EL ESPECTÁCULO DE SHÁNGHAI
LA CIUDAD QUE NO DEJA DE REINVENTARSE ENTONA UN NUEVO LEMA: ESTE ES EL HOGAR DEL ARTE CONTEMPORÁNEO.
Mi Uber me lleva hasta una imponente fábrica gris con una enorme chimenea. “¿Esto es un museo?”, pregunta mi chófer con ironía, poniéndole voz a mi curiosidad. La elección del Power Station of Art, el primer museo de arte contemporáneo financiado por el estado chino, fue la más adecuada para alojar la 11ª Bienal de Shanghái (92 artistas internacionales y 26 chinos). La reconvertida fábrica, abierta hace cinco años a orillas del río Huangpu y antes reformada para la Exposición Universal 2010, ilustra el repunte del arte en China y del arte chino en el mundo.
En este lluvioso día de noviembre, el museo está lleno de elegantes chinos y extranjeros, muchos formando fila para ver una de las instalaciones estrella: The Great Chain of Being–Planet Trilogy.
Los visitantes entran en el fuselaje de una lanzadera espacial y caminan por una serie de habitáculos de paisaje lunar que relatan historias de descubrimientos extraterrestres. Esta elaborada recreación de la odisea espacial, concebida por el director teatral Mou Sen e inspirada en el clásico de culto El problema de los tres cuerpos, del escritor chino de ciencia ficción Liu Cixin, refleja la nueva libertad artística. Ahora bien, recrearse en esta metáfora puede distraer de esta experiencia tan realista. Tanto que un niño, durante la visita, le preguntó a su madre si habían aterrizado en un nuevo planeta.
En cierto modo, lo hemos hecho. Recuerdo mi propio aterrizaje en el distinto Shanghái de 1992, cuando mi madre y yo bajamos del barco, procedentes de una tranquila ciudad de interior, Chongqing, tras recibir los visados para emigrar a Estados Unidos. A los siete años, el perfil de la ciudad ya me era familiar, gracias a la serie de televisión The Bund, título que hacía referencia al malecón a orillas del Huangpu donde bancos europeos y casas de comercio forman una galería de estilos neoclásico, barroco y gótico. Pasear por el Bund es descubrir la ciudad más glamurosa de China como lo hacían los mercaderes europeos y como lo debió de hacer durante generaciones la clase alta china. Es una instantánea del París del Este, tal y como se la conocía. Tal y como hizo Noël Coward, en 1929, cuando escribió Vidas privadas en su suite del hotel Cathay. O Charlie Chaplin mirando el horizonte al descorrer las cortinas del hotel Astor House. Así es el encanto de Shanghái y mi idea de su yang qi, el término chino que significa ‘occidentalidad’, destila cierta superioridad euro-americana.
El Shanghái de hoy da cuenta del rápido crecimiento de su identidad. Hace 20 años, en su frenética industrialización y urbanización sin apenas recursos para más, la ciudad contaba con pocos museos y ningún mercado de arte reseñable. Pero el meteórico crecimiento económico de China, junto a los grandes logros de los Juegos Olímpicos de Pekín de 2008 y la Expo 2010, marcó una nueva fase en la búsqueda del protagonismo cultural. Shanghái –ciudad de la innovación, al contrario que Pekín, constreñida por el conservadurismo político– es el lugar perfecto para ello. A pesar de que China sigue siendo comunista, ha sido generosa con las industrias culturales.
Como resultado, el West Bund, la franja de tierra paralela al río Huangpu que hace medio siglo era un páramo de industrias procesadoras y de producción aérea, se ha convertido en referente cultural, como lo es la milla de los museos de Nueva York.
Desde hace tres años, el Long Museum West Bund alberga parte de la colección de arte privada más extensa de China. Es un antiguo depósito de carbón cofundado por Liu Yiqian, un taxista convertido en millonario que acaparó titulares en 2015 por comprar el Modigliani más caro del mundo –170 millones de dólares–. Río abajo el museo Yuz, abierto en 2014 por el millonario chino-indonesio Budi Tek en un antiguo hangar, destaca por ser internacional. Alberto Giacometti y Andy Warhol fueron protagonistas de sus últimas muestras.
