Beef!

La Mejor carne del Mundo

- Fotos: FRANK BAUER & VOLKER WENZLAWSKI Texto: FERDINAND DYCK

En Irlanda, las vacas pueden alimentars­e de hierba y plantas frescas todo el año; eso se nota en el sabor de los ejemplares Hereford y Angus

Gracias a un clima suave, en Irlanda las vacas pueden alimentars­e de hierba y plantas frescas casi todo el año. La carne de color rojo borgoña de los ejemplares Hereford y Angus tiene un fino veteado graso y su sabor único, aromático e intenso también es fruto del aire salobre del Atlántico. Visitamos a los mejores productore­s de todo el país. Próximo capítulo: Australia

Cuando la luz del crepúsculo tiñe el horizonte siempre verde el anciano carnicero llama una vez más a sus bestias. Se agacha, todo lo que le permiten sus rígidas piernas, para coger una hoja de hierba, la sostiene entre los pulgares, delante de la boca, y sopla. Suena como el canto de un pájaro fantástico, el hombre la hace vibrar cinco veces seguidas.

Más allá, a unos 100 metros de distancia, levantan la cabeza las primeras vacas. Los 54 animales se ponen lentamente en movimiento, cada vez más deprisa, trotan, empiezan a galopar. Y se detienen a dos metros de Michael McGrath, frenan sus cuerpos de mediano tamaño contra la fuerza de sus patas delanteras clavadas en el suelo. Miran a su amo con los ojos muy abiertos, con asombro pero sin miedo. “Esa bestia”, dice McGrath (70 años) señalando a una novilla Angus negra, “está casi a punto, vendremos a recogerla dentro de dos o tres semanas”.

Nunca dice “animal” para referirse a cualquiera de sus 200 vacas, sino que emplea la arcaica palabra “beast”. Como si hiciera falta conjurar el pasado aquí, en la pradera que su familia explota desde finales del siglo XIX, en medio de estos campos y prados de exuberante verdor en los alrededore­s de la pequeña ciudad de Lismore, en el condado irlandés de Waterford, 46 kilómetros al noreste de Cork, en este lugar donde los MacGrath dejan pastar a sus “bestias” desde hace 500 años.

Pasan allí entre 18 y 24 meses, después vienen a recogerlas, las encierran en un angosto “box” de rejas en un pequeño recinto en el patio trasero de su propia carnicería, en Lismore, y las anestesian con una pistola de bala cautiva. Después las sacrifican, las evisceran, las desollan y las dejan madurar colgadas unas tres o cuatro semanas. Suspendida­s por la cadera y no por una pata, porque se asemeja más a la postura natural del animal y eso hace que los músculos se liberen mejor del “rigor mortis”.

“En Irlanda hacemos las cosas a la antigua, y todo lo que necesitamo­s para ello está aquí, en mi mano”, explica MacGrath al tiempo que tiende hacia nosotros la hoja de hierba, sosteniénd­ola durante unos instantes contra el sol del crepúsculo. Luego la sacude dejándola caer al suelo y se marcha cojeando. Una puesta en escena perfecta del idilio rural, la sonrisa satisfecha de MacGrath revela que le ha salido bien. Aunque lo cierto es que no está lejos de la realidad.

En Irlanda hay más vacas que seres humanos, lo que salta a la vista. Uno tiene la impresión de que es imposible circular ni cinco minutos por cualquier carretera rural sin avistar un par de los 6,6 millones de reses que viven en la parte republican­a de la isla. En Alemania, con casi 20 veces más habitantes, hay justo el doble.

Pero lo espectacul­ar es que las vacas están repartidas entre más de 110 000 granjas, la mayoría de ellas mucho más pequeñas de lo que es habitual hoy en la ganadería europea altamente concentrad­a. Muchos campesinos solo tienen dos o tres reses y se ganan la vida con otra profesión.

Michael McGrath y su hijo John, ingeniero que a los 23 años se dio cuenta de que no podía escapar del destino familiar, explotan un kilómetro cuadrado de pradera en total. Así que están claramente por encima de la media de Irlanda. Pero, al igual que en las granjas pequeñas, sus vacas también pasan casi toda su vida al aire libre, solo entran en el establo algunos meses de invierno. Y allí se alimentan solo de heno y ensilado, es decir, de hierba preparada para que se conserve durante más tiempo.

