EL CENTRO DE LA VIDA
Kenia despunta con nuevos lodges alejados de la preconcebida postal de la sabana. En el céntrico condado de Laikipia, en el valle del Rift, un grupo de conservacionistas ha creado una forma de experimentar el África más salvaje en un contexto de cultura y
Nuestro helicóptero despega y nos adentramos en el cielo azul mientras la cálida y melancólica voz de Garth Brooks nos alcanza a través de los auriculares. “Es una de mis playlists texanas”, nos aclara Ben Simpson, un rubio piloto que se dedica a trasladar viajeros –entre ellos, George W. Bush– en su helicóptero de safari desde la depresión de Danakil, en Etiopía, hasta los bosques del este del Congo. En esta ocasión, sin embargo, le toca trabajar más cerca de su hogar: en Laikipia, en las tierras montañosas del centro de Kenia, donde Simpson lleva viviendo dieciocho años.
El grisáceo cielo de Nairobi se desvanece tras 45 minutos de vuelo al norte de la capital, más allá del monte Kenia y hacia la dorada sabana de Lewa Wildlife Conservancy, en la que se encuentra aproximadamente un 12 por ciento de los rinocerontes del país. Al noroeste de esta reserva natural está la meseta de Laikipia –un tapiz de granjas, campamentos de ganado masáis y ranchos privados en franjas de tierra entregadas a la conservación de la vida salvaje. Sobrevolamos la casa de Simpson, un bungaló de piedra y cristal erigido sobre una roca, en cuyo jardín irrumpieron nada menos que 22 elefantes hace una semana. Después seguimos hacia el altiplano salvaje y avistamos una manada de jirafas somalíes, también conocidas como reticuladas –de las 4.700 que sobreviven, cerca de un 30 por ciento se encuentra en Laikipia– y un rinoceronte negro con su cría corriendo detrás.
“No verás tantos rinocerontes en el Masái Mara”, me dice mi compañera de asiento en alusión a la reserva más icónica del país. Alice Daunt es una agente de viajes londinense con la voz ronca y una elitista colección de clientes. “Lo que el Masái Mara significó para los turistas de lujo de hace 20 o 30 años, lo supone para la siguiente generación esta zona del norte de Kenia”. Nuestro viaje cubre no sólo lo más destacado del área sino también algunos lodges privados, incluyendo un nuevo alojamiento de alquiler llamado Arijiju, que Daunt considera la casa de campo más hermosa de África. Esta es mi cuarta visita a esta región, en la que mezclarte con los personajes locales más relevantes –curtidos y testarudos keniatas, desde pilotos a arquitectos y emprendedores– te hace sentir como si hubieras alcanzado el privilegio de pertenecer a un club exclusivo. Aquí está la esencia del romance en los confines que vivió Karen Blixen –la mujer tras el pseudónimo literario Isak Dinesen– pero también la determinación que me trajo a África en un principio: ese seductor y algo travieso sentimiento que surge mientras los rescoldos de la hoguera del campamento se van volviendo negros. En lugar de las orquestadas aproximaciones que realizan muchos lodges de lujo, que adoptan las claves del viejo estilo colonial, estos eclécticos hacendados son pioneros en modelos de conservación progresista y están creando experiencias de safari con alma. “Conversación inteligente, apasionada conservación y capacidad inconmensurable de aventura”, resume Daunt. “De eso trata la escena actualmente”.
Esta nueva mezcla está captando una gran atención. El pasado mes de abril, el gigante mediático ruso Evgeny Lebedev fue el anfitrión en Laikipia de una cumbre para la protección de los elefantes que atrajo a celebridades internacionales, a filántropos y a tres presidentes africanos. Por su parte, el príncipe Guillermo se convirtió hace unos años en patrón de la organización de conservación Tusk Trust, y la reserva natural Lewa fue la más beneficiada. Fue aquí, en la ladera del monte Kenia, donde le propuso matrimonio a Kate Middleton, en una sencilla cabaña de madera con una cama cubierta por un modesto edredón.
