MEAT THE WORLD
LA GRASA SE VUELVE CRUJIENTE AL ASARLA A LA PARRILLA
Salimos en busca del mejor bistec. Primera parada: Uruguay
¿Por qué es excepcional la carne de las principales naciones productoras? ¿Qué podemos aprender de las experiencias y técnicas de sus criadores, carniceros y cocineros? Nuestros autores viajan a nueve países y visitan a las estrellas y héroes silenciosos de este “mundillo”. La nueva gran serie de BEEF!
Cae la noche mientras la carne de vacuno crepita en el fuego desde hace más de una hora. Martín Echenagusia se apoya en un árbol con una lata de cerveza en la mano y observa absorto las llamas y el chisporroteo. En la parrilla hay un bistec de falda de vaca de pasto, de las que este ganadero de 48 años cría aquí en las colmadas praderas subtropicales del norte de Uruguay. A este criador de ganado bovino, con barba cerrada y boina vasca, ya no le queda mucho por hacer. Quizás darle la vuelta a la carne una o dos veces. Del resto se ocupan las aromáticas brasas de la acacia espinillo.
Bajo el calor de mediodía, Martín taló con una motosierra uno de estos arbolitos de hasta cinco metros de altura. “Los espinillos dan las mejores brasas”, comenta. “Especialmente duraderas”. Después, Arnaldo, el cuñado de Martín, encendió la barbacoa con la madera de espinillo, con las brasas distribuidas bajo la parrilla. Con sus fuertes manos, los dos hombres levantaron los enormes trozos de carne y ristras de chorizo para colocarlos sobre la parrilla.
Ahora, bajo el refulgente cielo estrellado, la carne ya está lista. Arnaldo la corta en trozos del tamaño de un bocado sobre una gran tabla de madera. Se añade una pizca de sal gruesa y después toda la familia la come con las manos directamente de la tabla. Pronto les chorreará grasa por los dedos y los labios. Para acompañar hay cebolla roja, dientes de ajo asados, tomates y cerveza de lata helada. Cada trozo tiene un sabor diferente. Algunos trozos son crujientes, otros tienen tres capas, la interior de las cuales está todavía tierna y poco hecha. Los dos hombres cortan un trozo tras otro durante más de dos horas hasta que los cinco miembros de la familia que participan en la barbacoa se han zampado casi un kilo de carne cada uno. Para los perros solo quedan los huesos.
EL GOBIERNO PAGA LOS LEÑOS DE LA BARBACOA
Para Martín no hay nada mejor que un asado así: “Una hoguera, carne y una cerveza o un par de copas de vino tinto... Podría repetirlo cada día”. Y no es el único, Uruguay también es una nación de barbacoas. En ningún otro país se come tanta carne de vacuno por cabeza como aquí. Sorprendentemente, han debido de ser unos 58 kilos solo el año pasado. Hay casi cuatro reses por cada uno de los 3,4 millones de habitantes del pequeño país. Y eso significa que la gente siempre construye una gran barbacoa o parrilla antes de empezar con la construcción de la casa. En los parques de la ciudad se pueden usar barbacoas públicas; los leños que hay junto a ellas son un regalo del gobierno.
Uruguay exporta carne de bovino a todo el mundo desde hace más de un siglo. Filete de cadera, rib eye, filetes y cadera: Las mejores piezas y calidades van sobre todo a Europa. El 30% de la carne de vacuno producida la consumen los propios uruguayos sobre todo la entraña, así como las partes más baratas, por ejemplo el bistec de falda. Aunque Brasil produce 1,5 millones de toneladas, es decir más del triple de carne de vacuno que Uruguay –el país hispanohablante más pequeño de Sudamérica–, la mayor parte, que es de menor calidad, es para el mercado asiático.
Desde que Argentina empezó a comerciar la mayor parte de su carne de vacuno solo a nivel nacional hace un par de años, Uruguay se convirtió en el expor-
tador más importante de bistecs de alta calidad de la región. A diferencia de Argentina y Brasil, los prerrequisitos más importantes para la calidad de la carne de vacuno en Uruguay son, por una parte, la cría natural en pastos y, por otra, la prohibición general de antibióticos y hormonas del crecimiento. El tipo de ganadería bovina apenas ha cambiado en los últimos 200 años: el día a día de los gauchos en la actualidad es igual que antiguamente.
Martín Echenagusia es uno de los 36 000 productores de carne de bovino en Uruguay. Su camioneta, con la que recorre los cercados, sube sin esfuerzo una colina. Un grupo de ovejas observa el vehículo con interés. “Desde aquí se tiene la mejor vista de nuestras tierras”, dice Martín entusiasmado. El uruguayo, con profundas arrugas, y su hijo Juan Ignacio, de 14 años, recorren el horizonte con el dedo desde lo alto. Abajo, en los fértiles prados, pastan las vacas. Desde arriba no son más que pequeños puntos marrones, pero para Martín lo son todo: son el medio de subsistencia de su familia. Por la derecha se aproxima una nube de polvo. En unos pocos segundos, 500 reses forman un ovillo guiadas por tres jinetes, los cuales se alejan a un trote lento. “Esos son mis gauchos”, dice Echenagusia. “Lo que hacen parece fácil, pero es un trabajo duro”.
