Arte por Excelencias

LAS RIQUEZAS DE OTAVALO

OTAVALO'S WEALTHS

- JORGE ZURITA

Heladio vive en una casa a la que le puso por nombre La Casa del Che Guevara. Tiene varias habitacion­es, y la mayoría no tienen camas. Allí uno se puede quedar a dormir sobre unos colchones en el suelo por 1,50 dólares. Muchos viajeros mochileros la eligen, aunque no haya agua caliente ni tenga más que un fogón eléctrico para cocinar y solo un lavadero de cemento para la ropa, pues la carencia se compensa con la compañía de otros viajeros que se encuentran allí y con el innegable carisma de Heladio. Las conversaci­ones nocturnas se alargan hasta muy tarde y está prohibido tomar alcohol dentro de la casa, pero es el mismo Heladio quien a veces saca su aguardient­e artesanal y convida a todos cuando la conversaci­ón se pone buena y las guitarras suenan. Relaciona al guerriller­o con su propia solidarida­d, habla de la patria grande, de viajar, cosa que nunca ha hecho como quisiera, y se emociona al evocar la historia. Cuando llega la hora despide a cada viajero como a un hijo.

Su casa queda camino hacia la Cascada de Peguche, un epicentro de belleza y espiritual­idad en la ciudad de Otavalo, donde se celebra el Inti Raymi, una celebració­n inca dedicada al dios Inti, o Sol, durante el solsticio de invierno. En sus aguas frías se bañan los danzantes a las ocho de la noche, antes de iniciar la fiesta.

Otavalo es una ciudad inquietant­e. Allí el setenta por ciento de la población es indígena. Su historia cuenta de una fuerte resistenci­a contra la invasión inca y luego contra los españoles. El mismísimo Bolívar la ascendió de categoría, de villa a ciudad, por sus aportes a la independen­cia. Mantiene ese carácter poderoso here- dado y mutado en lo que ahora es una ciudad única, sede del mayor mercado artesanal de Suramérica y portadora de una pujante economía que mezcla modernidad y tradición. Los hombres llevan el pelo largo y liso y las mujeres la falda ceñida y larga hasta el suelo. Se dedican al comercio, los hay muy ricos y muy pobres. Artesanos, agricultor­es o empresario­s, en todos se evidencia un afán por preservar las tradicione­s. Se habla mucho de aquellas bodas que duran ocho días, del fandango y el arpa, de las flores y la ortiga, ritos ancestrale­s que se mezclan con lo católico.

Para la mayoría de los viajeros, y sobre todo para los que van sin prisa, es muy fácil quedarse más tiempo del previsto en Otavalo. Disfrutar de un rico encebollad­o junto a la Plaza de los Ponchos y maravillar­se con las artesanías, los tejidos y la música otavaleña es un privilegio imperdible. La pequeña ciudad atrapa con sus paisajes, su cultura y sus calles encantador­as. Ubicada a solo dos horas de Quito, entre esta e Ibarra, y a un par de horas de Colombia, Otavalo es un micromundo mágico.

He visto muchos otavaleños en otras ciudades del mundo, viajando y comerciand­o. Los hombres con su típico sombrero y pelo largo, las mujeres con su vestido y sus abalorios en el cuello. Andarán mirando la gente pasar, andarán mirando, con los ojos del corazón, los volcanes Imbabura, Cayembe y Cotacachi. Pensarán en la laguna San Pablo, saborearán con el alma la chicha ausente y verán en lo alto de otro cielo su cielo azul, y allá, tan cerca de la mitad del mundo, verán un cóndor majestuoso y solo, lejano como ellos, mientras el mundo gira y no se detiene.

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