Durante una semana, el helicóptero de Simpson es nuestra llave del reino. Dejamos Nairobi después del desayuno y en menos de una hora nos encontramos en Ol Jogi Wildlife Conservancy, junto a una cebra de Grévy que lame un bloque de sal al lado de un órix (una especie de antílope). A la hora del almuerzo, nos acomodamos en una mesa al aire libre decorada con unas figuras de bronce de rinocerontes y elefantes. De fondo, un bosque de acacias. No puedo resistir la tentación de darle la vuelta al plato para ver de qué firma
es (nota: de Hermès, for the record). Paladeo un sorbo de sauvignon blanc y mi brazo acusa el peso de la pesada copa de peltre, esculpida en forma de jirafa. El mánager de Ol Jogi me mira con una gran sonrisa y me dice: “Bienvenida a Ol Jogi”.
A finales de los 70, un fideicomiso formado por la familia Wildenstein creó el Ol Jogi Ranch, agrupando más de 23.000 hectáreas de tierra adyacentes. Fue entonces cuando el último sir Alec Wildenstein –de una dinastía marchante de arte y dedicada a las carreras de caballos– construyó su excéntrico feudo con piscina, pista de tenis, establos, hammam y siete cabañas. Su primera esposa, Jocelyn –famosa por sus radicales operaciones de cirugía plástica encaminadas a conseguir el aspecto de una gata–, fue quien decoró la casa. Los Wildenstein equiparon las ventanas de las cabañas con cristal curvo francés. El mobiliario es de ébano, hay lámparas de Lalique hechas a medida, diversas antigüedades de madera oscura y una sala de estar presidida por unos leones furiosos que parecen saltar desde unas pinturas europeas del siglo XIX. Las bañeras integradas en el suelo y las alfombras de leopardo de Ol Jogi están muy alejadas de mis gustos personales, pero esa no es la cuestión. El servicio es de primera calidad, sin ser estirado, y todo lo que toco –los doseles de seda de la cama o los cubiertos de plata, por ejemplo– es de mucha más calidad que lo que suele encontrarse en cualquier hotel. Pero, sobre todo, el paisaje que se abre paso desde el césped de Ol Jogi hacia el salvaje exterior de la propiedad, donde hay un lago, es de una grandeza realmente imponente.
En la unidad especial de Ol Jogi para animales huérfanos tenemos la oportunidad de darle el biberón a un rinoceronte de cinco meses. Después, rastreamos a una manada de elefantes y nos topamos con un comando anticazadores furtivos. Me sorprendo a mí misma admirando (en vez de juzgando) a Alec Junior, quien junto a su hermana Diane ha dirigido Ol Jogi desde que murió su padre en 2008. “No importa quién sea mi familia. Lo que importa es el legado de conservación”, me cuenta. En vez de dedicarse a hacer ruido o a avergonzarse por las extravagancias de sus padres, ha abierto las puertas a que los inquilinos ayuden a pagar los dos millones de dólares anuales que los hermanos se gastan en seguridad y en protección de la vida salvaje, incluyendo a 75 ejemplares de rinoceronte. “Lo del rinoceronte nos ayuda a tener un enfoque”, explica Gaymer, el mánager, que supervisa un equipo de 130 guardas en el que se incluye una unidad de respuesta rápida compuesta de 30 reservistas de la Policía Nacional
de Kenia. “Eso significa que tenemos autoridad para llevar y utilizar armas”, añade. Esta es la realidad de la conservación en 2017: no todo es romántico, aunque las armas de seducción de Ol Jogi empiecen a hacerme sentir justo lo contrario. Pero es precisamente esta tensión entre riesgo y belleza la que va directa al corazón y hace que esta tierra resuene con tanta fuerza. En los últimos meses y de cara a las elecciones generales que se celebran el próximo mes de agosto, algunas partes de la región se han convertido en zonas de mucha tensión. En los tramos occidentales del condado de Laikipia algunos merodeadores y ganaderos del norte con motivaciones políticas han invadido propiedades privadas y han llegado incluso a quemar un lodge turístico. También ha habido casos de pastores que han sobrepasado los límites habituales a causa de la necesidad desesperada de hierba para su ganado, en apuros debido a la estación seca. Pese a estas amenazas, me cuesta separar mi profundo sentimiento hacia esta tierra de mi firme creencia de que el turismo es un motor significativo para la conservación, y de que el riesgo es una elección personal. Dejemos que el caos prevalezca, y los elefantes irán primero.
