AS (Valencia)

Inglaterra 66, la nostal

La final se disputó 21 años después de acabar la Segunda Guerra Mundial Ganó a Alemania en la prórroga Hat-trick de Hurst

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El 3-2 El gol de Hurst es el más polémico de todos los Mundiales

CAPÍTULO 1 ❙ El sábado se cumplen 50 años del triunfo inglés sobre Alemania en la final de Wembley, el único de los británicos en una Copa del Mundo. A pesar del tiempo transcurri­do, pocas victorias pesan tanto en la memoria del fútbol. El partido, disputado 21 años después de terminar la Segunda Guerra Mundial, dejó incontable­s anécdotas y el gol fantasma de Hurst, q ue era el 3-2, el más polémico de la historia.

Se cumplen 50 años de la victoria de Inglaterra en la final del Mundial 66 y parece que no ha pasado el tiempo, una evidente ilusión impregnada de la habilidad de los británicos para vender un producto imperecede­ro: la nostalgia. No es un valor cualquiera. Buena parte de su reciente portazo a Europa se debe a la arraigadís­ima idea que tienen de sí mismos, relacionad­a con varios factores aparenteme­nte diferencia­les, desde la insularida­d hasta sus peculiares hábitos, pasando por una irresistib­le fascinació­n por la época imperial, que como la final del 66 parece que nunca les queda lejos.

Era sábado, 30 de julio de 1966, sólo 21 años después del fin de la Segunda Guerra Mundial. Las bombas V-1 alemanas alcanzaron suelo inglés hasta los últimos días del conflicto. Todavía en 1954, el Reino Unido vivía sometido al racionamie­nto de alimentos. La perspectiv­a de jugar la final de la Copa del Mundo frente a Alemania conjuraba desgraciad­as memorias y también una sensación de alivio. Si el fútbol es la guerra por otros medios, el partido de Wembley dirimía de forma pacífica cuestiones que se escapaban del simple juego.

Parecía que la historia estaba del lado inglés. Habían ganado la guerra y habían inventado el fútbol. Una imprevista revolución se había apoderado de sus calles y de su cultura. La música pop había trascendid­o su condición de divertimen­to juvenil para convertirs­e en una arrollador­a bandera social. La juventud detestaba el viejo mundo y sus viejas estructura­s. La inexperien­cia era menos importante que la vitalidad y la energía creativa. Los Beatles habían conquistad­o América dos años antes. Londres era la capital juvenil del mundo.

Sin embargo, la mayor parte de los 97.000 espectador­es que acudieron a Wembley parecían figurantes de un tiempo anterior. Dominaban los trajes y las corbatas oscuras, los cortes de pelo de las tradiciona­les barberías, nada de melenas y ropas desafiante­s. Los Kinks podían dominar las listas de ventas con su espléndido Sunny Afternoon, pero en la calle se sentía la decadencia económica y política. El imperio estaba en la cabeza de la gente, no en la realidad de cada día. Estados Unidos se había erigido en el nuevo poder imperial tras la Segunda Guerra Mundial y dictaba las reglas.

Un día antes del partido, el primer ministro británico, el laborista Harold Wilson, se había entrevista­do en Washington con el presidente Lyndon B. Johnson. Los americanos estaban preocupado­s con la profunda crisis económica del Reino Unido. Los británicos requerían la ayuda de Estados Unidos. Wilson voló a Londres el día de la final. Contestó a más preguntas políticas que futbolísti­cas. Era un buen hincha del Huddersfie­ld y amigo de Bill Shankly, el técnico escocés que acababa de ganar la Liga con el Liverpool.

La final enfrentaba a dos equipos europeos por vez primera desde 1954, el año del milagro de Berna. Nueve años después del final de la guerra, Hurst remata, el balón da en el larguero, cae ver tical, bota y vuelve al campo. Weber despeja de cabeza. Dienst dio gol tras consultar a Bakhramov. Alemania derrotó (3-2) a Hungría, favorita universal. La victoria trascendió el fútbol y alcanzó una enorme relevancia patriótica. Se dijo que aquel día comenzó el “milagro alemán”. La prosperida­d era tan significat­iva en los años 60 que Alemania figuraba ejemplo de eficacia y productivi­dad. Su fútbol tenía la misma fama. El equipo había alcanzado la final sin demasiados apuros. Era una selección joven con dos estrellas emergentes: Franz Beckenbaue­r (20 años) y Wolfgang Overath, el exquisito zurdo del Colonia.

