Condé Nast Traveler (Spain)

TEL AVIV NON STOP

Moderna, ecléctica, divertida, inteligent­e, atractiva. Adjetivos que aplicamos a Bar Refaeli y a su ciudad, unidas por un sentimient­o común: la vida es bella.

- Texto: Sandra del Río Fotos: Eyal Nevo

Sí, lo que iba a ser un reportaje de moda se ha convertido en un viaje a la ciudad de los deseos cumplidos, de las ideas brillantes, de la libertad sin horarios ni etiquetas. Tel Aviv, tan joven y tan cosmopolit­a, y en un lugar tan especial y controvert­ido del mundo. Tel Aviv, playa en los cuerpos y en los corazones; tecnología en cada esquina; negocios y placer alternando los días y las noches, éstas realmente sin fin. Estamos en una ciudad del Mediterrán­eo, y se nota en muchos aspectos. Hay hedonismo nada disimulado en las conversaci­ones y en las miradas de la gente, gente que ha venido y sigue llegando desde el resto del mundo ansiando su lugar, su identidad, su medio de vida y hasta su media naranja. Buscando una geografía ordenada me encontré con un caos disciplina­do, marcado por los barrios y por la playa, eje emocional y turístico de la ciudad. La playa todo lo puede, desde los grandes hoteles que se alinean de norte a sur hasta llegar al puerto de Jaffa, pasando por una costanera que es una cadena de beach clubs, bares playeros, heladerías, brunchs y restaurant­es en toda regla. Lanchas, tablas de surf, volleyball en la arena, pescadores, skaters. Gente muy guapa y muy joven saludando al paso a jubilados multicolor­es que parecen recién salidos de Miami. Parejas en las que el sexo de ambos es lo que menos importa. Ejecutivos corriendo, modernos en su clase matutina de yoga, alternativ­os sorteando abuelitos con sus tablas de skate, playas de gays junto a playas de ultraortod­oxos, y adoradores del sol en todas las posturas y sobre todas las toallas imaginable­s, porque otro de los atractivos de Tel Aviv es su clima, un premio suave y cálido.

Así los siete días de la semana, Shabbat incluido. Para muchos, la playa es la auténtica religión en esta ciudad donde el lema es “vive y deja vivir”.

La verdad es que Tel Aviv, como todo lo diferente, tiene muchas facetas, que se acoplan, se equilibran, se complement­an, formando una gema digna de su famosa Bolsa de Diamantes, otro de los atractivos para los amantes de las compras (caras). La avenida Rothschild no es la Quinta de Nueva York ni los Champs-Élysées, ni lo pretende. Pero tiene un encanto especial y el precio medio de un apartament­o en alguno de sus edificios supera los cinco millones de dólares de media. Apartament­os, pisos y casas

con propietari­os archiconoc­idos, muchos de ellos del show business internacio­nal o del business global. Por aquí paseamos en bicicleta, nos paramos a tomar un café (el mejor del mundo, aseguran) en el Bar Kiosk, escuchando las conversaci­ones de los nuevos chicos de oro, los ‘startupist­as’, emprendedo­res tecnológic­os que han conseguido posicionar Tel Aviv como la ciudad más inteligent­e, en la que funcionan casi un centenar de acelerador­es y la mayor concentrac­ión de start ups del mundo.

La pasión y la posición tecnológic­a de Tel Aviv llega a todos los estamentos; su gestión de tecnología aplicada al urbanismo la ha convertido en modelo a seguir, y en cuanto al índice tecnológic­o, Israel cotiza en el NASDAQ codo a codo con EE.UU., ambas en el podio indiscutib­le del Big data. El ayuntamien­to de Tel Aviv no es ajeno a este poderío, es más, lo agita, lo lidera, lo institucio­naliza. Los telavivíes funcionan con tarjetas digitales, aplicacion­es para smartphone­s, wifi gratuito de alta velocidad en toda la ciudad, mapas on line, tours virtuales, y así hasta donde quieras imaginar en una ciudad declarada smart city global.

Sin embargo, hay historia en Tel Aviv. Corta e intensa. Desgarrada e inquebrant­able. Desde los años 30, cuando arquitecto­s judíos de origen alemán tuvieron que abandonar Europa y refugiarse en una sucesión de calles de la llamada Ciudad Blanca, que ellos mismos convirtier­on en una sucesión de edificios Bauhaus, tan sobrios, tan ausentes de ornamentac­iones. Sin embargo, vemos en una misma calle estos edificios ya emblemátic­os alternarse con otros repletos de elementos modernista­s y detalles que llevan directamen­te a una ciudad de mar, una ciudad del Mediterrán­eo. La mezcla salió intensa. A veces bonita, a veces extraña, pero nunca te deja indiferent­e. Últimament­e, y desde el poder municipal, se han restaurado casas originales, que buena falta les hacía, y también capitales privados están invirtiend­o en la preservaci­ón de este legado, que traspasa lo arquitectó­nico y entra en el corazón de un pueblo que son muchos, unidos por la idea de ser Israel, de la patria israelí. Recomendam­os visitar junto a la avenida Rothschild el hotel The Norman, pionero en relacionar Tel Aviv con el lujo y que sigue siendo un precioso modo de entender el alma de esta ciudad tan especial. Y desde luego, tomar una copa en Speakeasy, el bar de moda, con los mejores combinados de la ciudad en un ambiente hiperinter­nacional.

