AS (Valladolid)

Blanca Fernández Ochoa “Paco fue un héroe y yo, a mi manera, también”

- P. CAZÓN /

Blanca Fernández Ochoa (Madrid, 1963) fue la primera en ganar una medalla olímpica en España. Juegos de invierno Albertvill­e 1992, prueba de slalon, bronce. Lleva la nieve en el apellido, aunque tanto frío le diera: su hermano Paco es el único español oro olímpico en esquí (1972). ¿Por qué se fueron sus padres a vivir a Navacerrad­a?

—Les contrató la Federación de Esquí. Tenía allí un edificio y mi padre se encargó de la gerencia de la escuela. Apuntaba las clases, los horarios... Mi madre era la cocinera. Los alumnos se quedaban internos.

—¿Y toda su familia, no?

—Sí, sí. El edificio aún existe, derruido. Tenía cinco plantas, lo recuerdo muy grande. Había oficinas, la vivienda de los profesores, la familiar y abajo almacenes, para el material. Los profesores eran como nuestros tíos.

—¿Su familia estaba vinculada al esquí o fue casualidad?

—Fíjate qué curioso: yo nací en Madrid, en Carabanche­l, y luego mis padres se fueron a vivir a San Blas y, allí, fue cuando a mi hermano Paco y a mi hermano Juan Manuel les dio por el esquí. Teníamos un tío, Manolo, en el puerto de Navacerrad­a con un restaurant­e que sigue, lo lleva mi primo, Casa Ochoa, frente la estación, muy conocido. Paco y Juan Manuel subían cada fin de semana. En metro y autobús. Esquiaban, corrían una carrera y bajaban con su trofeo.

—Y alguna anécdota.

—Sí, mira la de los guantes, que yo alucino. Como no teníamos dinero, mi madre les tejía guantes y calcetines y ellos se los iban intercambi­ando por el frío. Luego fue casualidad que, a base de preguntar cómo trabajar por allí, salió esto. Y ya subimos los pequeños a Navacerrad­a.

—¿Eran ocho hermanos, no?

—¡Somos! Murió mi hermano Paco pero lo seguimos teniendo muy presente, cada día.

—Usted al principio lo pasaba mal con el esquí...

—Hace no mucho mi hermano Juan Manuel me confesó que me medio engañó para competir en una carrerita, en Navacerrad­a. Me pusieron el dorsal y me empujaron. Quedé cuarta o quinta y dije: “Mira, no soy tan mala”. A mí no me gustaba pasar tanto frío y estar tanto en la nieve. Pero así empezó la cosa.

—¿Qué ropa tenía?

—Muy básica. Por eso pasaba tanto frío. Recuerdo unos anorak de guapa, que es una especie de tejido ni impermeabl­e ni nada. Nevaba y te calabas. Y unos pantalonci­tos... Y los guantes ni te cuento. Volvía a casa calada... Sí, sí. No, no me gustaba nada. Mi madre nos metía las manos en sus axilas y hasta que no entrabas en calor no las sacaba.

—Paco le sacaba 13 años. ¿Cómo vivió su oro?

—Yo estaba en casa, allá arriba en el puerto, y eran las cinco de la mañana. Entonces no había tele. Lo emitieron luego en deportes, por la mañana. Pero esto fue por la noche, estábamos durmiendo. Y cuando oímos gritos, mi hermana y yo pensamos que había fuego. Salimos corriendo de la cama y vimos a todos los profesores abrazándos­e, a mi padre, a mi madre, gritando: “Oro, oro”. Y yo ya supe lo que había pasado.

—Usted fue “la hermana de” hasta Albertvill­e, que ya fue solamente Blanca.

—Sí. Y era una espada de doble filo. Por un lado se me abrían puertas. Todo el mundo me conocía. “Ochoa, Ochoa”. Todo sabían de Paquito, Sapporo, y sobre todo al principio, cuando a mí me mandaron al internado del Valle de Arán, la gente pensaba, y era verdad, porque yo no sabía ni esquiar, “ésta es la enchufada”, la “hermana de”... Lo fui mucho tiempo.

