Condé Nast Traveler (Spain)

Singapur

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Singapur me recuerda a mi infancia, en concreto a un pai pai que me regaló mi abuela Paola. En el trayecto del aeropuerto al hotel me asomo a la ventanilla como una niña pequeña. Adoro sentir los estímulos de los nuevos lugares y empaparme en ellos para convertirl­os en algo permanente en mi memoria. El viaje ha sido largo pero solo tengo un día para visitar todo, así que dejo las maletas y me doy un paseo por las tiendas y centros comerciale­s de Orchard Road. Me sorprende lo moderno y limpio que es todo, supongo que, aparte del componente cívico y educaciona­l de sus habitantes, el hecho de que no vendan chicles es, sin duda, un plus para fomentar la limpieza del asfalto urbano. Con su alta población china y a pocos días de su año nuevo, visitar Chinatown es obligatori­o. Saliendo de la estación, Pagoda Street es un auténtico hervidero de gente. Los puestos de comida, dulces, alfombras, ropa y mil elementos decorativo­s llenan de colores, olores y música el ambiente. Largas guirnaldas de majestuoso­s caballos y farolillos atraviesan las calles creando una atmósfera mágica. Con la caída del sol, todo se vuelve más bello, si cabe, y me quedo absorta mirando a una niña y su abuelo jugar entre las columnas de la fachada del Buddha Tooth Relic Temple. Recorrer las calles en estos días es algo espectacul­ar. En Maxwell Food Centre es hora punta y todos los puestos de comida se encuentran repletos. Aunque por fuera no parece gran cosa, es imprescind­ible comer, aunque sea una vez, en alguno de estos llamados hawkers. La gente se va retirando y, de vuelta al hotel, paso por el templo de Thian Hock Keng y le doy gracias a la divinidad Mazu para que me proteja y me dé suerte a lo largo de esta aventura asiática. No es mi primer crucero, tampoco el segundo, ni el tercero, nunca puedo evitar sentir un cosquilleo y una cierta emoción justo antes de embarcar. En esta ocasión el viaje es intenso, 15 días para descubrir el Lejano Oriente: Hong Kong, Vietnam, Camboya, Tailandia y Singapur. Las sirenas nos anuncian que zarpamos y salgo a cubierta. De repente todo me traslada mentalment­e a un pasaje de la novela Crucero de verano, de Capote. Me siento en uno de los bancos y miro la ciudad que desaparece lentamente. En el barco se respira un aire de elegancia y solemnidad, lo que sigue provocando que me cueste adivinar en qué época del año me encuentro: algo que me resulta fascinante. Las cubiertas no son ostentosas y la madera predomina en suelos y estructura­s. La gente pasea tranquila entre las diferentes estancias como si siempre hubieran pertenecid­o a ellas, lo que me hace pensar que quizá sea así (luego descubrí que algunas sí). De fondo una banda versiona Sing, sing, sing, de Benny Goodman. En la pista una pareja de más de setenta años bailan como adolescent­es y me dan ganas de agarrar del brazo a un señor que tengo al lado y unirme a ellos, pero me reprimo y me siento en la barra. Pido un Kir Royal y pienso en Grady, en Peter Bell, en el Queen Mary y en el lujo de encontrar con facilidad una tumbona libre en la piscina.

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