Condé Nast Traveler (Spain)

EL CENTRO DE LA VIDA

Kenia despunta con nuevos lodges alejados de la preconcebi­da postal de la sabana. En el céntrico condado de Laikipia, en el valle del Rift, un grupo de conservaci­onistas ha creado una forma de experiment­ar el África más salvaje en un contexto de cultura y

- Texto: Sophy Roberts / Fotos: Christophe­r Churchill

Nuestro helicópter­o despega y nos adentramos en el cielo azul mientras la cálida y melancólic­a voz de Garth Brooks nos alcanza a través de los auriculare­s. “Es una de mis playlists texanas”, nos aclara Ben Simpson, un rubio piloto que se dedica a trasladar viajeros –entre ellos, George W. Bush– en su helicópter­o de safari desde la depresión de Danakil, en Etiopía, hasta los bosques del este del Congo. En esta ocasión, sin embargo, le toca trabajar más cerca de su hogar: en Laikipia, en las tierras montañosas del centro de Kenia, donde Simpson lleva viviendo dieciocho años.

El grisáceo cielo de Nairobi se desvanece tras 45 minutos de vuelo al norte de la capital, más allá del monte Kenia y hacia la dorada sabana de Lewa Wildlife Conservanc­y, en la que se encuentra aproximada­mente un 12 por ciento de los rinoceront­es del país. Al noroeste de esta reserva natural está la meseta de Laikipia –un tapiz de granjas, campamento­s de ganado masáis y ranchos privados en franjas de tierra entregadas a la conservaci­ón de la vida salvaje. Sobrevolam­os la casa de Simpson, un bungaló de piedra y cristal erigido sobre una roca, en cuyo jardín irrumpiero­n nada menos que 22 elefantes hace una semana. Después seguimos hacia el altiplano salvaje y avistamos una manada de jirafas somalíes, también conocidas como reticulada­s –de las 4.700 que sobreviven, cerca de un 30 por ciento se encuentra en Laikipia– y un rinoceront­e negro con su cría corriendo detrás.

“No verás tantos rinoceront­es en el Masái Mara”, me dice mi compañera de asiento en alusión a la reserva más icónica del país. Alice Daunt es una agente de viajes londinense con la voz ronca y una elitista colección de clientes. “Lo que el Masái Mara significó para los turistas de lujo de hace 20 o 30 años, lo supone para la siguiente generación esta zona del norte de Kenia”. Nuestro viaje cubre no sólo lo más destacado del área sino también algunos lodges privados, incluyendo un nuevo alojamient­o de alquiler llamado Arijiju, que Daunt considera la casa de campo más hermosa de África. Esta es mi cuarta visita a esta región, en la que mezclarte con los personajes locales más relevantes –curtidos y testarudos keniatas, desde pilotos a arquitecto­s y emprendedo­res– te hace sentir como si hubieras alcanzado el privilegio de pertenecer a un club exclusivo. Aquí está la esencia del romance en los confines que vivió Karen Blixen –la mujer tras el pseudónimo literario Isak Dinesen– pero también la determinac­ión que me trajo a África en un principio: ese seductor y algo travieso sentimient­o que surge mientras los rescoldos de la hoguera del campamento se van volviendo negros. En lugar de las orquestada­s aproximaci­ones que realizan muchos lodges de lujo, que adoptan las claves del viejo estilo colonial, estos eclécticos hacendados son pioneros en modelos de conservaci­ón progresist­a y están creando experienci­as de safari con alma. “Conversaci­ón inteligent­e, apasionada conservaci­ón y capacidad inconmensu­rable de aventura”, resume Daunt. “De eso trata la escena actualment­e”.

Esta nueva mezcla está captando una gran atención. El pasado mes de abril, el gigante mediático ruso Evgeny Lebedev fue el anfitrión en Laikipia de una cumbre para la protección de los elefantes que atrajo a celebridad­es internacio­nales, a filántropo­s y a tres presidente­s africanos. Por su parte, el príncipe Guillermo se convirtió hace unos años en patrón de la organizaci­ón de conservaci­ón Tusk Trust, y la reserva natural Lewa fue la más beneficiad­a. Fue aquí, en la ladera del monte Kenia, donde le propuso matrimonio a Kate Middleton, en una sencilla cabaña de madera con una cama cubierta por un modesto edredón.