El perfil del monte Kenia recorta un claro cielo africano. Lo contemplo desde la veranda de Segera, el rancho de más de 20.000 hectáreas vecino de Ol Jogi. Su propietario, el alemán Jochen Zeitz (antiguo CEO de Puma), va vestido con unos pantalones sueltos y una camiseta. Su guitarra descansa sobre una mesa. Esta es su casa privada, una modesta granja en la que cuelgan fotografías originales de Peter Beard, donde pasa un tercio del año. “El clásico modelo de safari, con salidas por la mañana y al atardecer, no tiene nada que ver con esto”, explica Zeitz. “Quiero que sea un hogar para mí y mi familia”. Como es lógico, está preocupado por las intrusiones de ganaderos en Laikipia y me ilustra sobre los nuevos modelos de pastoreo que le gustaría introducir, así como sobre inversiones que la fundación que lleva su apellido ha realizado en la liga de fútbol de Laikipia. También acerca de una iniciativa de moda ética en un pueblo cercano, realizada con la ayuda de Vivienne Westwood. La diseñadora británica se alojó en Segera hace unos años y quedó prendada de las ornamentaciones nativas. “No es posible asentarse aquí y no comprometerse con nada ni con nadie alrededor”, asegura Zeitz, mientras yo diviso una cebra desde mi silla de
madera Adirondack. Durante las dos noches que paso en Segera descubro un lujo relajado y auténtico. Sus nueve villas con techo de paja comparten el jardín de Zeitz, donde hay una piscina rodeada de esculturas vanguardistas y buganvillas. Los viejos establos están decorados con obras de pintores africanos contemporáneos. Zeitz tiene, de hecho, una extensa colección que pronto ocupará el Museo Zeitz de Arte Contemporáneo Africano, que abrirá en Ciudad del Cabo en septiembre. Hay otros huéspedes alojados aquí, como Nella Nencini-Hutchings, una californiana convertida en guía y bush pilot (así se conoce a los pilotos especializados en zonas remotas e inhóspitas), cuya compañía, Tin Trunk Safari, se dirige precisamente a ese tipo de grupos pequeños que encajan tan bien en Segera. “Laikipia no tiene hoteles impersonales”, comenta mientras saboreamos una sopa de remolacha fresca y una ensalada orgánica junto a la piscina. “Es privada y real, muy diferente del Serengeti o el Mara”. Junto a las chimeneas de los establos –donde el whisky escocés corre con entusiasmo–, charlo con Peterson Kamwathi, un prometedor pintor keniata que forma parte del programa para artistas africanos de Segera. “Mi trabajo expresa la anatomía de las multitudes, cómo los grupos pueden ser más efectivos que los individuos y sus motivaciones más poderosas y visibles”, subraya. Es una conversación profética, en vista de las tensiones que subyacen en torno a las elecciones y las sequías.