Así y todo, la escena artística aún no es territorio de empresarios megamillonarios. Doy un paseo nocturno con Lorenz Helbling, el fundador suizo de ShanghART, una de las galerías más antiguas de China. En ella exponen los artistas más importantes del país, como el pintor expresionista Zeng Fanzhi y Wang Guangyi, conocido por usar imágenes de la propaganda de Mao para parodiar el dominio del Partido Comunista. En 1996, Helbling, que llegó como estudiante a China, abrió su galería con tan sólo una silla, una mesa y un teléfono. El pasado año, ShanghART reubicó su espacio en un nuevo edificio cuyo exterior recuerda a una fila de contenedores de barcos apilados, como antaño en los muelles del río. Si bien el simbolismo se remonta al pasado de China, el ritmo dinámico de construcción habla del esfuerzo del país por abrir caminos literal y figuradamente en busca de una identidad propia.
Subo unas escaleras de hormigón en espiral hasta la azotea de la galería y contemplo la reluciente extensión del Bund al atardecer. La vista me trae a la memoria iconos de Shanghái cuando era una aldea de pescadores en las cenagosas orillas del Huangpu y punto
estratégico para los mercaderes europeos, desde 1850 hasta la era republicana –y epicentro del poder bancario y financiero chino a partir de 1980–. En un viaje previo visité a Liu Heung Shing, uno de los primeros fotógrafos que inmortalizaron la China tras Mao, y hoy al frente del nuevo Shanghái Centre of Photography. “Las primeras fotos de aquí y de China las tomaron occidentales con singulares piezas de tecnología llamadas cámaras. Luego los chinos se hicieron con ellas para capturar su visión del mundo”, afirma Liu.
Kelly Ying, una estilosa treintañera coleccionista y cofundadora junto a su marido, David Chau, de la feria anual ART021, trabaja para que el mundo vea a China como país generador de talento. Ying, que pasó por Vogue China, confirma que la transición de la moda al arte contemporáneo es natural: “Hace 15 años, los ricos iban en masa a por bienes de lujo, especialmente firmas de diseño, para hacerse notar. Hoy, la élite tiene arte. Si quieres ser alguien, eres coleccionista de arte”. ART021 cultiva y presenta a jóvenes chinos como el artista de nuevos medios Wang Xin y el pintor Peng Wei, residente en Pekín, cuyas obras rozan los 250.000 dólares. El pasado año, Wendi Deng (la ex de Rupert Murdoch) y el actor y fanático del arte Adrien Brody se dejaron caer por la feria. En palabras de Ying: “Si estás mirando al futuro, es posible que te fijes en los artistas chinos”.
La intersección entre el arte y el consumismo la ilustra Adrian Cheng, de 37 años, heredero de un imperio inmobiliario de Hong Kong e histórico mecenas. En 2013, Cheng fundó K11 Art Mall, ubicado en los siete primeros pisos de un rascacielos. Los últimos pisos están consagrados a Burberry o Max Mara, y, en los bajos, hay un museo de arte contemporáneo chino. “La clave es construir un entorno que ligue el arte y el pequeño comercio. Los chinos adoran el lujo, pero aún no existe la cultura del museo. Aquí el arte y las mejores firmas están en el mismo lugar”, afirma Cheng.
Han pasado 40 años desde que volvió una tenue libertad de expresión, secuela de la Revolución Cultural, y sus artistas empezaron a fijarse en Occidente y centrarse en la búsqueda creativa. Hoy, coleccionistas ricos como Liu y mecenas como Cheng alimentan la explosión del mercado internacional, dado que la nueva generación de artistas, criados en la era post-revolucionaria, están encontrando su lugar en el transformado orden mundial.
Xu Zhen, de 40 años y nacido en Shanghái, es sin duda el más famoso de su generación. Comisarió la exposición inaugural de Helbling en el West Bund y dirige su propia galería, próxima a ShanghART. Desde 2009, Xu da rienda suelta a su creatividad en MadeIn, que funciona como la Factory de Warhol. Como CEO, Xu muestra interés por el consumismo y firma todo con su nombre, como si se tratara de un producto de su propia compañía.
“¿Es una tienda? ¿Es una galería? No lo sabes y esa es la clave”, dijo un elegante y con estilo miembro del equipo de Xu según entré en MadeIn Gallery, que con su elegante decoración parece una tienda de Marni repleta de arte. En el interior, todo se resiste a la fácil categorización, como esa media docena de estatuas multicolor de bodhisattva incrustadas en una pared de poliestireno negro. El grafiti en inglés de una pared adyacente recrea cómics y dibujos animados occidentales.