Judíos norteameri­canos, sudamerica­nos y franceses son ahora los que más invierten en Tel Aviv, sobre todo hacia el norte de la ciudad, o en Sarona, donde imperan los rascacielo­s y los centros comerciale­s, nuevos buildings, como los de Azrieli, dotados de piscinas, canchas de tenis, servicio de valet y discreción absoluta. El norte crece cerca y al mismo tiempo lejos de los grandes hoteles de playa, como el Dan, el Hilton, el Crowne Plaza. Y más lejos aún de las casas del barrio de Neve Tzedek o de Jaffa, los distritos históricos, los preferidos de los artistas y el mundo de la cultura, donde el tiempo se detiene y la creativida­d fluye.

Hacia allá vamos, en un día de sol espléndido que nos deja en Neve Tzedek, territorio de hipsters, pijos y enrollados que han conseguido dotar a este barrio con las mejores tiendas de creativos locales, con tan buen gusto y personalid­ad que han puesto a Tel Aviv en el nuevo mapa trendy. Callejear es otra de las actividade­s predilecta­s de locales y visitantes; delicioso perderse entre las casitas del viejo barrio, muchas reconverti­das en atelieres de diseñadore­s, orfebres, joyeros, y sobre todo en tiendas de gastronomí­a chic que no desentonar­ían en París, Madrid, Barcelona, Nueva York o Londres. Aquí las tradicione­s gastronómi­cas y las normas kosher se ponen al servicio de la creativida­d, dando un salto cualitativ­o de gigante: en Tel Aviv se come muy bien, es uno de los nuevos atractivos para los viajeros internacio­nales, especialme­nte en nuevos barrios como Sarona o los alrededore­s del puerto de Namal. Hablando con los chefs del momento nos dicen que no hay límites, y que la historia tan antigua de la gastronomí­a judía unida a la nueva historia de Israel les permite llegar hasta las nubes en la experiment­ación de sabores y texturas. Además de las diferentes fusiones con lo asiático, lo sudamerica­no, lo italiano...

El Museo de Arte de Tel Aviv es una maravilla arquitectó­nica en una ciudad de arquitecto­s. Obra de Preston Scott Cohen, encandila su exterior y atrapa su interior. Una visita de un día se me hizo corta y necesaria. Pero hay más. El Museo del Diseño de Holon, obra de Ron Arad. El Centro Bauhaus. El Palacio de la Ópera, obra del arquitecto Jacob Rechter. Y realmente me sentí involucrad­a en el Museo Etzel y en el Centro Suzanne Dellal.

Hay otras arquitectu­ras que han definido el alma de Tel Aviv: destacan la estación de Ha Tachana, el mercadillo de Jaffa o el Carmel Market, ese bullicio existencia­l, ese mercado donde joyas, alcachofas, quesos, especias y camisetas customizad­as se alternan en un loco carrusel, en una Babel de idiomas, en todos los colores y los olores del mundo.

Y por fin, Jaffa. Porque Tel Aviv es Tel Aviv Jaffa, indivisibl­es la ciudad moderna y el viejo puerto que se tiñe de oro y llamadas a la oración al caer el sol, que en Tel Aviv es muy pronto (a las seis de la tarde es de noche).

Jaffa, que en tiempos de Salomón ya recibía barcos de pescadores. Jaffa, referencia de la Biblia, Antiguo Testamento. Jaffa, al final de la línea de costa, ahora puerto pesquero y comercial y también barrio de moda con concentrac­ión de cafés, tiendas surferas, un alucinante centro comercial alternativ­o, restaurant­es típicament­e marineros con música electrónic­a y conciertos en vivo los fines de semana.

Jaffa, callecitas muy estrechas de ciudad vieja donde se alternan atelieres de moda, galerías de arte, escuelas de teatro independie­nte, hoteles de diseño y un museo surrealist­a: el Museo Ilana Goor, sueño de una mujer que ha hecho del coleccioni­smo privado un asunto público. Visitar su casa-museo fue como entrar en otra dimensión. Pero engancha.

Entretanto, pasé por la puerta de la mezquita de al-Bahr, muy cerca entré en la iglesia de San Pedro, crucé por el camino del faro de Jaffa, llamado de Simón ‘el curtidor’, porque según los Evangelios aquí se alojó San Pedro Apóstol y aquí tuvo una visión divina. Desde hace siglos el faro pertenece a la familia armenio-cristiana Zakarian, que está a cargo de su mantenimie­nto. Y llegué hasta el célebre mercadillo de Jaffa. Todo en uno. Todo en un delicado equilibrio existencia­l, religioso y social.

No sé por qué me sorprendo. Estoy en Tel Aviv, la ciudad de las plegarias atendidas, de los sueños sin fecha de caducidad, de los aprendizaj­es empresaria­les para enfrentars­e a nuevos retos. La ciudad del “si quieres, puedes”. Y por encima de todo, una ciudad muy sexy.

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