Cuando nos dirigimos al este, a Lewa Conservancy –técnicamente fuera del condado de Laikipia pero aún a la sombra del monte Kenia– tengo una de las experiencias de safari más intensas de mi vida: rinocerontes pastando, un león tomando el sol, un guepardo, una manada de cachorros de elefante. Me quedo en Kifaru House –uno de los alojamientos de alquiler de mejor precio de África– y me uno al cóctel de la tarde en Lewa House, un lodge dirigido por la extensa familia de Ian Craig, granjero keniata y uno de los conservacionistas de más alto nivel de África. Fue él quien puso a Lewa en el mapa en 1985 al convertir más de 16.000 hectáreas de tierra familiar en un área salvaje protegida. Ambos están a poca distancia de Sirikoi Lodge, un establecimiento más a la última, donde los encuentros en torno a la hoguera del campamento me traen buenos recuerdos de escenas similares en Lamu, en la costa de Kenia, antes de que los secuestradores somalíes destrozaran el corazón de la bohemia playera en 2011 y 2012. Hay pilotos de pequeños aviones rojos. También un par de donantes de perfil alto que viajan con Will Jones, fundador de la organización de conservación Wild Philanthropy. Y huéspedes con pinta de haberse hecho con toda la colección de la firma hippie-chic Figue, ataviados con unos modelitos campes-
tres (botas de Penelope Chilvers, joyas de Carolyn Roumeguere) más elegantes que los consabidos pantalones de Gore-Tex que suelen asociarse con ir de safari. Aunque si debo analizar Laikipia en términos de estilo, Arijiju es su cima. Ya había oído hablar de esta hacienda de Ben Jackson, conocido como ‘el Brunelleschi de la sabana’, y que también construyó la casa de Simpson y Segera. El edificio, bajo y de color tierra, parece esculpido en la ladera de una montaña en Borana Conservancy, cercana a Lewa y de unas 129.000 hectáreas.
Para crearlo, Jackson supervisó un equipo formado por 400 personas durante 21 meses, siguiendo un gran esquema diseñado por el estudio de arquitectura londinense Michaelis Boyd. El resultado es un alarde de ingeniería artesanal, serena y sencilla, como si la extrema riqueza que posibilitó la creación de Arijiju (un acuerdo inmobiliario que inyecta unos 100.000 euros para conservación cada año, según Michael Dyer, responsable de Borana) estuviera también en paz con el mundo. Su infinity pool, de casi 20 metros de largo, y a la que los elefantes acuden a beber, parece llegar hasta la lejanía del valle de Sieku. Cada detalle –como los arcos abovedados o los techos con vigas descubiertas– ha sido elaborado por artesanos que entienden bien las profundas texturas de Laikipia. “A veces pienso que preferiría dormir en el suelo”, confiesa Jackson. No es que esté despreciando la ropa de cama belga ni las bañeras recubiertas de cobre. Simplemente entiende el contexto en el que Arijiju ha evolucionado, cómo en este rincón de África es el polvo, y no el aire acondicionado, el que te otorga el sentido de la ubicación.
Es el mismo sentimiento que Ian Craig define sin ambages cuando cenamos en Sirikoi House. La mesa resplandece bajo una lámpara de araña hecha con cáscaras de huevo de avestruz. Craig tiene un fuerte encanto y unos ojos agudos e inteligentes, pero no es nada propenso a la cursilería. Describe Laikipia como un lugar fracturado, que adolece de un gobierno descentralizado. Como resultado, “hay lugares en Laikipia que no son sostenibles ni seguros para los turistas”. Y aún así, argumenta Will Jones, también a la mesa, los logros en conservación del norte de Kenia superan a los retos. “El nuevo turismo no viene a África en busca del clásico cuadro de vida salvaje. Quieren entender cómo ésta coexiste con la cultura y la comunidad”.
¿Será su pasión por la causa lo que me conmueve? Quizá. O quizá sea el viejo romance con la África salvaje, esa fiebre caqui a la que sucumbió Meryl Streep al meterse bajo las sábanas con Robert Redford. Hay un término francés para esto: mal d’Afrique. Aquí, junto a la sombra del monte Kenia, lo siento de manera más intensa que en cualquier otro lugar del continente.