Pero no todo está hecho para pensar. En un extremo, los pijamas de seda estampados y jerséis de algodón ilustrados con el logo de Xu Zhen se venden por 140 euros.
Xu cuenta que investiga los estereotipos de Occidente sobre Oriente. “Cuando usamos sistemas económicos de Occidente, ¿nos convertimos necesariamente en occidentales? El arte y la cultura no son como el KFC o el McDonald’s, no se pueden universalizar. Hay una energía especial en China que no es para nada una copia de Europa o América”, apunta Xu.
Días después me tomo un granizado con Qiu Anxiong, videoartista y pintor de Sichuán, de 40 años, que ha expuesto en el Metropolitan de Nueva York. Como muchos de la generación de los 70, su actitud es claramente internacional y consciente de la tradición estética china. En un vídeo de animación llamado New Classic of Mountains and Seas I (2006), Qiu retrata el Shan Hai Jing, un texto clásico chino de geografía mítica, como un paisaje de rascacielos derruidos y lleno de criaturas de pesadilla. “Quise mirar la China moderna a través de los ojos de nuestros antepasados. Cómo esa extraña modernización debe levantarse contra ellos y, con todos los respetos, lo espantosamente horrible que es”, explica Qiu.
Le comenté mi visita a la bienal al galerista Leo Xu. Nos conocimos en el nuevo Miss Ali, en la Antigua Concesión Francesa, el distrito de las villas de estilo Tudor, hoy transformadas en raves, cafeterías y carnicerías de lo más trendy. Frente a un kebab de cordero con comino, le pregunto sobre su ciudad natal. “Aquí empezó el yang (de yang qi)”, se refiere a la misma palabra que yo asocié con la ciudad a mis siete años. “Pasado el tiempo, Shanghái asimiló mucho de todo el mundo. En ese sentido, crece la confianza. No quiere ser ni París, ni Nueva York. Quiere ser Shanghái”.
Fui caminando hasta Xintiandi, un antiguo barrio residencial de casas de ladrillo rojo propias de la Concesión Francesa y reconvertidas en una masa de tiendas chic, cafés y galerías; el área se llena de familias internacionales y locales que se hacen selfies y toman latte de Starbucks. Un australiano examina el intrincado shikumen esculpido en una casa señorial con patio privado, un espacio introducido por los occidentales de la década de 1850.
Xintiandi es elegante e imperfecto, controvertido por su exagerada gentrificación e imaginación comercial. Hace 90 años fue sede del primer congreso nacional del Partido Comunista y hogar de mercaderes ricos. En 1949, tras el triunfo del partido, las viviendas shikumen fueron repartidas entre la clase trabajadora y docenas de familias se metían en una sola casa. Hoy Xintiandi es un aclamado destino turístico y su suelo es el más caro del país.
Al igual que me ocurrió con el skyline urbano, mi mirada se fija en algo más. Dispuesta en un estante de una panadería hay una hilera de jarras de leche que no veía desde la infancia. “Leche amarga”, se puede leer sobre papel manila. Cuando era pequeña estos yogures enteros eran una manera de alimentar a los niños por poco dinero: un yuan por jarra. Yo invierto 15 yuanes por esta indulgencia del pasado. El empleado me dice con una sonrisa: “Saborea el pasado”. Shanghái fue definida, en 1935, por el Fortune como “la megalópolis de Asia continental, heredera del antiguo Bagdad, de la preguerra de Constantinopla, del Londres del XIX y del Manhattan del XX”. Me ocurre lo que le ocurre a Shanghái: durante años fue el crisol de sus muchos pasados. Su disposición para asimilar los cambios la define. Y es en sí misma una maravillosa obra de arte. Los museos y las galerías están repartidos por todos los distritos, desde el sur (West Bund) hasta el norte (Mogashan 50 o M50). Encontrarás más espacios en el Bund y en la Antigua Concesión Francesa. Puedes moverte en taxi, en Didi Chuxing (el Uber chino) o en la excelente red de metro. Para evitar el hastío artístico, date al menos tres días. ¿La mejor época del año? En abril, en mayo o bien de septiembre a noviembre, cuando tiene lugar Shanghai Art Fair.
