IBIZA BUSCA EL NORTE
Más allá de los tópicos, de los clubbers y sus adorados dj, de las playas abarrotadas de músculo y tatuaje, hay una isla donde la belleza marca el ritmo de la vida.
Aunque no lo digan, porque son extremadamente prudentes, los ibicencos viven los veranos como un mal necesario. La isla, que en invierno mantiene una población estable de cien mil personas aproximadamente, se dispara en verano a más de cuatrocientos mil cuerpos. Hay días en julio y agosto en los que todos ellos piensan que la isla se hundirá bajo el peso de tanta fiesta. La capacidad de recuperación de playas, bosques y espacios naturales es cada vez menor; Ibiza se agota bajo un sol abrasador, un mar congestionado de embarcaciones y los excesos de una humanidad que la ha erigido en su símbolo de placer terrenal. Es así, y es un negocio altamente rentable, aunque sería deseable y necesario moderar el tráfico, el acceso a zonas naturales protegidas y el ruido ambiental.
Los que conocen la otra Ibiza, la de primaveras y otoños suaves, inviernos deliciosos de torradas y paseos entre bosques de pinos y sabinas, saben que echarle un pulso a la industria del ocio y el entretenimiento les pondría en jaque; muchos de ellos también viven de ese turismo bullicioso. Pero esperan su tiempo, que es el apagón de las discotecas, los famosos closings, para salir como caracoles después de la lluvia a esta Ibiza que es una bendición y una belleza.
Pero, ¿qué podemos hacer los que tenemos el verano ibicenco como meta, pero no en medio de una playa atestada o en un restaurante caro y antipático? Tenemos el norte. Y que en una isla de 571 km2 que es el epicentro mundial del verano electrónico haya lugares sin colonizar es un milagro. De momento. Pero el momento es lo que cuenta. Carpe Diem.
El eje de Sant Miquel, Sant Joan y Portinatx forma la barrera natural que separa la Ibiza del arrebato de la Ibiza del alma quieta. Empecemos por Sant Miquel, ese pueblo alto, blanco y constantemente blanqueado que baja desde su iglesia, bella y solitaria, por callecitas empedradas y estrechas. A un lado de la iglesia, el recientemente abierto Can Pardal es una casona payesa del siglo XVI reformada con mucho criterio por sus propietarias, Antonia y Margarita Colomar. Con sus habitaciones, su piscina, sus jardines bien cuidados y sus muros de piedra que se tocan con los de la iglesia, este hotelito es un descubrimiento colosal. La entrada, con un patio empedrado, higos chumbos y sus puertas de madera, te invitan a dejar afuera toda conexión tóxica y a tomarte la vida con calma. Las vistas, con una perspectiva de los campos ibicencos, recuerda esas fotos de finales de los años 50, cuando empezaban a llegar los primeros hippies.
Justo al lado de Can Pardal está el atelier de Natasha Collis, una joyera –mejor, una orfebre– que crea piezas bellísimas en oro muy puro y las vende casi todas en los mercados internacionales a precios que revelan que el talento, todavía, tiene valor. Ya la conocíamos de otro reportaje, y en esta nueva visita su sonrisa sigue siendo dulce, su discurso elegante y sus piezas, maravillosas. En el piso superior a la joyería, Richard Wright, su pareja, trabaja el cuero. Tendencia muy británica con pieles italianas. Sillas de montar, bolsos de viaje, y también cinturones y accesorios masculinos definen su primera colección. Es un artista y es un artesano. Y, al igual que Natasha, ha encontrado en esta Ibiza su lugar en el mundo desde el que irradia creatividad al mundo exterior. En la misma calle de la iglesia hay un bar, Can Xicu, que desde 1905 señala la tradición de este pueblo. Es un bar curioso, con estanco y museo de arte folclórico ibicenco, y sede de la colla de Sant Miquel, que mantiene vivos los bailes payeses en la isla. La hija de la propietaria es atractiva y moderna, y mantiene a capa y espada la historia del local. Tiene, por cierto, una anécdota muy curiosa: en los años 60, los dueños de Can Xicu acogieron a muchos jóvenes norteamericanos que no querían ir a la guerra de Vietnam. Les dieron casa y cobijo. Seguramente para estos chicos fue escapar del infierno y llegar al paraíso con billete de retorno a casa. ¡Qué tiempos! ¡Qué Ibiza!
