Acampada con vistas
Nos adentramos en un bellísimo paraje lunar de Etiopía, país elegido mejor destino turístico de 2015 por el European Council on Tourism and Trade.
Descubre por qué amamos el Danakil, en el oriente etíope.
La gran escritora de viajes Dervla Murphy solía decir que Etiopía le dio la oportunidad de vivir en siglos diferentes al mismo tiempo. En el Danakil, la gran depresión desértica que se extiende en el oriente del país, uno siente que podría encontrarse en el siglo I, incluso en el primer día de la existencia, antes de que Dios pasara por allí a rellenar los espacios vacíos con pequeños detalles como colinas, vegetación y ríos. Los paisajes son esqueléticos, elementales, emocionantes y vastos. Sus habitantes, los distantes hombres y mujeres de la tribu afar, viven en tiendas hechas con piel de cabra que parecen
pequeños barcos dados la vuelta y controlan el comercio de sal que ha transcurrido por este lugar desde el principio de los tiempos. Este es el punto más septentrional del Gran Valle del Rift de Etiopía, donde las cortezas terrestres se separan. En las antiguas calderas el desierto se convierte en un caleidoscopio de minerales de colores, fisuras y fístulas, fuentes termales y géiseres, burbujas y esfuerzos. En la distancia se eleva un volcán cuyo lago de lava es una espectacular caldera de estrepitoso fuego. Aproximadamente a una hora de ese espectáculo se encuentra Abaca, el primer campamento de este calibre en esta parte del mundo. Con la luz del anochecer, parece irreal como
un milagro, ofreciendo placeres sencillos en un espacio remoto: inodoros con cisterna y duchas surtidos por cubos de agua, vino a buena temperatura y exquisitas cenas a base de pescados a la brasa y ensaladas, cómodas camas que se sacan al exterior para dormir bajo un edredón de estrellas. Y por la mañana, al despertar, caravanas de camellos pasan por delante, silenciosas, acarreando sobre sus grandes pezuñas mullidos bloques de sal hacia las Tierras Altas, a la civilización, en una ruta que en su día contribuyó a la fortuna de la reina de Saba. Por Stanley Stewart.