PASEO CULTURAL: WEST BUND
Recorre la ribera del nuevo arte de Shanghái. Empieza en Power Station of Art, el primer museo estatal de arte contemporáneo y sede de la bienal. Río abajo, el Long Museum West Bund, de los coleccionistas Liu Yiqian y Wang Wei, programa exposiciones de artistas como Olafur Eliasson, y cuenta con una colección de arte de la Revolución Cultural, como los cómics de Yang Yongqing que ilustran el prototipo de revolucionario. A veinte minutos, y cruzando el río, Edouard Malingue Gallery, Shanghái, es el primer espacio en la ciudad del marchante hongkonés. En el mismo lugar, la MadeIn Gallery (y concept store) pertenece al influyente artista Xu Zhen. Al lado, Yuz Museum es la galería del coleccionista chino-indonesio Budi Tek que reúne obra de Fred Sandback, Maurizio Cattelan y Huang Yong Ping, un artista chino de instalaciones asentado en París y cofundador el grupo Xiamen Dada en 1986. Bajando la calle, el West Bund Art Center –el
RUTA PARA NAVEGAR POR LA ESCENA ARTÍSTICA DE SHANGHÁI TEXTO: ZANDIE BROCKETT
West Bund Art & Design se celebra en noviembre– lo dirige Zhou Tiehai, artista conocido por sus retratos satíricos de Joe Camel sobre cuadros de Da Vinci o Goya. Muy cerca, visita ShanghART –su dueño, Lorenz Helbling, representa al chino Zhou Tiehai y al pionero del videoarte Zhu Jia– y Aike-Dellarco, de Roberto Ceresia, hijo adoptivo de la ciudad. El Shanghai Center of Photography es el primer museo del país en su categoría. Para acabar, en el Qiao Space, el millonario empresario del karaoke, Qiao Zhibing, programa eclécticas exhibiciones.
BUND & XINTIANDI
En torno al Bund, antiguo asentamiento de británicos y americanos, lucen edificios de ladrillo de estilos arquitectónicos de finales del s. XIX y principios del XX. Uno de ellos es el Rockbund Art Museum, la piedra angular de la escena del arte local. El equipo trabaja con los mejores, como Zhang Huan o el difunto Chen Zhen, cuya obra ilustra el contraste entre París y Shanghái. Prueba el dim sum de Hakkasan Shanghai o almuerza en el Cathay Room del hotel Fairmont Peace. En el centro urbano, cerca de Xintiandi, el
M50 Y EL ÁREA DE FFC
El ‘parque creativo’ M50 abrió en un antiguo molino de algodón con varios artistas implicados, allá por 2000. En su interior, Chronus Art Center, dirigida por Zhang Ga, es la primera galería de arte multimedia sin ánimo de lucro en China, y Antenna Space, de Simon Wang, mantiene vivo el M50 con muestras de alto contenido político. La gran galería del segundo piso representa a algunos de los artistas jóvenes más subversivos del país, como Guan Xiao, cuyas instalaciones y vídeos aplauden un mundo tecno-futurista. Cc Foundation es el espacio de David Chau, cofundador de la feria de arte ART021. De camino a la Antigua Concesión Francesa (FFC), prueba las tapas de Commune Social. El antiguo distrito galo es un paseo de pintorescas calles arboladas y un sinfín de tiendas, bares y cafés al estilo de las casas francesas de mitad del s. XIX. Empieza en Wuyuan Lu, en el Meta Project Space, el pequeño e independiente espacio de Yajung Yuan. Más allá, el Bank, del neoyorquino Mathieu Borysevicz, trabaja con el provocativo Chen Tianzhuo, cuyo trabajo evoca rituales tribales. Al otro lado de la calle, Enrico Polato abrió Capsule, en una casa con jardín con obras de artistas locales y extranjeros. Hace seis años, el comisario local inauguró Leo Xu Projects, con grandes exposiciones como la monográfica del taiwanés Michael Lin y la del fotógrafo chino Chen Wei.
DÓNDE DORMIR
El elegante PuLi Hotel and Spa, en el barrio de Jing’an, está a un breve trayecto en taxi desde M50 y es un punto estratégico para ir paseando a las galerías de FFC. Más próximo al Bund y a un viaje en taxi desde West Bund y Xintiandi, quédate en el hotel The Peninsula Shanghai, con su fachada e interiores art déco: un cóctel al anochecer es imprescindible para ver el skyline desde el bar de la azotea, Sir Kelly’s Terrace; o en el hotel Fairmont, referente art déco y telón de fondo de 46 películas desde su apertura en 1929.