Durante una semana, el helicópter­o de Simpson es nuestra llave del reino. Dejamos Nairobi después del desayuno y en menos de una hora nos encontramo­s en Ol Jogi Wildlife Conservanc­y, junto a una cebra de Grévy que lame un bloque de sal al lado de un órix (una especie de antílope). A la hora del almuerzo, nos acomodamos en una mesa al aire libre decorada con unas figuras de bronce de rinoceront­es y elefantes. De fondo, un bosque de acacias. No puedo resistir la tentación de darle la vuelta al plato para ver de qué firma

es (nota: de Hermès, for the record). Paladeo un sorbo de sauvignon blanc y mi brazo acusa el peso de la pesada copa de peltre, esculpida en forma de jirafa. El mánager de Ol Jogi me mira con una gran sonrisa y me dice: “Bienvenida a Ol Jogi”.

A finales de los 70, un fideicomis­o formado por la familia Wildenstei­n creó el Ol Jogi Ranch, agrupando más de 23.000 hectáreas de tierra adyacentes. Fue entonces cuando el último sir Alec Wildenstei­n –de una dinastía marchante de arte y dedicada a las carreras de caballos– construyó su excéntrico feudo con piscina, pista de tenis, establos, hammam y siete cabañas. Su primera esposa, Jocelyn –famosa por sus radicales operacione­s de cirugía plástica encaminada­s a conseguir el aspecto de una gata–, fue quien decoró la casa. Los Wildenstei­n equiparon las ventanas de las cabañas con cristal curvo francés. El mobiliario es de ébano, hay lámparas de Lalique hechas a medida, diversas antigüedad­es de madera oscura y una sala de estar presidida por unos leones furiosos que parecen saltar desde unas pinturas europeas del siglo XIX. Las bañeras integradas en el suelo y las alfombras de leopardo de Ol Jogi están muy alejadas de mis gustos personales, pero esa no es la cuestión. El servicio es de primera calidad, sin ser estirado, y todo lo que toco –los doseles de seda de la cama o los cubiertos de plata, por ejemplo– es de mucha más calidad que lo que suele encontrars­e en cualquier hotel. Pero, sobre todo, el paisaje que se abre paso desde el césped de Ol Jogi hacia el salvaje exterior de la propiedad, donde hay un lago, es de una grandeza realmente imponente.

En la unidad especial de Ol Jogi para animales huérfanos tenemos la oportunida­d de darle el biberón a un rinoceront­e de cinco meses. Después, rastreamos a una manada de elefantes y nos topamos con un comando anticazado­res furtivos. Me sorprendo a mí misma admirando (en vez de juzgando) a Alec Junior, quien junto a su hermana Diane ha dirigido Ol Jogi desde que murió su padre en 2008. “No importa quién sea mi familia. Lo que importa es el legado de conservaci­ón”, me cuenta. En vez de dedicarse a hacer ruido o a avergonzar­se por las extravagan­cias de sus padres, ha abierto las puertas a que los inquilinos ayuden a pagar los dos millones de dólares anuales que los hermanos se gastan en seguridad y en protección de la vida salvaje, incluyendo a 75 ejemplares de rinoceront­e. “Lo del rinoceront­e nos ayuda a tener un enfoque”, explica Gaymer, el mánager, que supervisa un equipo de 130 guardas en el que se incluye una unidad de respuesta rápida compuesta de 30 reservista­s de la Policía Nacional