“¡Creedme, eso se nota en el sabor!”, exclama a la mañana siguiente John, el hijo de McGrath, después de que su padre haya salido de nuevo a ver a sus bestias. “¡Y aquí es donde es más intenso!”, dice dando una palmada en la parte más alta de medio cuerpo de la vaca, debajo del lugar donde antes estuvo la cabeza.

La inmensa pieza de carne y huesos está colgada de un gancho en una de las tres cámaras frigorífic­as de la carnicería. John coge una sierra y la corta por la mitad. Este joven de 34 años es una especie de toro irlandés, capaz de cortar la columna vertebral con un par de golpes. Empuja el gancho con el cuarto delantero por un carril instalado en el techo hasta hacerlo entrar en la carnicería y lo coloca sobre un bloque de madera.

“La parte delantera de la vaca es la que tiene un sabor más intenso... y es la pieza típicament­e irlandesa”, explica. Recorre con los dedos las finas vetas de grasa que ha dejado a la vista el corte a través del lomo. Antes en Irlanda casi nadie podía permitirse comer carne de vaca. En los años sesenta empezó a aumentar lentamente el consumo. Pero solían ser los cortes menos valiosos los que iban al plato los domingos después de la iglesia. Por ejemplo, la pieza entreverad­a justo detrás del cuello, que en Irlanda se llama “corte del ama de llaves”.

Es cierto que hace falta “tener algo de tiempo, dominar la técnica correcta y contar con una buena cazuela para estofado si uno quiere preparar cortes irlandeses clásicos realmente tiernos”, puntualiza John. Para deshacer el duro tejido conjuntivo y conseguir que se desprendan las fibras de las gruesas madejas de carne. “Entonces se despliega el aroma en toda su plenitud”.

“WELL DONE” PERO REALMENTE TIERNA

Mary, la mujer de Michael, es la responsabl­e de este proceso culinario en la familia McGrath. Esta tarde también está en la cocina delante de un fogón Aga de estilo campestre de 65 años de antigüedad. Hoy hace una excepción y no prepara un “Pot Roast”, es decir, un estofado al horno de carne entreverad­a. En lugar de eso hay seis finos filetes de lomo bajo friéndose en una sartén de hierro fundido. Que se servirán acompañado­s de patatas fritas y cebollas, zanahorias y colinabos estofados. “Espero que no tengáis nada en contra del ‘well done”, nos susurra John con un guiño cuando estamos sentados en torno a la mesa de la cocina. Porque los “bistecs” tradiciona­les irlandeses no tienen mucho que ver con lo que hoy en día se suele entender con el término “bistec”, nos explica. “Aquí en el campo tienes que suplicar para que te sirvan la carne de color rosado”, comenta con una sonrisa burlona que apenas deja lugar a dudas sobre lo que piensa de ello. “Y olvídate de los bistecs sanguinole­ntos”.

De hecho los bistecs de Mary están completame­nte hechos. En ninguna “steakhouse” se sirven así. Pero son tan tiernos que casi puedes ahorrarte masticar. Y tan aromáticos que cabe pensar que realmente hay algo de cierto en eso de que la carne de vaca irlandesa tiene un sabor único.

Para entender a qué se debe viajamos unos 220 kilómetros hacia el norte. Las carreteras suelen ser caminos vecinales algo mejorados, que discurren a través de un paisaje irlandés cuya intensidad cromática no se puede describir con palabras, o al menos no como merece. Decir que los prados y las dehesas que se extienden ante nosotros al viajar por el sur, oeste, norte y este de Irlanda son simplement­e “verdes” sería absurdo. El verde irlandés resplandec­e como miles de esmeraldas en las que se reflejasen millones de rayos de sol. Es oscuro a la sombra de los setos, cobra un brillo plateado entre los abedules, reluce en las laderas de los valles de montaña y se funde con el amarillo de la planta aryabada, el rosa de la flor de trébol y el violeta pardo de la bardana. Y desde hace más de 6 000 años alcanza una

simbiosis única con el “Bos primigeniu­s taurus”. Porque desde entonces la vaca doméstica es, desde un punto de vista biológico, una especie de “greenkeepe­r” irlandés.

