Condé Nast Traveler (Spain)

UN LUGAR AL QUE VOLVER

ASEGURAN QUE TIENEN MAS DIAS SOL QUE NINGUN OTRO LUGAR DE ESCANDINAV­IA Y QUE EL SUYO ES EL PANCAKE MAS RICO DEL MUNDO. CUANDO LOS DIAS SE ALARGAN HASTA QUEDARSE SIN NOCHE. EL ARCHIPIELA­GO DE LAS ALAND, EN FINLANDIA, SE CONVERTE EL ESCENARIO DEL PERFECTO.

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uMARES INTERIORES A la dcha., arriba, el idílico paisaje habitual de las islas Åland, cisnes incluidos. Abajo, llaveros para el barco de la tienda de artesanías Salt; el chef Micke Björklund, toda una celebridad en Escandinav­ia; y vistas desde una de las cabañas de Havsvidden. En la doble anterior, los bosques, sinónimo de Finlandia. na sirena anunciando la salida del ferry ahogó el graznido de los cisnes. “Tienes que volver en invierno”, se despidió Tiina Eriksson. “Para escuchar el silencio, para escuchar tus pensamient­os, tienes que volver en invierno, cuando se pase todo este jaleo”, insistió agitando las manos, en un intento de ahuyentar el exceso de actividad estival. “A veces da un poco de miedo, pero es necesario”. Sonreí con complicida­d, como si entendiera lo que me quería decir. ¿Jaleo? La banda sonora durante los días que había pasado en la pequeña Lappo, una isla de ocho kilómetros cuadrados en el extremo noreste del archipiéla­go de Åland, en Finlandia, había estado compuesta por el trino de los pájaros y el tintineo de las hojas de los abedules mecidas por el viento. En la cara A, la música del bosque; en la cara B, la del mar. El único sonido ‘fuera de tono’ que recordaba era el de mi risa y el crujir de la gravilla bajo las ruedas de mi bicicleta. Supuse que Tiina se refería a eso. A eso y a las luminosas noches en vela brindando con cerveza artesanal bajo el sol de medianoche.

Tiina es una de las 34 residentes de Lappo y la propietari­a del único alojamient­o. Hace siete años construyó un íntimo y acogedor bed & breakfast, Pellas Gästhem, en la antigua escuela del pueblo; la misma en la que estudiaron su suegro, su marido y el mayor de sus hijos. Abierto todo el año, acogen retiros de pintura, de escritura y de yoga. Tiina alquila, además, una serie de apartament­os con cocina, algunos con sauna, y el verano pasado inauguró una tienda de ropa con marcas finlandesa­s. Todo confluye frente al puerto, a diez pasos (literales) del único supermerca­do y del único bar de la isla. Y del famoso minigolf, todo un orgullo isleño, diseñado por el campeón Juho Rantalaiho.

Lappo es sólo una de la constelaci­ón de islas, islotes y escollos –alrededor de 6.700– desperdiga­dos por el mar Báltico, a medio camino entre Estocolmo y la costa finlandesa de Turku, que forman la provincia de las Åland. Sólo 65 de estas islas están habitadas, a veces por una o dos personas. La mayoría de los 30.000 alandeses se concentran en la isla principal, Fasta Åland, agrandada a través de puentes a las islas más cercanas, y más concretame­nte en su capital y único núcleo ur- bano real, Mariehamn, casi tan tranquila y silenciosa como la pequeña Lappo. Fuera de Mariehamn, el paisaje es una sucesión de pequeñas granjas y cultivos de manzanas, bosques de hayas, abedules, tilos, senderos de flores e islas, islas y más islas. Islas públicas y privadas, islas de recreo, de fin de semana. Tan similares como diferentes, basta prestar atención en la aparente monotonía para darse cuenta de que cada una ofrece personajes y momentos irrepetibl­es y su toque secreto en la receta del popular pancake. Algunas se ven abrumadas de bosques que se vierten en el agua, otras se muestran desnudas, apenas una roca lamida por el mar. Unas están muy juntas, tanto que casi se rozan; otras unidas por puentes y otras, aisladas y solitarias, por un impecable (y gratuito) sistema de ferries. Diminutas o inabarcabl­es. Suaves y rugosas. Plácidas e intrigante­s. Rurales y extremas. Las Åland se sienten muy cercanas –a 40 minutos en avión de Helsinki y a dos horas en ferry de Estocolmo–, y al mismo tiempo, tremendame­nte remotas, en un universo propio.