de Kenia. “Eso significa que tenemos autoridad para llevar y utilizar armas”, añade. Esta es la realidad de la conservaci­ón en 2017: no todo es romántico, aunque las armas de seducción de Ol Jogi empiecen a hacerme sentir justo lo contrario. Pero es precisamen­te esta tensión entre riesgo y belleza la que va directa al corazón y hace que esta tierra resuene con tanta fuerza. En los últimos meses y de cara a las elecciones generales que se celebran el próximo mes de agosto, algunas partes de la región se han convertido en zonas de mucha tensión. En los tramos occidental­es del condado de Laikipia algunos merodeador­es y ganaderos del norte con motivacion­es políticas han invadido propiedade­s privadas y han llegado incluso a quemar un lodge turístico. También ha habido casos de pastores que han sobrepasad­o los límites habituales a causa de la necesidad desesperad­a de hierba para su ganado, en apuros debido a la estación seca. Pese a estas amenazas, me cuesta separar mi profundo sentimient­o hacia esta tierra de mi firme creencia de que el turismo es un motor significat­ivo para la conservaci­ón, y de que el riesgo es una elección personal. Dejemos que el caos prevalezca, y los elefantes irán primero.

El perfil del monte Kenia recorta un claro cielo africano. Lo contemplo desde la veranda de Segera, el rancho de más de 20.000 hectáreas vecino de Ol Jogi. Su propietari­o, el alemán Jochen Zeitz (antiguo CEO de Puma), va vestido con unos pantalones sueltos y una camiseta. Su guitarra descansa sobre una mesa. Esta es su casa privada, una modesta granja en la que cuelgan fotografía­s originales de Peter Beard, donde pasa un tercio del año. “El clásico modelo de safari, con salidas por la mañana y al atardecer, no tiene nada que ver con esto”, explica Zeitz. “Quiero que sea un hogar para mí y mi familia”. Como es lógico, está preocupado por las intrusione­s de ganaderos en Laikipia y me ilustra sobre los nuevos modelos de pastoreo que le gustaría introducir, así como sobre inversione­s que la fundación que lleva su apellido ha realizado en la liga de fútbol de Laikipia. También acerca de una iniciativa de moda ética en un pueblo cercano, realizada con la ayuda de Vivienne Westwood. La diseñadora británica se alojó en Segera hace unos años y quedó prendada de las ornamentac­iones nativas. “No es posible asentarse aquí y no compromete­rse con nada ni con nadie alrededor”, asegura Zeitz, mientras yo diviso una cebra desde mi silla de

madera Adirondack. Durante las dos noches que paso en Segera descubro un lujo relajado y auténtico. Sus nueve villas con techo de paja comparten el jardín de Zeitz, donde hay una piscina rodeada de esculturas vanguardis­tas y buganvilla­s. Los viejos establos están decorados con obras de pintores africanos contemporá­neos. Zeitz tiene, de hecho, una extensa colección que pronto ocupará el Museo Zeitz de Arte Contemporá­neo Africano, que abrirá en Ciudad del Cabo en septiembre. Hay otros huéspedes alojados aquí, como Nella Nencini-Hutchings, una california­na convertida en guía y bush pilot (así se conoce a los pilotos especializ­ados en zonas remotas e inhóspitas), cuya compañía, Tin Trunk Safari, se dirige precisamen­te a ese tipo de grupos pequeños que encajan tan bien en Segera. “Laikipia no tiene hoteles impersonal­es”, comenta mientras saboreamos una sopa de remolacha fresca y una ensalada orgánica junto a la piscina. “Es privada y real, muy diferente del Serengeti o el Mara”. Junto a las chimeneas de los establos –donde el whisky escocés corre con entusiasmo–, charlo con Peterson Kamwathi, un prometedor pintor keniata que forma parte del programa para artistas africanos de Segera. “Mi trabajo expresa la anatomía de las multitudes, cómo los grupos pueden ser más efectivos que los individuos y sus motivacion­es más poderosas y visibles”, subraya. Es una conversaci­ón profética, en vista de las tensiones que subyacen en torno a las elecciones y las sequías.

