AS (Valencia)

Eternament­e campeón

Una chilena de Bale y dos errores de Karius le dieron al Madrid la 13ª ● El Liverpool mandó hasta que se rompió Salah ● Cristiano fue de aguafiesta­s

- LUIS NIETO

Eternament­e campeón. Eso ha sido el Madrid desde que puso un pie en Europa, hace 62 años. En aquel pionero ha cambiado la música (de las mocitas a Red One, de Di Stéfano a Cristiano) y se ha mantenido la letra: un equipo resistente a la adversidad y agónico como nadie en las duras (la primera media hora) e implacable en las maduras (la hora siguiente). Un equipo que en estos trances se maneja con la frialdad del hielo, en terminolog­ía de Klopp, y que se llevó por delante a su Liverpool en Kiev. Un equipo que ha aprendido a ganar ganando, que ha sabido limpiar su trauma de 32 años sin el título y que ahora cumple 37 sin perder una final. Un equipo de época y de todas las épocas, una leyenda interminab­le. Su último título, el decimoterc­ero, vino adornado de una chilena para la eternidad de Bale que simbolizar­á este éxito. El galés recorrió a la velocidad del sonido el trayecto del banquillo al cielo. También las resurrecci­ones son madridista­s.

La alineación del Madrid fue una brújula. Salió Benzema y se quedó fuera Bale, como en Cardiff. La elaboració­n como contrapunt­o a la agitación. Un pinchazo en la salida. El Madrid se vio insólitame­nte empequeñec­ido por ese juego pasional del Liverpool, el Vollgasfus­sball de Klopp, que en un mal resumen viene a ser salir a toda pastilla, elevando la presión, metiendo la pierna, ganando el terreno palmo a palmo. No había soltado Dua Lipa el micrófono y el Liverpool ya estaba en el partido. Ese arrebato desorientó al Madrid, inconscien­te de que a cualquier pérdida el cuadro inglés le aplica el código penal.

En ese arranque nadie corrió en auxilio de los centrales para sacar la pelota desde atrás, nadie le puso templanza a aquella embestida roja. El Madrid se vio en retirada, casi en desbandada, con Isco, impreciso y desconcert­ado, a la cabeza. Con todo, fue peor el balance de sensacione­s que de ocasiones. Ahí hubo un reparto engañoso: Cristiano y Alexander-Arnold estuvieron igual de cerca del gol.

Y de repente, la conmoción. Ramos y Salah pugnaron por una pelota y el central acabó cayendo sobre el hombro del egipcio, que se marchó envuelto en llanto. El Liverpool metió la marcha atrás. También el Madrid perdió a Carvajal, otro que

derramó lágrimas, pero sobre el tablero siempre condiciona más perder a la reina que a un peón.

Ese partido atómico, lleno de impurezas y pleno de riesgos que le iba bien al Liverpool, cambió de plano. El Madrid tomó la pelota, el mecanismo de autodefens­a que mejor conoce, de la mano de Modric, su jerarca silencioso, y fue marcando los pasos. Primero amansó al rival, después lo acorraló y finalmente lo dejó a las puertas del matadero. Poco antes del descanso le anularon un gol a Benzema, por doble fuera de juego de él y de Cristiano, y Nacho y el propio Benzema amenazaron de verdad a Karius. El control comenzaba a comerse al vértigo. El campeón, por fin, salía de las cuerdas y tomaba el centro del cuadriláte­ro.

Al Liverpool le había cambiado el plan y la suerte. Aún andaba reponiéndo­se de un remate al larguero de Isco cuando Karius se unió a Ulreich, meta del Bayern, en el club de la comedia. Quiso sacar de su área con la mano y estrelló en la bota de Benzema un balón que se fue al fondo de su marco. El primer gol del francés en una final de Champions. En partidos así el Madrid suele encadenars­e al marcador, pero esta vez se salió en la primera curva. Dos veces le remataron en el área en un córner. La segunda fue gol de Mané.

Zidane entendió que había llegado el momento de la bbC. Isco le dio argumentos, aunque segundos antes de irse pudo adelantar de nuevo al Madrid. Más le dio el galés, que la primera vez que pisó el área cazó un centro de medio pelo de Marcelo y le aplicó el recurso de una chilena para la que Karius no tuvo respuesta. No fue la de Cristiano, no fue la volea de Zidane en Glasgow, pero será la imagen que quedará en la historia de esta final: una cabriola excepciona­l que valía una Copa de Europa, un gol que reabrió el museo del Bernabéu y que reabrirá su caso. Luego Karius le regaló otro. Este partido le marcará de por vida. A él, a Cristiano, que enfrió luego la fiesta sugiriendo su salida, y al Liverpool, que descubrió que no hay antídoto para los mitos, capaces de sobrevivir a cualquier tiempo y a cualquier ego.

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