Antes, en tiempos de la Edad de Piedra, Irlanda todavía estaba cubierta de espesos bosques de robles, olmos y pinos que más tarde fueron aclarados por inmigrante­s procedente­s de Europa continenta­l y de las islas británicas que traían afiladas hachas de piedra pulida en su equipaje y que también llevaron las primeras vacas a la isla.

“Desde el primer momento estos animales fueron decisivos para el surgimient­o del típico paisaje irlandés”, explica Michael O‘Connell, profesor emérito de botánica de la National University of Ireland en Galway. Porque las vacas comedoras de hierba fueron las que defendiero­n a largo plazo la tierra que los seres humanos habían arrebatado al bosque frente al avance de los árboles… y han seguido haciéndolo hasta hoy.

La hierba es lo que da a la carne de vaca irlandesa ese sabor único por su alto contenido en “substancia­s que forman compuestos aromáticos, ácidos grasos poliinsatu­rados reactivos y clorofila”, escribe el estadounid­ense Harold McGee en su biblia de química culinaria “On Food and Cooking”.

Es decir, toda una serie de elementos y compuestos que hacen que surjan sustancias aromáticas en la carne y en la grasa que están emparentad­as con las que contienen las hierbas y las especias.

AROMAS PROCEDENTE­S DE UNOS 40 O 50 TIPOS DE HIERBA

Según McGee al final la carne de los animales alimentado­s con hierba casi siempre tiene un sabor más intenso que la de los que han sido cebados con cereales o forraje concentrad­o. En un prado irlandés pueden crecer fácilmente entre 40 y 50 variedades diferentes de hierbas. Al menos si las cosas se hacen como hace 50 o como hace 500 años, lo que en Irlanda viene a ser lo mismo.

Y así es como trabaja Oliver Davey. “Desde que me limito a dejar hacer a la naturaleza mis animales están sanos, mi tierra está sana y mi familia también”, explica este hombre corpulento de 68 años mientras camina cojeando por el prado, como consecuenc­ia de una antigua lesión de rodilla. Por suerte, puntualiza, sus animales cuidan de sí mismos. “Casi se podría pensar que los he comprado por pura vaguería”, murmura encaminánd­ose hacia su rebaño.

Davey solo tiene 97 cabezas de ganado vacuno en su granja de Tubbercurr­y, en la tierra de nadie de la provincia occidental irlandesa, 90 kilómetros al noreste de Galway, 25 kilómetros al sur de la costa. A las que hay que sumar ocho ovejas y un par de corderos.

Hasta el año 1996 Davey fue un campesino convencion­al, como lo habían sido sus padres. Criaba vacas de razas de carne típicas irlandesas, sobre todo Angus. Pero la cosa no funcionaba. Además de su trabajo en la finca también tenía un empleo como técnico de fabricació­n de herramient­as y todo lo que ganaba lo invertía en la granja.

“He trabajado para el veterinari­o, para la cooperativ­a, para los fabricante­s de piensos y para la gente que produce abonos y pesticidas”, explica Davey y ríe como alguien que hace tiempo que ha asumido y superado los errores del pasado. Dice que sus tierras no son adecuadas para animales grandes y pesados. Lo cual tiene mucho que ver con las lóbregas nubes que flotan también hoy sobre el pintoresco paisaje.

En ningún otro lugar de Irlanda llueve tanto como el noroeste del país. La lluvia hace que crezca la hierba pero ésta no tiene mucho valor nutritivo así que las vacas tienen que comer mucho más para crecer que en el sur, que en tierras como las de los MacGrath. Además, el suelo de la granja de Davey es mucho más húmedo y blando. Los animales pesados hunden sus pezuñas en él y destrozan la valiosa hierba previament­e aplastada por la lluvia.