La Estancia Tres Rincones, en el Departamento Artigas, en la frontera brasileña, es enorme en comparación con los estándares europeos: Martín Echenagusia cría 3 500 reses de la raza británica Hereford en unas 6 500 hectáreas. Y además 7 000 ovejas, 150 caballos y burros, y en el aluvión de la granja se cultiva arroz. Martín pertenece a la cuarta generación de propietarios de la tierra. La historia de su familia coincide con la de tantos otros inmigrantes procedentes de Europa. En 1901 llegó su bisabuelo del País Vasco. Primero trabajó en el ferrocarril y después se mudó al campo como carpintero. Invirtió sus ahorros en una primera granja. Sus hijos siguieron adquiriendo tierras. En 1951, uno de ellos adquirió Tres Rincones. Martín lo ha heredado de su padre.
Poco antes del amanecer: a las cuatro y media, los jinetes de Martín entran en la cocina de su alojamiento arrastrando sus botas de cuero. Ataviados con sus bombachos desgastados, los gauchos se ponen de cuclillas sobre el banco bajo el techo tiznado. Beben con avidez su infusión de mate mientras ven la televisión en un aparato viejo. Para desayunar los hombres asan carne de oveja en la habitación, sobre una parrilla en la chimenea. Se escucha el siseo de la grasa al caer en las brasas. Con las barras de afilar de sus cuchillos, los gauchos pescan los chorreantes trozos de carne de la parrilla y se los llevan directamente a la boca. A veces hay una rebanada de plan blanco para acompañar, pero casi siempre carne a secas. El que trabaja necesita comer algo decente, dicen los morenos trabajadores agrícolas. Antes de salir a los prados, se fuman cigarrillos de tabaco negro que se lían ellos mismos, enrollados en una hoja de maíz. Después ensillan los caballos.
¿VIVIR EN LA CIUDAD? ¡INCONCEBIBLE!
“Los rebaños bovinos requieren muchos cuidados”, cuenta Martín, mientras los gauchos cabalgan hacia la niebla matutina. “Todos los días se deben comprobar los jóvenes, hay que atrapar con el lazo a los animales enfermos y heridos, y atenderlos.” Al cabo de una hora, los hombres guían 300 terneros a través de la verja de la granja. Manejando a los caballos de trabajo con una mano y gran precisión, giran sobre sus talones para capturar a los toros jóvenes que escapan. Martín y su hijo ya están esperando a los hom- »
bres. Después cercan a todos. Entre voces y gritos guturales remolcan 30 terneros hasta un estrecho callejón de madera, donde los nerviosos animales se apretujan unos contra otros. Con un agarre firme, coge un animal tras otro por las orejas y le sopla un polvo azul en los ojos: se trata de un remedio contra unos parásitos que pueden provocar ceguera.
Durante el procedimiento las reses mugen alto. “Igual que los niños en el dentista”, se ríe Martín. Entonces se abre una trampilla en la parte delantera. Desde atrás se empujan los siguientes 30 terneros al cobertizo del túnel. Después el rebaño regresa a los pastos. Durante la cabalgata de vuelta de cinco kilómetros, Martín relata cómo antes, al igual que sus tres hijos ahora, solo regresaba desde Salto a la granja, a tres horas de distancia, los fines de semana largos. “Siempre que iba al campo con mi padre, tenía que desmontar y correr delante para abrir la verja”, relata. “Era estricto y para él nunca lo hacía lo suficientemente rápido.” En realidad Martín no quería vivir aquí, a más de dos horas de distancia en coche de cualquier carretera asfaltada. Al principio, después de pasar un año en un instituto de Estados Unidos quería ser ingeniero. ¿Por qué estudió entonces ciencias agrícolas y se quedó con la granja tras la muerte de su padre? “Para mí sigue siendo un misterio a día de hoy”, sonríe irónicamente Martín. Ahora ya no se puede imaginar una vida en la ciudad. “La leche y la carne, todo aquello de lo que vivimos, procede de mis animales”. Cuando se cansa de vaca y cordero, sale al campo y recoge huevos de avestruz o dispara a patos y palomas con la escopeta.
MADURACIÓN DE LA CARNE A BORDO DEL BARCO
Martín Echenagusia está orgulloso de la carne de vacuno que produce aquí, alejado de todo. Desde el nacimiento, pasando por la crianza, hasta el transporte al matadero: las vacas pasan toda su vida en la estancia. “Están fuera todo el año, comen hierba fresca y tienen mucho espacio”, dice él. Aquí en el norte, los agricultores poco pueden cultivar debido a las piedras que hay por todas partes, pero estos suculentos pastos son ideales para la cría bovina y ovina. Casi el 90% de las superficies de pasto de este lugar están compuestas por hierba natural. La fertilidad del suelo se logra mediante la ganadería ovina y bovina alterna, por un principio de rotación. Después se envían los rebaños de vacuno a campos de arroz cosechado y toman proteínas adicionales, o van a prados en los que se ha sembrado hierba adicional con un elevado contenido proteico.