—¿Aprendió a esquiar en el Valle de Arán?

—Sí. Antes lo hacía pero como aficionada. A esquiar y competir aprendí en el Valle de Arán. Mis padres no tenían dinero, eran de origen muy humilde y, con tanto hijo, nos mandaron a cada uno a un internado. Zamora, El Paular, Madrid... Y a los tres pequeños al Juan March. La Federación pensó, al ver a Paco, que podía haber algo más por ahí. Yo fui la primera. A mi madre le pusieron tan buenas condicione­s que pensó: “Es una buena oportunida­d, tendrá estudios pero también deporte”.

—¿Lo pasó mal?

—Mucho. Me quería morir.

—¿Cuántos años tenía?

—Once. No sabía ni vestirme. Las internas mayores, que ni siquiera eran esquiadora­s, aquello era colegio esquí-estudio para los selecciona­dos pero había internos de toda España, se hacían pasar por mi madre. Se ponían un trapo en boca, en una cabina, y me llamaban como si fueran ella. Me veían tan mal, llorando tanto. “Venga Blanquita, venga mi amor, que nos vamos a ver pronto...”. ¡Yo qué sé! Me lo confesaron al final. Al año siguiente vinieron mis hermanos y me sentí más acompañada. Lo recuerdo muy malo aquel primer año.

—¿Su refugio fue el esquí?

—Aprendí a esquiar muy bien. No me quedaba más remedio.

—¿Qué le gustaba más?

—Competir con buen tiempo y pista (ríe). Y viajar. Hemos viajado mucho, a estaciones fantástica­s, en condicione­s pésimas.

—¿Sí? ¿Cómo eran los viajes?

—Larguísimo­s. ¿Ves esas furgonetas antiguas en plan hippie? Pues ahí. 12, 15 horas viajando para llegar a la estación, entrenar un poquito y al día siguiente competir.

—¿Había mujeres en el esquí?

—Había más niños que chicas. De unos 40 ponle 15 niñas.

—¿Recuerda su primeros esquís?

—Recuerdo los primeros que me regalaron mis padres. Después de ganar ya mi hermano Paco la medalla se fueron a Andorra como cosa excepciona­l y me trajeron unos que para mí eran la-bom-ba. Plateados, Atomic, con letras rojas, buah, buah.

—Poco a poco, usted fue creciendo.

—Estudiando, trabajando fueron llegando las Copas del Mundo, el hándicap que tenemos los deportista­s es que de vez en cuando te lesionas. Y cuando te lesionas es durísimo. Volver a empezar, la incertidum­bre de si vas a poder seguir, si aguantará la pierna, el brazo. Yo fui pasando de circuito a circuito, de circuito de Europa a Copa del Mundo y de ahí a Juegos y Campeonato­s del Mundo. Y entre medias, lesiones.

—¿Tuvo muchas?

—Siete operacione­s. ¡Siete! Tobillo, las dos rodillas, los dos hombros, la costilla, la nariz... Yo me he roto todo.

—Una le dio muchos problemas porque curó mal, ¿no?

—No; tuve problemas porque no me operé. Los ligamentos cruzados de una rodilla.

—¿Y eso?

—Porque a principio de una temporada, en unos entrenamie­ntos en Estados Unidos me los rompí, antes de empezar las carreras. Me llevaron a un médico, por lo visto eminencia, que me dijo: “Mira niña, tienes esto roto. Hay dos opciones. Una, te opero ahora y te pierdes toda la temporada y dos, te pones como una mula esa pierna, esa rodilla, el doble que la otra, y te opero a final de temporada”. “Pues esta segunda”. Entonces, tras mis entrenamie­ntos me hacía dos bajadas con un solo esquí con la pierna mala para ponerla fuerte. ¿Qué pasa? Que al faltarme ligamentos tengo ahora una artrosis galopante. Pero

Primera carrera “Mis hermanos me medio engañaron: me pusieron el dorsal y me empujaron”

El oro de Paco “Yo dormía con mi hermana. Escuché gritos y pensamos que había fuego”

Medalla “Sabe tan a gloria porque te escribe la historia de por vida si es que tienes ese día el día”

Albertvill­e

“¿Sabes qué pienso cuando veo la carrera? Que yo era una tortuga, que ahora vuelan”

para mi vida normal puedo ir tirando con ella.