Algunas se alquilan enteras como alojamient­o. Las hay para todos los bolsillos y ocasiones: desde la romántica ‘isla dorada’, sólo para dos, del camping de Sandösund, hasta la exclusiva Silverskär, en la que altos directivos y primeros ministros se retiran a pescar y a disfrutar de las propuestas gastronómi­cas del talentoso Viktor Eriksson y de la sauna más deseada del archipiéla­go –con permiso de la sauna flotante de, precisamen­te, el mencionado camping de Sandösund–.

LAS ISLAS DISFRUTAN DE UN CLIMA INDEPENDIE­NTE, CON UNOS GRADOS EXTRA Y MÁS HORAS DE SOL

Como ya habrás podido intuir, las Åland –pronúncies­e ‘Ooland’– son un lugar peculiar. Aunque son parte de Finlandia, aquí se habla sueco y, aunque parezca mentira, la sauna no es un asunto tan sumamente sagrado como en el resto del país. El suyo es un buen ejemplo de ‘independen­cia a la nórdica’: tienen su propio parlamento, su bandera, himno, sistema postal y hasta dominio de internet (.ax). También disfrutan de un clima independie­nte, con algunos grados extra y, en verano, de más horas de sol que en ningún otro lugar del norte de Europa. Es uno de los destinos preferidos de los veraneante­s nórdicos, quienes encuentran en estas islas la idealizaci­ón de las vacaciones de su niñez: una bici, una canoa, pájaros carpintero­s, tostadas con mantequill­a y días tan largos que no acaban nunca. ¿Alguien puede pedir más? “Si en Escandinav­ia el verano es una religión, las islas Åland son su templo”, me comenta- ron en una ocasión. Un templo al que los que entran quieren regresar año tras año.

Este clima afortunado de primaveras frescas y otoños largos y templados, sumado a una tierra sana y fértil, da como resultado una excelsa producción de frutas y verduras muy apreciadas en los mercados internacio­nales por su sabor y propiedade­s. Manzanas, fresas, espárragos, bayas, guisantes... cultivados con mimo por granjeros para los que la calidad es más importante que la cantidad. Poner en valor la riqueza de los ingredient­es y las tradicione­s culinarias de su tierra natal fue la razón por la que Micke Björklund, uno de los chefs más reconocido­s y mediáticos de Escandinav­ia, regresó al archipiéla­go hace 15 años. Desde su restaurant­e, Smakbyn, Björklund dirige un ambicioso proyecto con el que ha situado a las Åland en el mapa gastronómi­co y que incluye, además, una destilería de digesti-

vos a base de frutas locales –el famoso Ålvados–, una escuela de cocina y alfarería y una granja orgánica. En la tienda, además de sus libros de recetas, venden su propia línea de productos gourmet (miel, mueslis, galletas...) y elegantes utensilios de cocina. “El Ålvados, nuestra creación estrella, es un brandy de manzanas dulces y amargas ideal para acompañar el café”, me explicó Micke al repasar las diferentes creaciones de su destilería. “Y el Ål-Meister Bongo es excelente para los catarros y para la hombría: un sorbito por la mañana y estarás hecho un semental”. Los planes del hiperactiv­o chef no se frenan aquí y ya han comenzado las obras de un hotel “de habitacion­es y camas de tamaño enorme, como yo”, me dijo entre sonoras carcajadas. “Tienes que volver cuando lo inauguremo­s”.

En las Åland los verdaderos protagonis­tas son los niños. Los folletos turísticos muestran a familias felices comiendo helados y montando en bici por sende- ros impolutos. Hasta el plato estrella de la gastronomí­a local es un postre: un pancake, bien recubierto de nata y mermelada. Y una de las ‘10 cosas que hacer en las islas’ es visitar la chocolater­ía de Mercedes, una venezolana que hace honor al cacao de su país de origen elaborando deliciosos bombones caseros. Su tienda-taller se encuentra dentro del patio del Post & Custom’s House de Eckerö, la antigua oficina postal, una construcci­ón de 1828 con aspecto de fortaleza, de los tiempos en los que este era el punto más occidental del imperio ruso y esta, una oficina clave en la vieja ruta postal que conectaba Estocolmo con San Petersburg­o.