Hace 50 años, los criadores uruguayos se pasaron a razas bovinas británicas como Black Angus y Hereford. “Son perfectas para el clima y tienen una carne muy tierna”, dice Martín. Pero claro, naturalmente las piezas oscuras y de sabor intenso de la cría en pastos de Uruguay no son para todo el mundo. Cuando Johann Lafer visitó las empresas del sur del país durante un viaje, un cocinero con estrellas Michelín criticó el “escaso marmoleado de la carne”. Martín tiene una opinión totalmente diferente. En la cría de engorde “feedlot” se forma grasa intramuscular, al igual que en Estados Unidos. Allí se hacinan las vacas muy juntas y se alimentan con pienso concentrado. Eso hace que la carne sea supertierna para los paladares europeos, pero también, al igual que un filete blanco, realmente no tiene mucho sabor.
En Uruguay, gracias a los suculentos pastos, se prescinde de esta fase final de engorde, habitual en la mayoría de países. Solo alrededor del 10% del ganado bovino se somete a este acabado “feedlot”.
“¿Por qué tengo que invertir miles de dólares en piensos, cuando la naturaleza proporciona los mejores resultados?” Por eso los bueyes y vacas pastan durante tres años en sus pastos hasta el momento de la matanza. Solo si el precio de la carne es malo, despacha a sus animales con 350 kilos a un “feedlot” durante los últimos 120 días como máximo, donde se engordan hasta 500 kilos con mijo de sorgo o maíz. Este breve tiempo que pasan allí no modifica mucho el sabor. También es decisiva la perfecta maduración de la carne en bolsas al vacío a temperaturas ligeramente por encima del punto de congelación. Durante la travesía en barco hasta Centroeuropa, con una parada intermedia en Rotterdam, madura 30 días. “La carne de Uruguay siempre tiene más consistencia y el máximo sabor y carácter debido a la crianza en pastos. El fino borde amarillo de grasa se vuelve muy crujiente al asarlo a la parrilla”, dice Martín Echenagusia. Por la tarde, en su granja se trata a otros 500 bueyes, esta vez con inyecciones contra parásitos hepáticos. También le ayuda su cuñado Arnaldo y el hijo de este, Iñaki, de 14 años, así como Clara, la hija de Martín, de 18 años, la cual estudia Veterinaria en Montevideo, la capital del país, y ahora está de vacaciones.
En una granja como esta siempre hay trabajo que hacer. Por eso, al atardecer el señor de la casa saca la escopeta después del asado. Sale por la noche con su camioneta. Su hijo Juan Ignacio y su sobrino Iñaki se quedan en la superficie de carga e iluminan los bordes del campo con focos. Las últimas noches han nacido alrededor de un centenar de corderos. “A los zorros y jabalíes les gusta darles caza”, comenta Martín. “Una vez un caimán mató tres ovejas en uno de los abrevaderos”. Cada zorro cazado que va a parar a la zona de carga significa un par de pesos más para la familia. Por muy plena que sea la vida en la granja para Martín, así no se va a hacer rico. Mañana vendrá de nuevo el avión agrario para abonar, y eso también cuesta dinero. Cada año invierte más de un millón de dólares en el negocio: para máquinas agrícolas, estiércol, simientes y medicamentos, financiado por un banco.
Un verano a finales de los años ochenta, su padre perdió un rebaño entero de- bido a una sequía, fue una catástrofe. Las vacas y las ovejas representan ingresos para el año actual y además una inversión para el futuro. “En los últimos tiempos el clima ha sido ideal”, dice Martín, “pero el precio por la calidad premium ha caído más de un dólar desde los 4,70 por kilo que costaba en 2008“. Además, en Uruguay los precios de los terrenos casi se han multiplicado por 10 en 15 años. Aquí en Artigas, el terreno de pasto ha pasado de costar menos de 1 000 dólares a más de 6 000 por hectárea.
En realidad, Martín quería construir una gran casa señorial detrás de la barbacoa de la ajada casa donde vive la familia. “Pero no podemos ahorrar nada”, confiesa. Y concluye: “Hay que pagar la educación de los niños y todo”. A Martín le gustaría que algún día uno de sus hijos siguiera su camino. Ahora Juan Ignacio está en periodo de reflexión, al igual que su padre hace 30 años, pensando si prefiere ser ingeniero. Martín espera que esa idea no cuaje, ya que el joven disfruta de la vida castiza en la naturaleza: “Quiero venir tan a menudo como me sea posible. Estoy deseando que llegue el viernes y acabe la escuela”. Y así crece otra generación de excelentes productores de carne en el lejano norte de Uruguay.