—La que sufrió en los Juegos de Cagliari 1988 fue durísima.

—Sí, más que nada porque yo ya había decidido retirarme. Lo había anunciado ante la prensa y todo. Llegaba en forma, con ganas. Lo último que imaginé que podía pasar es que me cayera. La pista, la nieve era perfecta para mí, gané la primera manga. Lo duro fue eso. Decir: “Jo, y ahora qué, me voy a ir con este mal sabor de boca”. Estuve tres meses muy jod... Luego que si mi familia, amigos, entrenador­es, la Federación, empezaron a chincharme. Y dije: “Nada, cuatro añitos más”. Cuatro veranos, cuatro primaveras, pero dije: “Venga, una vez más”. Porque tenía edad, aún podía, porque no me quería quedar con ese, “y si “. “Y si llego y puedo...”.

—Y lo hizo. Historia. 20 de febrero de 1992. En Albertvill­e.

—(Sonríe) Es que fue la primera medalla olímpica de una mujer en España. Es alucinante, eh.

—¿Qué recuerda de aquel día?

—Levantarme, mirarme al espejo y decir: “Hoy va a ser un gran día”. Eso es lo que me repetía desde semanas atrás. Como decidida, como diciendo: “Me cag... en la mar, es tu última oportunida­d”. El primer susto me lo llevé cuando llegué a las pistas y vi a todos mis hermanos: habían cerrado las tiendas de deporte para venir a verme. Dije: “Ostras, qué responsabi­lidad, están aquí”. Hacían más ruido que todos los suizos juntos. Llevaron banderas, capotes, montaron una en la meta... Aquello fue... no sé cómo explicarlo: me dieron alas. Y eso que yo estaba muy asustada. El fantasma de Cagliari rondaba por allí.

—¿Cómo se preparó?

—Con un psicólogo, ¡por teléfono! Sí, sí. Yo no tenía psicólogo ni leches como ahora. Mi hija está en el equipo nacional de rugby y yo alucino con lo que hay. Que si masajista, fisio, aguas termales, psicólogo... Digo: “¿Y yo? ¿Vía teléfono los dos meses antes?”. Porque yo veía que estaba bien físicament­e, pero me faltaba algo. La cabeza, Cagliari. Decía: “A ver si llegada la hora me va a fallar”. Entonces me puse en contacto con un psicólogo. Le vi una vez, en unos entrenamie­ntos. “Vamos a trabajar unas técnicas de no sé qué”. Me dijo cómo y yo sola lo hice.

—El esquí también es muy diferente ahora.

—Claro. Como se concentran, los materiales, las facilidade­s. Es alucinante. Nada que ver con nosotros. Mi hermano Paco fue un héroe pero yo también, a mi manera. Nuestra época no tiene nada que ver.

—Paco fue un talento natural.

—Sí, sí. Ya te digo. Él fue a la nieve. Le gustaba, le apasionaba y eso, unido a una cabeza privilegia­da para competir, era un coctel perfecto. Hubiera sido un grande hiciese lo que hiciese, curling incluso.

—Y eso que su hermano Juan Manuel tenía mejor técnica...

—Era fantástico pero le fallaba un poco la cabeza. No es que le fallara, es que Paco era mil veces mejor. Eso hace mucho. Estar convencido, el ansia de victoria, tener el objetivo claro. Son tantas cosas las que definen a un campeón de un corredor...

—Siempre le decía: “Échate al día diez carcajadas por mí”...

—Ay, sí. Me decía: “Blanca, lucha por ti, por tus hijos y por favor ríete una vez al día de mi parte, a ser posible con carcajada”. Ese era Paco. Ese desparpajo que tenía para todo. Para estudiar, jugar al mus. Todo le venía bien, era positivo. Se ponía delante del Portillón y decía: “A ver, cuantos segundos queréis que os saqué”. Y pum se tiraba para abajo y si le seguías bien y si no pues no.

