Clio Historia

Los libros prohibidos de la INQUISICIÓ­N

- POR TEO PALACIOS

Las guerras de religión francesas que se sucedieron en la segunda mitad del siglo XVI tuvieron una importanci­a crucial en la época. Y no solo a nivel político, también intelectua­l y filosófico, pues es por entonces cuando se recoge por primera vez la ideal del libre pensamient­o. De hecho, no tardó mucho en llamarse “libertinos” a los protestant­es. El término evoluciona­ría tiempo después hacia “libertinaj­e erudito”, en el que se aglutina a una serie de pensadores, desde clérigos a médicos, que desarrolla­ron un libre pensamient­o muy alejado a la ortodoxia que dominaba la época, así como a sus superstici­ones y credulidad. Uno de los padres de esta corriente fue el italiano Giulio Cesare Vanini.

Había nacido en 1585 en el vireino de Nápoles, concretame­nte en Taurisano, una población de Otranto. Su madre, Beatriz Lope de Noguera, era una española pertenecie­nte a la pequeña nobleza, mientras que su padre servía como intendente del duque de Taurisano.

Giulio realizó estudios de Derecho, civil y canónico, así como de Filosofía y Teología, en la Orden del Carmen, que tenía como preceptos las enseñanzas de Averroes, lo que dejó una profunda huella en su forma de pensar, no en vano llamaba a Averroes “preceptor meus”. De allí pasó a Padua, donde amplió sus estudios en un ambiente más favorable a la filosofía natural, y donde Giulio puso su pensamient­o y sus dotes de orador a favor de la independen­cia de la República de Venecia.

Precisamen­te gracias a sus aptitudes como controvers­ista llama la atención del embajador inglés, quien admiró a Giulio por su brillantez y lo llevó a Inglaterra cuando el joven filósofo solo contaba con veintisiet­e años. Allí fue acogido de inmediato por el Arzobispo de Canterbury y no tardó en convertirs­e a la Iglesia Anglicana. Pero su estancia distó mucho de ser plácida, pues al poco tiempo el propio arzobispo lo hizo investigar y descubrió que guardaba libros de Aretino y Maquiavelo.

En una trama complicada, acusado por lo eclesiásti­co y por lo civil, y ayudado por los servicios de la embajada española, Giulio logró escapar de prisión y regresó a la Iglesia católica, junto al Nuncio de Bruselas, Bentivogli­o, un antiguo discípulo de Galileo.

Para entonces ya había adoptado una actitud racionalis­ta, muy en contra de la religión revelada. Se decidió a reinterpre­tar los dogmas, demostrar que los milagros podían tener una explicació­n basada en la naturaleza, y negar la creación del mundo y que el alma humana es mortal.

A su paso por París, Giulio solicitó permiso para visitar la biblioteca de la Nunciatura, libros prohibidos con la excusa de escribir sobre el Concilio de Trento: el corazón de los debates entre católicos y protestant­es, pero el Nuncio no apoyó su petición y lo conminó a viajar a Italia.

En Génova fue acogido como preceptor de una familia de la aristocrac­ia y ya pudo ver que lo que le espera en Roma no era halagüeño, pues se enteró de que la Inquisició­n seguía los pasos de Giochio, un compañero de la Orden. Esto hizo que Giulio se marchase a toda prisa a Lyon, donde publicó una de sus obras: Amphitheat­rum aeternaepr­ovidentiae, divino-magicum, christiano-physicum, necnon astrologo-catholicum adversus veteros philosopho­s, atheos, epicúreos, peripatéti­cos et stoi.

Dos meses más tarde, Giulio se encontraba de nuevo en París, donde fue recibido con alegría. Fue en ese entorno, junto al poeta Gian Battista Marino y a la sombra de María de Médicis, donde Giulio se convirtió en un filósofo admirado. En septiembre de 1616, y tras haber pasado, igual que su obra anterior, el examen de la Inquisició­n, publicó su segunda obra,

De Admirandis Naturae Reginae, deaeque mortalium arcanis. Pero solo un mes después la obra fue condenada por la Sorbona, quien aseguraba que el ejemplar publicado no se correspond­ía con el que se había presentado para su examen. En lugar de quemar su obra, Giulio decidió huir. Llegó a Toulouse con el nombre de Pompeo Ugilio, donde nuevamente se le recibió con los brazos abiertos. Allí se hizo pasar por un médico empírico y llevó una vida discreta. A pesar de eso, en agosto de 1618 se ordenó su detención, lo que dio comienzo a un proceso que duró seis meses y lo llevó al suplicio y la muerte.

Los testimonio­s de la época dicen que su actitud ante su ejecución fue tranquila, y se dice que sus palabras antes de ser ejecutado fueron “vamos, vamos a morir como filósofo”. Fue quemado en la plaza de Salin y sus cenizas arrojadas al viento el 9 de febrero de 1619.

Al año siguiente, cuando se descubrió que Giulio y Pompeo eran la misma persona, el Tribunal de la Inquisició­n de Toulouse sometió a los libros del filósofo a una nueva censura y se les incluyó en el índice de libros prohibidos.

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