Desde Sant Miquel enfilamos hacia Sant Joan por una carretera preciosa que va dejando atrás desvíos hacia playas como Benirrás (famosas sus tamboradas los domingos) y acantilados magníficos como los del hotel Na Xamena, suspendido a 180 metros sobre el mar. Este hotel, que tiene una de las vistas más privilegiadas de la isla, ha recuperado su elegancia natural y ofrece un spa eficiente, una oferta gastronómica más
EL EJE DE SANT MIQUEL, SANT JOAN Y PORTINATX FORMA LA BARRERA NATURAL QUE SEPARA LA IBIZA DEL ARREBATO DE LA IBIZA DEL ALMA QUIETA
que aceptable, sumados a una privacidad absoluta. Es el refugio de abonados al lujo en sus mejores variantes. Sant Joan es un pueblo curioso. Su plaza central es pequeña y alargada, y en invierno no hay un alma, salvo los que viven aquí. En verano, cada domingo, se monta el nuevo mercadillo de moda–Las D alias ya es impracticable en esos meses–con puestos de frutas y verduras ecológicas, accesorios en plata hechos por artistas y a precios de coleccionistas, y mucha oferta típica de los mercadillos industriales. En medio de la plaza, The Giri Café y The Giri Residence, dos joyitas que mantienen intacto su espíritu alternativo cool en un edificio típico con 150 años de historia. En el interior, terrazas ajardinadas, un huerto ecológico, mesas de madera pintada, sombras refrescantes, suites luminosas y una propietaria deliciosamente elegante que aparece con sus dos hijas. Las tres muy rubias, las tres muy guapas, las tres muy simpáticas. Rosa-Hildebrandty su marido, Lars Holm Hansen, eran ejecutivos en su Dinamarca natal hasta que, un día, dijeron basta y se mudaron aquí. Las peripecias para abrir The Giri Residence dan para un libro, que ella cuenta con buen humor nórdico. Sus hijas ya hablan español e ibicenco, van al colegio y tienen amigas de veinte nacionalidad es diferentes. Para esta familia la vida en la isla es tranquila, sólo la alteran algunas trabas municipales incomprensibles para ella, que lo único que desea es fortalecer un negocio en alianza con la naturaleza de la isla. En una mente sueca no ca ben estos entresijos que nosotros tan bien conocemos y hasta acatamos como faitaccompli. Siento que estoy ante una empresaria honesta, de esas que tanta falta hacen. Espero que nunca se vayan de aquí, nunca bajen la guardia, nunca dejen de preparar esta comida orgánica exquisita en su sencillez y elegantísima en su presentación. Afuera, el sol de primavera, naranjos y limoneros que embriagan los sentidos con ese aroma de azahar que llega a todos los spas de la isla, a los restaurantes y hoteles con encanto. En Sant Joan y sus campos se está gestando una vuelta a la naturaleza que va camino de convertirse en moda, con todo el riesgo que eso conlleva. Más hoteles, más chiringuitos, más boutiques con precios escalofriantes, más gente, más ruido. No quiero que la tiranía del más es menos se apodere del norte de Ibiza. No quiero.
