“De niña me llevaron varias veces pero no logré aprender. Hacía kárate”
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No le gustaba nadar… —De niña se me hacía dificilísimo. Me llevaron varias veces. Flotaba, pero no logré aprender. —Hacía kárate.
—¡Me encantaban las películas de Karate Kid (ríe)! Lo hice desde los cinco años hasta que me quedé en silla de ruedas. Llegué a cinturón marrón-negro. —¿Recuerda ver Juegos? —De Olímpicos el primero, Barcelona. Ahí no recuerdo nada de paralímpicos. Fue en Atlanta cuando supe que existían. —Usted se quedó en silla de ruedas por una neuropatía. —Sí, por una enfermedad neurológica que me vino, con afección en piernas y brazos, especialmente las piernas.
—Le ocurrió en la Universidad. —Sí. Yo tenía 19 años. Estaba estudiando Ciencias de la Educación, Pedagogía ahora. Hice hasta segundo, no me gustaba mucho. Cuando me quedé en silla de ruedas lo cambié por Fisioterapia, que sí terminé. —¿Había tenido síntomas? —Sí. De pequeñita. En la mano un dedo se había quedado a un lado.
—La última vez que sale a la calle caminando fue el día que el Zaragoza ganó la Recopa, 10 de mayo de 1995. —Sí. Era aficionada al fútbol. Hubo un tiempo que fui abonada e iba a La Romareda. —¿Comenzó a nadar poco después? —Sí. Empecé a nadar sin pensar en competir: yo sólo quería flotar, sentirme libre en el agua. Me metí en la piscina porque me aburría al borde con mi familia dentro y descubrí que me gustaba. La sensación que volvía a tener de control de mi cuerpo.
—Aquel primer día se tiró con un chaleco y un silbato.
—Sí (ríe). Un chalequito salvavidas naranja y verde fosforito. —¿Le dio miedo?
—Por un lado, sí. Aún no me había encontrado con mi cuerpo. Y la gente me miraba mucho. Era una cría, de 19 años, esquelética, con una silla con un cojín forrado en borreguillo y un chaleco. Pasé mucha vergüenza. Aguanté diez minutos.
—Pero enseguida llega Ramiro Duce, su primer entrenador. —Cuando vuelvo a Zaragoza digo que quiero aprender. Y fui al Club CAI DCM. “¿Sabes nadar?”, me pregunta un monitor. Digo que no, que soy un patito mareado venido arriba. Me mete al agua. “Copia a éste”. Y lo hice, porque tengo una cosa: mucho orgullo. Se fue a por el entrenador, Ramiro. “Nadas muy bien, vente al equipo”. —¿Y qué pensó? —¡Qué estaba como una cabra! Y se lo decía a todos. Para animar. El club era sólo de discapacitados. —Pero...
—El cronómetro cada vez iba más rápido. Mis movimientos, al inicio rudos, más finos. —¿Cómo es nadar sin sentir una parte del cuerpo?
—Yo no sé dónde están las piernas. Ni tengo conciencia de ellas ni de su posición. Sé que están recogidas si me cuesta más. Que han caído si voy más lenta. No me sirven de timón. En estilos como la espalda se me van mucho de lado a lado.
—¿Qué debe entrenar más? —Tren superior, brazos. Antes hacía más gimnasio. Ahora que soy más mayor, ya no puedo. Buscas el equilibrio entre la edad y la condición física. Y yo estoy ahí (ríe), rozando el palo. Hago más aeróbico, para corazón y pulmón. Handbike. E hipoxia. Con un dispositivo que simula el entrenamiento en altura... muy jorobado.
—¿Ah, sí?
—Sí. Los que tienen mucho dinero y se lo pueden permitir tienen camas hiperbáricas.
—Los futbolistas. —Correcto. Yo por logística familiar, porque quiero seguir durmiendo con mi marido, no puedo. En vez de hacer ese entrenamiento durmiendo, como ellos, subo a 6.000 metros en periodos cortos de tiempo. Cinco minutos, bajo cuatro, otros cinco... Hora y media. Y todos los días. —¿Cuántas horas se entrena? —Piscina cada día, tres, cuatro. Luego un poco de gimnasio. En casa tengo una galería. Banco, gomas, espaldera, pesas. La handbike, tres días y la hipoxia. En total, el que menos, cinco y media, y, el que más, ocho. —Al poco de empezar ganó su primer campeonato de España. —En un año y poco.