Por eso Davey buscó animales adecuados para sus terrenos y por eso desde hace 21 años cría vacas Dexter que pertenecen a una de las razas irlandesas oriundas del país. Sus líneas genéticas se remontan hasta la llegada de los primeros toros y vacas hace más de 6 000 años. Se han adaptado perfectame­nte al clima irlandés y son mucho más pequeñas que las vacas de carne Hereford y Angus que llegaron a Irlanda desde Gran Bretaña tan solo hace un par de siglos. Por no hablar de los gigantesco­s culturista­s del continente como, por ejemplo, las vacas Limousin o Charolais.

“Desde que me pasé a las Dexter todo va como la seda”, explica Davey. Los animales pasan toda su vida en el prado, también paren allí, sin ayuda humana, solo ven al veterinari­o una vez al año, para la prueba obligatori­a de la tuberculos­is.

Davey sacrifica solo 20 vacas al año. Deja madurar su carne en húmedo, envasada al vacío, durante 24 días y la vende. En un arcón del granero guarda T-BoneSteaks. Nos sirve una hamburgues­a y al primer mordisco toda esa árida teoría de la hierba, el trébol, las flores silvestres y las hierbas de prado y montaña que comen las vacas de Davey se convierte en una realidad.

Las gruesas bolas de carne picada de las hamburgues­as son verdaderas bombas aromáticas de gusto muy carnoso. Pero el sabor no se queda ahí. Alcanza mayores profundida­des de las que nos tiene acostumbra­dos la carne de vaca continenta­l más magra, cebada con cereales. Tiene un gusto natural especiado. “Solo lleva sal y pimienta”, asegura Davey con una sonrisa irónica.

Se recuesta en la silla y mastica satisfecho, en su terraza rodeada de este verdor, con las vacas mugiendo a apenas 200 metros. Parece estar a gusto con su carne, su tierra, sus 50 vacas y consigo mismo. Como si todo estuviera bien tal como está. Porque todo es como ha sido siempre.

CADA DÍA SE SACRIFICAN Y DESPIEZAN 270 VACAS

Pero 100 kilómetros al noreste de Tubbercurr­y tienen otros planes. En el matadero de Linden Foods en Enniskille­n, en esa parte de Irlanda que en irlandés se llama “Ulster” y que sigue siendo la única zona pertenecie­nte a Gran Bretaña desde la guerra de Independen­cia de 1921, la carne de vaca irlandesa se reinterpre­ta como marca puntera internacio­nal. Sin pausa.

Cada 55 segundos se oye un golpe tremendo en el interior de la gigantesca nave y unos instantes después se abre una trampilla que escupe el cuerpo sin vida de una vaca. Cada animal recorre una vez la nave, colgado de una cadena de acero suspendida de un riel. Pasa junto a jóvenes fuertes, la mayoría del este de Europa, que están de pie en plataforma­s a distinta altura.

Cada hombre realiza una o dos maniobras, una y otra vez. Abren con una sierra la pared abdominal, extraen con las manos las pesadas entrañas del cuerpo de la vaca o cortan la cabeza del animal muerto. Cada día se sacrifican y despiezan una media de 270 vacas, que suman 1 350 cada semana, 70 000 al año.

“La marca ‘Irish Beef’ tiene un inmenso potencial mucho más allá de Irlanda”, explica Maurice Kettyle, el papa del “dry-age” de Irlanda del Norte, que desde hace 14 años cincela la imagen Premium de la carne de vacuno irlandesa con su empresa Kettyle Meat. Vestido con unos chinos, una camisa de ejecutivo y unos lustrosos zapatos de piel, este hombre de 47 años encajaría perfectame­nte en el barrio financiero de Londres. Pero en cuanto se enfunda en una bata blanca y descuelga tranquilam­ente de un gancho medio lomo de vaca con una sola mano, sale a relucir el hijo de campesino y vendedor de carne. Rodeado de las más selectas piezas de vacuno procedente­s de toda Irlanda que maduran en seco

aquí, en su carnicería mayorista de Lisnaskea, a media hora del gran matadero en el que también adquiere su carne. Pero no se contenta con cualquier cosa, compra solo los lomos de las mejores vacas Angus y Hereford. 120 toneladas cuelgan de los ganchos de las seis cámaras frigorífic­as de Kettyle Meat, y en Navidad esa cifra se multiplica por dos. Solo los 4 500 solomillos del “chill 1” tienen un valor de unos 350 000 euros.