Aquí también hay espacio (y tiempo) para adentrarse en la historia. En la isla de Eckerö, considerad­a el ‘centro turístico’ del archipiéla­go y su punto más soleado –aquí se extiende la gran playa de arena de Degersand, toda una atracción en esta costa rocosa–, se encuentra el viejo pueblo de pescadores de Käringsund, recuerdo de cuando el mar lo significab­a todo para la superviven­cia. En Saltvik, junto al restaurant­e Smakbyn, en un paisaje de historias de caballeros, está el castillo medieval de Kastelholm, el museo al aire libre de Jan Karlsgårde­n, una réplica de las típicas casas de los granjeros de finales del siglo XIX, y los restos de la fortaleza rusa de Bomarsund. Y en la ciudad, en Mariehamn, formando parte del Museo Marítimo, el Pommern es uno de los últimos míticos veleros con los que las Åland lideraron el comercio mundial del grano

hasta comienzos de la II Guerra Mundial. El museo, donde se custodian tesoros como una de las dos únicas banderas piratas que se conocen –¡y es blanca!–, es una visita necesaria para entender la vida salpicada de sal y yodo de las islas de marineros y navieros.

En Mariehamn, la tímida acción también sucede en torno al puerto. Un puñado de restaurant­es, un par de tiendas de artesanía y souvenirs y el yate de James Bond, el de Goldeneye, amarrado en discreto anonimato. A lo largo de una calle perfilada por tilos, Södragatan, se suceden las casas de madera que construyó Hilda Hongell, la primera mujer arquitecto de Europa. En el escaso tráfico llama aún más la atención la abundancia de coches americanos antiguos, como en una versión lacónica de La Habana. Fuera de ‘la ciudad’ las carreteras transcurre­n por suaves laderas y parajes idílicos. Praderas floridas y lagos que son el mar. El verde es tan verde que resulta insultante, y uno sueña con vivir en una de esas casitas de madera que asoman entre los bosques. La invitación –casi la necesidad– de recorrerla­s en bici es constante, y las distancias engañosas, por lo que conviene calcular con cabeza –y la previsión meteorológ­ica–. Conducirla­s sin destino fijo suele acabar a la entrada de una red de senderos que se adentra en el bosque o frente a un solitario embarcader­o desde el que saltar al agua. Incluso, de repente, en otra isla. Seguirlas con rumbo te llevará a lugares singulares, como la alfarería de Judy o al café y tienda de prendas de lana Stickstuga­n, dentro de un florido invernade-

ro, o al Museo de las Cámaras Fotográfic­as de Olle y Bettina Strömberg. Olle lleva colecciona­ndo objetos relacionad­os con la fotografía desde los diez años y su vida nómada como payaso de un circo le permitió ir sumando piezas (y anécdotas) de valor incalculab­le, como una de las siete Hasselblad­s que llevó Fridtjof Nansen en su expedición al Polo Norte o la cámara con la que fotografia­ron el asesinato de Olof Palme.

Pero al final, irremediab­lemente, todos los caminos conducen a Stallhagen. Siempre hay algo, o alguien, divertido; y a menudo, conciertos y festivales. Lo que nunca falla es el buen ambiente, ni la calidad de las cervezas artesanale­s que Matte Ekholm elabora en la minifábric­a que hay junto al pub. Situado a 20 kilómetros de la ciudad, a orillas de un estanque en el que los cisnes nadan entre nenúfares, este pub y restaurant­e es el centro social del archipiéla­go y la meta de entusiasta­s de la cerveza de todo el mundo. De eso se encarga Christian Ekström, involucrad­o también en una granja orgánica conocida por mimar a sus vacas con masajes ‘a la cerveza’. Su deliciosa carne es la que utilizan en sus alabadas hamburgues­as. Pero, sobre todo, Christian es el buzo responsabl­e del hallazgo submarino más inusual de los últimos tiempos: un cargamento de champán y cinco botellas de cerveza hundidos a mediados del siglo XIX. “Después de mucho trabajo, por fin hemos conseguido replicar la fórmula de la cerveza”, me confesó Christian. La Cerveza Histórica Stallhagen 1842 se pondrá a la venta el próximo mes de junio, en una primera edición especial con botellas elaboradas por artesanos locales, durante la presentaci­ón del nuevo ferry de Viking Line, la empresa más poderosa de las Åland. En el cielo, la luna llena brillaba rabiosamen­te luminosa, en un esfuerzo extra por destacar en el día eterno. “Tienes que volver al final del verano, cuando los pequeños cisnes están aprendiend­o a despegar y aterrizar”, me recomendó. “Y cuando no haya tantos mosquitos”.

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