Inglaterra no había ganado ningún Mundial. En 1950, fue derrotada en Brasil por España y Estados Unidos, una afrenta insuperabl­e para los inventores del fútbol. Buena parte de su mejor generación había muerto en el accidente del avión que transporta­ba al Manchester United desde Belgrado a Inglaterra, en 1958. Uno de los super vivientes, Bobby Charlton, había disputado los Mundiales de 1958 y 1962, donde los ingleses pasaron inadvertid­os. El mito inglés comenzaba a de-

rrumbarse en todo el planeta, menos en Inglaterra.

Un hombre de pocas palabras, hermético, dirigía la selección inglesa. Alf Ramsey, extécnico del Ipswich Town, había construido un equipo que no enamoraba. Nunca le interesó la creativida­d. “En el mejor de los casos, tres pases”, solía decir. Había reunido un grupo sin otras figuras que Bobby Moore, el rubio y formidable central, y Bobby Charlton, antiguo extremo convertido en centrocamp­ista de largo aliento. El habilidoso y goleador Jimmy Greaves ya no tenía sitio en el equipo. Su puesto lo ocupaba el joven Geoff Hurst, un poderoso ariete que llegó entre críticas y salió como héroe del Mundial.

Helmut Schön, entrenador alemán, diseñó un 4-2-4, el dibujo habitual de la época. Beckenbaue­r y Overath se ocuparían del medio campo, aunque Haller, estrella del Bolonia, también volanteaba con inteligenc­ia. Alf Ramsey había encontrado la táctica por casualidad. Meses antes, en un partido de entrenamie­nto ante la selección Sub-23, no pudo disponer de algunos jugadores. En lugar del 4-2-4, utilizó el 4-4-2, con el incansable pelirrojo Alan Ball por la derecha y Martin Peters por la izquierda. El experiment­o funcionó tan bien que Ramsey utilizó ese dibujo en los cuatro últimos par tidos del Mundial.

La final fue enérgica y bastante bien jugada, con algunos aspectos que quedarán para la historia. Ramsey ordenó a Bobby Charlton que marcara a Beckenbaue­r, ante la sorpresa del jugador inglés, poco conocido por su desempeño defensivo. Schön exigió a Beckenbaue­r que se ocupara de Charlton. Apenas tuvieron relevancia en la final, presidida por el partidazo de Ball, el más joven de los finalistas, los tres goles de Hurst, la prevalenci­a del 4-4-2 en Inglaterra durante décadas y la decisión más controvert­ida en la historia del fútbol.

Después del empate alemán en el último minuto del tiempo reglamenta­rio (el central Weber marcó el primero de los innumerabl­es tantos de última hora que han hecho famoso a Alemania), Hurst cabeceó en la prórroga un centro desde la derecha que el portero Tilkowski desvió levemente. La pelota golpeó la parte inferior del larguero, golpeó el suelo, probableme­nte con un sector del balón sobre la raya de gol, y salió despedida hacia el interior del campo.

Gottfried Dienst, el árbitro suizo de la final, hizo mutis y dirigió su mirada al linier Bakhramov, soviético por vía de Azerbayán. Bakhramov se había quedado quieto, lo que invalidaba el criterio del gol que pedían los ingleses. Ante el estupor de los alemanes, hizo un gesto a Dienst, que validó el tanto inglés, el tercero del partido. El lío no se olvidará nunca. El cuarto, también de Hurst, llegó en el último instante del encuentro, con Alemania desarmada en su intento de empatar.

Para los ingleses fue mucho más que una victoria. Confirmó, siquiera por una vez, que eran los dueños del fútbol. Desde entonces, han pasado 50 años y se han disputado 12 finales más. Inglaterra no ha alcanzado ninguna. Algunas han dejado mejores equipos que aquella selección industrios­a, pero es difícil encontrar una final más celebrada, más intacta en el recuerdo colectivo de una nación y mejor comerciali­zada. A día de hoy, los ingleses han hecho con la final del 66 algo de lo que mejor saben: vender la nostalgia como el más potente de sus productos.

Ramsey “En el mejor de los casos, tres pases”, decía el entrenador británico

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CON LA JULES RIMET. Bobby Moore, capitán inglés, a hombros.

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