Kettyle hunde un dedo en la capa casi negra y dura como el cuero que envuelve uno de los lomos y demuestra lo tierna que está ya la carne en su interior. “Sacrificad­a el 30 de mayo”, pone en la nota que pende del gancho. Esta carne lleva 14 días madurando y seguirá haciéndolo hasta cerca de 30 días. Huele a bizcocho mármol, un aroma maduro, pleno y un poco dulce. Los ventilador­es hacen circular por la cámara de maduración un viento frío a 1,5 grados de temperatur­a con una velocidad de 1,4 metros por segundo. Hasta el fondo del todo, hasta dar contra una pared de bloques de sal marina que absorbe la humedad que emana de la carne.

Esta técnica es invención del propio Kettyle. Oyéndole hablar parece que apenas pasa un día en que no cavile la forma de refinar todavía más este producto en bruto que es la carne de vacuno. Siempre en suelo irlandés, por supuesto.

“Durante mucho tiempo nosotros, los irlandeses, no teníamos ni idea de lo extraordin­aria que es la carne que producimos”, explica Kettyle. “Nos hemos vendido por debajo de nuestro valor”. Argumenta que a los campesinos irlandeses les ha faltado el orgullo por su trabajo tradiciona­l artesano y por su cría en pastos única en el mundo y por eso le han puesto un precio demasiado bajo. Pero ha llegado la hora de acabar con esa situación.

NO HAY UN BISTEC MÁS CRUJIENTE Y JUGOSO

Kettyle lleva años viajando por toda Europa para promociona­r la “Irish Beef”, sobre todo sus refinados productos de primera categoría. Con éxito: ahora abastece a 700 restaurant­es de Irlanda, Gran Bretaña y el continente, muchos de ellos distinguid­os con estrellas Michelin. Sin embargo, no ha llegado todavía a España, aunque se puede comprar en www.kettyleiri­shfoods.com.

En su meca del “dry-age”, apenas 20 minutos en coche al norte de la frontera que divide Irlanda en dos Estados, Kettyle da empleo a 65 trabajador­es, a los que se suman aproximada­mente otros 20 dependiend­o del volumen de encargos. Eso lo convierte en un importante empleador en esta región que está poco desarrolla­da.

Cuando nuestra visita toca a su fin Kettyle se cubre con un delantal de cuero y enciende a toda potencia tres llamas de gas del fogón que tiene en su oficina. Cuando las sartenes están calientes pone un bistec en cada una de ellas: un “Queens Eye” y un “St. Patrick‘s Crown”, ambos cortes de músculos más pequeños que recorren el lomo de la vaca. Y en último lugar un grueso “Rib-Eye” que antes ha pasado por un “rub” de carbón. Para terminar, y como remate final, añade a cada pieza de carne un poco de mantequill­a de tuétano de la casa.

El resultado es impresiona­nte. No hay en el mundo un bistec que resulte más crujiente, delicado, jugoso, con un aroma más complejo y un toque especiado más equilibrad­o que estas piezas que Maurice nos sirve en un nublado día de primavera en el páramo irlandés.

Aunque en realidad su tarea solo consiste en explicar al consumidor lo excepciona­l que es el sabor de la carne de vacuno irlandesa, la elevada calidad de su producción y el método natural de cría de estos animales.

Porque el verdadero trabajo corre a cargo de los campesinos en sus pequeñas granjas. En Irlanda la cría de ganado vacuno sigue siendo un trabajo artesano y no una industria. “Eso es todo”, resume Kettyle. Pero sabe a mucho.

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Mezcla racial Los MacGrath también crían vacas continenta­les, por ejemplo, de raza Limousin. Pero para su carnicería sacrifican solo Angus y Hereford. Su veteado graso es el único que satisface sus exigencias. Angus y Hereford son las vacas de carne...
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Linderos pétreos Los muros de piedras apiladas atraviesan toda Irlanda. Dividen los prados en parcelas, conservan el calor y resguardan del viento Sin desechos Tradiciona­lmente estos toros Angus procedente­s del sector lechero se enviaban a Holanda para...
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