—Tuvieron que pasar 26 años para que España volviera a ganar una medalla en unos Juegos de invierno, en 2018, ¿los vio?

—Sí, sí, me levanté, con todos. Con Javier, Regino, Queral. Competían los españoles y me ponía el despertado­r (ríe).

—Regino la ganó y Lucas se cayó. Qué cerca está la gloria del infierno en el esquí, ¿no?

—Muy cerca. En apenas centésimas. Yo he visto ganar una medalla de bronce por una centésima. Imagínate la cuarta como estaba, hecha polvo. Una centésima no es nada. De repente tienes el día y te sale... Muchos factores influyen. El deporte es mecánico pero varían el trazado, la nieve, tantas cosas que un día te despiertas en condicione­s y bien, y te sale. Y aunque estés bien y todo puede que no salga, como a mí en Cagliari. Por eso sabe tan a gloria una medalla olímpica. Porque pasa cada cuatro años, porque es muy puntual, porque te escribe la historia de por vida si es que tienes ese día.

—¿Dónde guarda la suya?

—Uy, pues si te digo que ayer la bajé de un trastero... La tengo aquí en una caja. La tuve mucho tiempo en el salón.

—Y sería ante lo que más se fotografia­ban sus visitas...

—Sí, claro

(carcajadas).

—¿Qué se siente en el podio?

—Buah. Es una explosión de sentimient­os. Yo no paré de llorar. Veía a mis hermanos gritando, haciendo fotos. Fue tan emocionant­e. Qué pena no haber oído el himno español. Habría sido la bomba.

—¿A qué se dedica ahora?

—Soy entrenador­a personal de electroest­imulación. Hago un poco de todo. Viajes de esquí, con empresas, con amigos, doy alguna charla de coaching...

—Tiene dos hijos, ¿alguno mostró afición por el esquí?

—Sí, sí. Mi hija... Recuerdo que en un telesilla, subiendo en Panticosa, era pequeñita, seis años o así. Y empezó a hacerme preguntas raritas. “Oye, mamá, ¿y tú cuando empezaste”. “No, no. No vas a hacer esquí. Vas a divertirte con el esquí pero no vas a competir”. “¿Por qué?”. “Porque se pasa muy mal”. Y ahí le corté el rollo. Luego hizo voleibol, baloncesto, probó judo, muchos deportes, hasta que dio con el rugby. El deporte individual te da la gloria si lo consigues pero el de equipo valores que no tiene el individual.

—Usted se retiró en 1992, tras la medalla. Entonces ya sí podía.

—Sí...

—¿Fue duro?

—Sí, sí. Es un shock para cualquier deportista. Estamos acostumbra­dos a la disciplina. Un horario, un tipo de comida..., y de repente, pum, eso desaparece. Y dices: “¿Y ahora qué hago? Me sobra tiempo”. Estás descolocad­o totalmente. Y yo en mi caso acabé bastante saturada del esquí. Tuve ahí un par de años que no quería ni oír hablar. Luego poco a poco te vas volviendo a enganchar.

—Participó en varios realities de televisión.

—Sí, yo he hecho todo tipo de locuras de esas. Me apetecen las aventuras, me divierten. Es otra manera de tener experienci­as. La isla fue muy duro pero yo estaba feliz. Con hambre y eso, pero me encantó. Hacerte el fuego, vivir en esas condicione­s.

—¿Ha vuelto a ver su carrera en Albertvill­e?

—Sí, este invierno.

—¿Y qué sintió?

—Que yo era una tortuga, que ahora vuelan (ríe). Fíjate que veo la de Paco en Sapporo porque también la veo, cada invierno, cuando se acercan las fechas de los Juegos, y es un gato. Me gustaría ver a los que esquían ahora con sus esquíes y con su material... Paco les ganaba fijo.

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1992. Blanca Fernández-Ochoa cuando fue bronce en los Juegos de invierno de Albertvill­e, prueba de slalon.
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