Para ello voy hacia arriba, hacia Portinatx, que aparece ante nosotros como una calle larguísima en la que se alternan restaurantes muy turísticos de menús fijos para familias de clase media con clubs de vacaciones también para familias de clase media. Gente tranquila, en todo caso, que casi no se mueve de las playas de su entorno y, a veces, ni siquiera de las piscinas de los clubs todo incluido. ¿Qué tiene esto que ver con el encanto elegante que quiero descubrir? Todo y nada, la verdad. Este tipo de turismo no suma, pero tampoco resta. Da sustento a muchos pequeños empresarios locales, abarrota las tiendas de souvenirs y productos playeros y suele ser muy formal y correcto. Lo que gasta sirve para mantener un turismo de sol y playa que ya es parte del ADN nacional. Turistas que generalmente necesitan esa semana o esos quince días para saber lo que es el sol, una paella a buen precio y diversión enlatada pero imposible de encontrar en sus latitudes envueltas en niebla. Sin embargo, la sofisticada visión de Pierre Traversier, jugador francés de baloncesto, y su mujer, Rozemarijn de Witte, periodista holandesa y directora de revistas de moda de alta gama, ha conseguido crear –y recrear–su universo particular en plena bahía de Portinatx. Los Enamorados es un hôtel de charme que ha recuperado un antiguo hotel sobre el mar y lo ha convertido en objeto de deseo. Sus nueve habitaciones –“si desde la tuya no ves el mar te devolvemos el dinero”, garantizan–, su restaurante, su spa tan genial, su tienda llena de tesoros lo hacen jugar en una liga diferente, en un deporte diferente. Entrar en Los Enamorados es descubrir cómo se puede hacer algo muy bonito y muy delicado en donde menos te lo esperas. Y de paso, recuperar Portinatx. Recomiendo alojarse allí o, al menos, cenar en su restaurante, con la terraza iluminando las barcas de pescadores del puerto. Y entrar en su tienda, una cueva de Alí Babá mimada por los propietarios, grandes coleccionistas y mejores diseñadores. Alrededor, otros locales tradicionales ofrecen lo de siempre, pero es tal el encanto de Los Enamorados que hasta eso parece una alegoría equilibrada. Me paseo entre las mesas y reconozco a celebridades de la prensa y el espectáculo, todos hablando bajo, todos disfrutando de la luna llena sobre el mar.
Rozemarijn combina su trabajo como editora de una revista muy bien hecha y elegantemente maquetada para el colectivo de prostitutas holandesas –¡eso es tener coraje editorial!– con su notable capacidad de empresaria. Toda la decoración de Los Enamorados es suya, y ha conseguido darle toques
EL SOL DE PRIMAVERA, NARANJOS Y LIMONEROS EMBRIAGAN LOS SENTIDOS CON ESE AROMA DE AZAHAR QUE LLEGA A TODOS LOS RINCONES DE LA ISLA
exóticos y una elegancia ecléctica. Son iniciativas como esta las que me permiten atisbar una nueva perspectiva, la de mi isla soñada.
En la playa, un chiringuito pone música y sirve unos mojitos ricos. La escuela de buceo, una de las más conocidas de Ibiza, enseña a bucear en pocos días. Detrás, dunas y rocas horadadas por los vientos del norte, esas tramuntanas no muy frecuentes pero que, cuando soplan, dejan olas de más de cinco metros en la costa escarpada. Camino hacia mi faro favorito, el de Moscarter, y desde allí miro al mar, esperando avistar delfines, que los hay, y ballenas, que las hay. Las bandadas de gaviotas y los cormoranes tienen sus nidos en estos acantilados aún salvajes. Casi nadie a la vista, hablo de humanos, salvo las barquitas de pescadores que vuelven de faenar con la caída del sol. Ver sus llaudes cruzar el disco del sol que se mete en el horizonte es algo que todo ser humano debería ver; es curativo. Saliendo de Portinatx hacia la ciudad de Ibiza, una desviación a la izquierda nos lleva hasta una de las calas menos conocidas de la isla, Caló d’en Serra. Hay que dejar el coche arriba y bajar por un sendero de vueltas y revueltas. La recompensa es una cala pequeña, precedida por una mole de cemento de un edificio que se quedó a mitad de camino y que nadie termina y nadie quita. ¡Esta es una llamada a las autoridades para que lo solucionen! Pero ni siquiera ese adefesio te quita la belleza del instante: la entrada a la cala, las montañas, las rocas de todos los colores. En pleno verano puedes tender la toalla, comer una ensalada o tomar una copa de vino sin que te agobien o te agredan. Casi un milagro. Igual que en las cercanas cala Xuclar, con su chiringuito divertido y algo hippie, o la más organizada S’Illot d’es Renclí, con su restaurante, y la ya muy conocida y algo abarrotada cala Xarraca. Volvemos hacia Ibiza algo pensativos. ¿Y si estamos hablando demasiado? ¿Y si estamos revelando un secreto que traerá desorden y caos a este norte perfecto? Se impone el corazón periodista. Como siempre.
AQUÍ, EN PLENO VERANO PUEDES TENDER LA TOALLA, COMER UNA ENSALADA O TOMAR UNA COPA DE VINO SIN QUE NADIE TE AGOBIE