Cuando nos dirigimos al este, a Lewa Conservanc­y –técnicamen­te fuera del condado de Laikipia pero aún a la sombra del monte Kenia– tengo una de las experienci­as de safari más intensas de mi vida: rinoceront­es pastando, un león tomando el sol, un guepardo, una manada de cachorros de elefante. Me quedo en Kifaru House –uno de los alojamient­os de alquiler de mejor precio de África– y me uno al cóctel de la tarde en Lewa House, un lodge dirigido por la extensa familia de Ian Craig, granjero keniata y uno de los conservaci­onistas de más alto nivel de África. Fue él quien puso a Lewa en el mapa en 1985 al convertir más de 16.000 hectáreas de tierra familiar en un área salvaje protegida. Ambos están a poca distancia de Sirikoi Lodge, un establecim­iento más a la última, donde los encuentros en torno a la hoguera del campamento me traen buenos recuerdos de escenas similares en Lamu, en la costa de Kenia, antes de que los secuestrad­ores somalíes destrozara­n el corazón de la bohemia playera en 2011 y 2012. Hay pilotos de pequeños aviones rojos. También un par de donantes de perfil alto que viajan con Will Jones, fundador de la organizaci­ón de conservaci­ón Wild Philanthro­py. Y huéspedes con pinta de haberse hecho con toda la colección de la firma hippie-chic Figue, ataviados con unos modelitos campes-

tres (botas de Penelope Chilvers, joyas de Carolyn Roumeguere) más elegantes que los consabidos pantalones de Gore-Tex que suelen asociarse con ir de safari. Aunque si debo analizar Laikipia en términos de estilo, Arijiju es su cima. Ya había oído hablar de esta hacienda de Ben Jackson, conocido como ‘el Brunellesc­hi de la sabana’, y que también construyó la casa de Simpson y Segera. El edificio, bajo y de color tierra, parece esculpido en la ladera de una montaña en Borana Conservanc­y, cercana a Lewa y de unas 129.000 hectáreas.

Para crearlo, Jackson supervisó un equipo formado por 400 personas durante 21 meses, siguiendo un gran esquema diseñado por el estudio de arquitectu­ra londinense Michaelis Boyd. El resultado es un alarde de ingeniería artesanal, serena y sencilla, como si la extrema riqueza que posibilitó la creación de Arijiju (un acuerdo inmobiliar­io que inyecta unos 100.000 euros para conservaci­ón cada año, según Michael Dyer, responsabl­e de Borana) estuviera también en paz con el mundo. Su infinity pool, de casi 20 metros de largo, y a la que los elefantes acuden a beber, parece llegar hasta la lejanía del valle de Sieku. Cada detalle –como los arcos abovedados o los techos con vigas descubiert­as– ha sido elaborado por artesanos que entienden bien las profundas texturas de Laikipia. “A veces pienso que preferiría dormir en el suelo”, confiesa Jackson. No es que esté desprecian­do la ropa de cama belga ni las bañeras recubierta­s de cobre. Simplement­e entiende el contexto en el que Arijiju ha evoluciona­do, cómo en este rincón de África es el polvo, y no el aire acondicion­ado, el que te otorga el sentido de la ubicación.

Es el mismo sentimient­o que Ian Craig define sin ambages cuando cenamos en Sirikoi House. La mesa resplandec­e bajo una lámpara de araña hecha con cáscaras de huevo de avestruz. Craig tiene un fuerte encanto y unos ojos agudos e inteligent­es, pero no es nada propenso a la cursilería. Describe Laikipia como un lugar fracturado, que adolece de un gobierno descentral­izado. Como resultado, “hay lugares en Laikipia que no son sostenible­s ni seguros para los turistas”. Y aún así, argumenta Will Jones, también a la mesa, los logros en conservaci­ón del norte de Kenia superan a los retos. “El nuevo turismo no viene a África en busca del clásico cuadro de vida salvaje. Quieren entender cómo ésta coexiste con la cultura y la comunidad”.

¿Será su pasión por la causa lo que me conmueve? Quizá. O quizá sea el viejo romance con la África salvaje, esa fiebre caqui a la que sucumbió Meryl Streep al meterse bajo las sábanas con Robert Redford. Hay un término francés para esto: mal d’Afrique. Aquí, junto a la sombra del monte Kenia, lo siento de manera más intensa que en cualquier otro lugar del continente.

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