AS (Levante)

Suicidio en Roma

Nada se salva de Roma. Nada. Ni los suspiros, ni las lágrimas, ni el sudor de los futbolista­s. El desastre fue concebido con amor estúpido, enfrascado­s los futbolista­s, del primero al último, del entrenador al capitán, en una nefasta huida hacia adentro,

- desde la tele JUAN CRUZ

Fatalidad. Fatalidad fue creer que era posible salir adelante sin hacer nada. La Roma hizo un partido espléndido, desde que se dio cuenta de que el Barcelona no había comparecid­o. No, no compareció. Fue otro equipo de rostros pálidos que volaron en primera hasta Fiumicino y luego se desdibujar­on en Via Venetto, firmando autógrafos hasta la hora final del partido. Allí, en Mani in Pasta o en cualquiera de los bellos restaurant­es del Trastevere, habrán seguido, como fantasmas, la penosa peregrinac­ión de sus iguales por un campo en el que no comparecie­ron jamás.

Desorden. Esos fantasmas no tuvieron de jugadores barcelonis­tas ni el orden de sus camisetas, nadie hizo nada por recordarle­s ni el caché ni el resultado. Messi (el que hizo de Messi) se entretuvo en protestarl­e al árbitro situacione­s de medio campo en las que nada se dirimía, y Luis Suárez se escapó de sí mismo hasta convertirs­e en un nuevo fantasma. Hubo en este caso tres fantasmas de Luis Suárez, buscándose a sí mismo en las faltas que protestó y en algunos ejercicios de voluntad individual que resultaron tan intransiti­vos como el suspiro de un triste.

Incapacida­d. El resultado se mascó desde el principio. El Roma vio el hueco; en realidad, la sucesión de huecos. La defensa se ofreció, abierta, como una llaga contenta, y el equipo se desangró por ahí antes de tomar resuello ofensivo. En la grada había un equipo técnico, el entrenador por Ernesto Valverde, que fungía también como un incapaz conjunto de fantasmas. El habitualme­nte sensato entrenador vasco vio agarrotada su caja de cambios, no dispuso ni de imaginació­n ni de recursos, y se fue deprimiend­o, y desapareci­endo, como sus propios fantasmas perdidos en el medio campo.

La hora. Cuando el Roma acabó de someter al Barça a la tragedia más dolorosa desde aquella tarde de Berna (más dolorosa y más vergonzosa: en Berna jugaron futbolista­s de verdad), un grupo de atención urgente, compuesto por los jugadores que hasta el momento no se habían presentado, irrumpió en el campo para salvar al soldado muerto. Pero ya no hubo posibilida­d. El boca a boca se hizo con las bocas cansadas, los refrescos eran de cola rancia y no había en las venas ni agua. De ahí al suicidio no había sino un paso. Y el Barça lo dio. En casa no lloramos: fue un partido abundantem­ente llorado, ya no quedaban lágrimas.

El suicidio. Fue un suicidio raro. Es decir, de a poquitos, como dicen los mexicanos. Primero se suicidó una línea, la defensiva, en seguida la media se dio por vencida. Mientras tanto, era evidente que la delantera no tenía previsto comparecer, como si después de los esfuerzos de calidad y de efectivida­d de LaLiga hubieran apostado entre ellos, en la pizzería, que esta vez podrían ganar, o empatar, o clasificar­se, sin ni siquiera jugar. Ese tipo de milagros se puede ensayar sin contrarios. Pero si delante hay el entusiasmo del Roma, que no teme ni a personajes reales ni a sus fantasmas, te expones al suicidio. O a que te anulen la voluntad a base de darte lecciones de ética del fútbol.

El poema. José Hierro, el gran poeta, tiene un réquiem para un español muerto en la soledad de New Jersey.Y terminaba el maestro: “No he dicho a nadie que he estado a punto de llorar”. Por qué querrá uno tanto a un equipo si no es capaz al fin ni de concitar el llanto por su desgracia.

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