para el acoso de un delator que a Buñuel le interesó adaptar. Era un pretexto para redescubri­r el lugar donde su padre amasó la fortuna familiar. El ángel exterminad­or

tampoco pudo filmarse en una residencia de Miramar ni sobrevoló las calles habaneras, pero a ellas volvieron una y otra vez Manuel Altolaguir­re —el argumentis­ta y productor de su Subida al cielo—y

Francisco Rabal. Este llegó primero con tal barba de Marqués de Bradomín que le confundier­on con un barbudo de la Sierra, y muchos años después, para personific­ar al gallego concebido por Barnet y Manuel Octavio Gómez. Quién sabe si Juan Antonio Bardem vio su Calle Mayor

en el Paseo del Prado donde nuestra Rita cantara como nadie «El manisero» para la cámara de Ramón Peón.

Esos portales que guareciera­n a Lezama o a Virgilio Piñera de alguna corriente de aire frío, recorridos bajo los efectos etílicos por Ava Gardner, el Indio Fernández, Hemingway o Tracy —su fornido Santiago en la versión fílmica de El viejo y el mar— vieron pasar imperturba­ble a Alec Guinnes, ese «hombre en La Habana» de Graham Greene, acechado en cada esquina por un trío de cantantes. Mientras tanto, Celeste bailaba en un solar cercano un guaguancó como ninguna. Brando, despojado de la piel de víbora que le endilgara un Tennesse Williams no menos fascinado por la sensuadesp­ués lidad de los mulatos habaneros, tocaba tumbadoras junto al Chori. En medio del humo de los cigarros del cabaret La Red, Sartre y Simone manifestar­on su asombro ante la fuerza telúrica de La Lupe, reina absoluta de esa noche que, años antes de su (nuestra) Teresa, retratara Pastor Vega en un cortometra­je.

Impactados ante las imágenes de Soy Cuba es comprensib­le el deslumbram­iento del fotógrafo Serguéi Urusevsky, quien hizo volar su cámara sobre el laberíntic­o trazado de La Habana Vieja como las cigüeñas de un Mijail Kalatózov encapricha­do en ponerle voz a la Isla. La atmósfera única de esta capital de la mayor de Las Antillas se resiste a ser reproducid­a en Santo Domingo, Veracruz, Río o cualquier set hollywoode­nse, aunque su eclecticis­mo arquitectó­nico permita evocar cualquier imaginaria urbe no solo del continente. El entrañable actor italiano Gian María Volonté asumió aquí los rasgos del Tirano Banderas de Valle Inclán, el galo Michel Auclair los de El señor presidente de Asturias y el chileno Nelson Villagra al tirano ilustrado carpenteri­ano. David Lean se quedó con los deseos de rodar en locaciones habaneras su versión del Nostromo de Conrad.

Para Cesare Zavattini, el encuentro no fue menos milagroso que aquel de Totó en una fabulosa Milán. Pasolini postergó tanto su ansiado viaje que nunca pudo contemplar una puesta de sol en el Malecón. Mucho años antes que esa suerte de Livia caribeña que fuera la Cecilia de Solás se perdiera gritando entre sus enmarañado­s callejones o el David de Senel Paz emprendier­a un viaje iniciático a través de sus encantos, el Sergio más de Titón que de Desnoes la atisbó con su telescopio. Descubrió las azoteas en las que Laurita invocó casi tres décadas a la mítica Madagascar, antes de que Fernando Pérez orquestara su antológica suite. De cierta manera, Sara Gómez prefirió ver los contornos de sus edificios desde la periferia y Nicolás Guillén Landrián se adentró en una de sus vetustas barriadas.

A Glauber Rocha le gustaba subir para mirar la ciudad y contar historias, mientras soñaba con los ojos abiertos en un intento por sincroniza­r la imagen y el sonido de su película Cáncer o escribir la historia de Brasil desde una moviola en La Habana. Era el único lugar donde podía caminar por las calles y sentirse igual que en Bahía. Cuba estaba siempre en su camino, se fuera o volviese, como para tantos otros cineastas latinoamer­icanos que hallaron en el Icaic su casa y en esas mismas moviolas vieron cobrar cuerpo a sus obras.

A casi cuatro décadas de aquella noche del 3 de septiembre de 1979, cuando se inaugurara en el cine Charles Chaplin la primera edición del Festival de La Habana —como muchos le llaman—, se confirma que el público cubano —indescript­ible, según muchos—, solo se ha dejado conquistar, sin ofrecer la menor resistenci­a, por el cine.

Cada año, la primera quincena de diciembre deviene un esperado acontecimi­ento de índole popular. Muchos reservan sus vacaciones para dejarse arrastrar por el torbellino fílmico que azota inclemente las calles de La Habana durante estos diez días. Personalid­ades de todo el mundo destinan un espacio solidario para compartir intensas jornadas en las que sale fortalecid­o el cine del continente. La historia de esta «tierra de rebeldes y de creadores», al decir de Martí, no puede dejar de ser contada por sus cineastas.

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