—¿Y qué siente? Usted, a la que no le gustaba nadar... —Buf. Por un lado, alegría. Dos medallas fueron. Y en Badajoz, que mi familia es de Extremadura y mucha estaba. Me sentí arropada, súper campeona. Pero, por otro, era como estar pasando página sin darme cuenta. “¿Esto significa que no voy a volver a caminar?”. Un totum revolutum. Al final fue más importante la parte feliz que la otra. —Y viene más piscina. —“Jo, Teresa, podemos intentar clasificarte para el Europeo”, dijo Ramiro. No hice la mínima pero en mi cabeza quedó eso: ser internacional algún día. Empecé a entrenar más fuerte, más días, horas. Me clasifiqué para el Mundial de 1998.
—¿Sus primeros Juegos paralímpicos? —Sydney 2000. —¿Qué fue clasificarse? —Yo pensaba que los deportistas, al lograr la medalla, exageraban. “Qué moñas, si tampoco es para tanto”. Pero fue muchísimo mejor. Primero cuando haces la mínima.
Esa alegría. Buahhh. —¿Dónde la hizo usted?
—En Valencia. Tenía fiebre, de puro nervio. Pero competí por mis narices y lo logré. Y cuando te llega la ropa, ese maletón, que entonces no era como el de los olímpicos, era mucho menos, pero te hacía una ilusión... Y preparar la concentración, la Villa...
—Sus fiestas son famosas. —Sobre todo para el que compite poco (ríe). Porque sí, en paralímpicos existen igualmente. Pero yo siempre he nadado en tantas pruebas que sólo era la fiesta del último día. En Londres, por ejemplo, fui abanderada, hice el paseíllo y me fui. —¿La primera vez que se mete a la piscina en Sydney, unos Juegos Paralímpicos? —Muchísima más gente, movimiento, la dinámica de la competición, tan estricta. Cámara, precámara y cámara de salida, tres pasos. Y la piscina, 17.500 personas. Te sentías hormiguita. Y en los Mundiales nunca venía la tele. Aquí estaba y te grababa. Cómo te quitas la ropa, subes al poyete. Con el corazón a mil... —Ahí no logró el oro. —Fueron cinco medallas. Una plata y cuatro bronces.
—La primera, la plata. —Llegaba en el ránking para ser quinta. Nadie esperaba mi medalla, y menos una plata. Pero lo que te decía del orgullo, que lo saco. Luego en las siguientes empecé a querer algún oro pero se resistieron. “En Atenas”, dije. Y en Atenas fueron dos, muy peleados. Uno por tres décimas. Que no es nada. Haces el ruido y ni te enteras de que hay diferencia entre una mano y otra. De película.
—¿Recuerda aquella carrera? —Sí, sí. Yo siempre había quedado segunda o tercera. Y estaba hasta las narices. Quería el oro, de verdad, pero creo que tenía miedo a ganar.
—¿Sí? —Sí. Porque cuando logras el oro, inevitablemente, piensas: “¿Y si no gano otro? Menudo fracaso”. Inconscientemente, en algún momento, no daba el máximo por eso. En Atenas me cansé. Y me dejé llevar. Tampoco veía donde estaban mis rivales. Aquella fue la primera carrera que, de verdad, fui a lo mío. A intentar llegar la primera.
—Y ganó a Beatrice Hess. —Mi mayor ídolo. Me encantaba como nadaba, ella, como persona. Siempre me he llevado fantásticamente bien con mis rivales. De ellas han salido mis mejores amigos. Cuando compito, soy incapaz de nadar sin haber dado besos y abrazos a todas.
—Y siempre con música.
—Es como un clic. Hago entrenamiento mental en casa. Desde el 2000, siempre la misma canción: Heroes live forever, de
Nadar
Atenas “Antes quería el oro, pero creo que tenía miedo a ganar”