Condé Nast Traveler (Spain)

Panamá surfera

Durante mucho tiempo Bocas del Toro fue un lugar inhóspito de Panamá en el que se realizaban intercambi­os comerciale­s con indígenas, tal y como hizo Cristobal Colón para abastecers­e en su último viaje... Hasta que llegaron Kelly Slater y los surferos con

- TEXTO: MARÍA SEJAS / FOTOS: MARÍA Y DANIEL BALDA

La visita en 2015 de Kelly Slater, el campeón mundial e icono del surf, marcó un antes y un después para los habitantes de este archipiéla­go panameño. Sus playas vírgenes de difícil acceso hoy son veneradas por los mejores surfistas del planeta.

Fue la visita en enero de 2015 del surfista Kelly Slater, 11 veces campeón del mundo, y del hawaiano Sunny Garcia, ganador del título en el año 2000, lo que puso a Bocas del Toro en el mapa del surf”, me comenta mi amigo Paki Galé, instalado en este archipiéla­go panameño desde 1996. Entonces apenas llegaban tres aviones semanales, las islas eran vírgenes, casi nadie surfeaba y el acceso a las playas discurría por senderos plagados de baches. Una imagen que dista del actual ambiente surfero internacio­nal con jóvenes franceses, españoles, australian­os, americanos, alemanes... en bicicleta, quad o con sus tablas bajo el brazo en busca de olas. Hoy el propietari­o de Paki Point Beach Club, el primer chiringuit­o de playa de Bocas, todavía recuerda con cariño épocas pasadas: “Éramos pocos surfers a finales de los 90. Dos o tres panameños, nosotros de Argentina y un par de ‘gringos’ de Florida. En el 2000 se fue pasando de boca en boca como un destino exótico y oculto, con una calidad de olas world class inusual en el Caribe. Luego llegaron estrellas como Felipe Toledo, Josh Kerr, Taj Burrow y Mick Fanning”.

No es casualidad que Paki nos haya invitado a su casa ni que hayamos escogido Bocas del Toro como lugar de vacaciones. Mi pareja, Daniel, fue surfista profesiona­l hasta que, a finales de los 80, cambió la tabla por la cámara y comenzó su carrera como fotógrafo de surf. Así nos conocimos y así recorrimos medio mundo. Por circunstan­cias de la vida, durante años nos habíamos alejado del surf –nunca del mar–, pero el instinto es fuerte y, cuando nos hablaron de un paraíso caribeño de clima tropical, playas solitarias y olas perfectas, no quisimos perder la oportunida­d de conocerlo y de volver a cabalgar sobre la tabla.

Aterrizamo­s en Colón, con sus 61 km² la isla más grande del archipiéla­go, un día lluvioso. Desde la ventanilla percibimos su espesa vegetación en contraste con el azul turquesa y la espuma blanca del mar, espuma que anuncia el buen estado de las olas. A pesar de ser la isla más concurrida y poblada, Colón tiene un ambiente tranquilo y el encanto caracterís­tico del Caribe. Aunque descolorid­as por el paso del tiempo, conserva las antiguas casas de madera construida­s por la United Fruit Company para sus trabajador­es y no hay macrocompl­ejos ni cadenas hoteleras. La gran mayoría de los alojamient­os son hotelitos, casas de huéspedes y albergues. En la isla sólo hay dos carreteras: una de unos 17 kilómetros que la atraviesa por el interior pasando por una densa reserva natural hasta Bocas del Drago, en el extremo norte, y otra que recorre parte de su costa este y que deja de ser de asfalto para convertirs­e en un camino de arena, baches y piedras. Una yincana que cobra sentido cuando aparecemos en medio de un litoral salvaje en el que la frondosa selva y las mejores olas de la isla no esconden su energía y bravura. Hay árboles centenario­s, bambú, orquídeas, flores de aves del paraíso, plantas de jengibre y cocoteros. El canto de los pájaros y los aullidos de los monos, junto con el rugir del mar, compondrán la banda sonora que nos acompañe durante todo el viaje.

Estamos frente a Paunch Beach, una playa casi sin arena con una línea de cocoteros entre el camino y el mar. A este point break suelen venir los principian­tes. Es un lugar bastante sencillo para coger habilidad, sin embargo no hay que confiarse ni a la entrada ni a la salida: el fondo es de coral, un arrecife puntiagudo en el que es necesario llevar botas y donde es preciso observar e imitar a aquellos surfistas que conocen el terreno.

Hoy coincide que las olas son poderosas, por lo que sólo siete expertos se han animado a entrar. Daniel salta emocionado al agua, cargado con su equipo fotográfic­o. Al momento capta su atención una paue

reja que destaca por su destreza y estilo. Son Théa Mouysset y Boris Romann, dos franceses de Hossegor acostumbra­dos a las olas grandes. Instructor­es en la escuela de surf UCPA Port d’Albret, cuando no están en territorio húmedo se dedican a la realizació­n de vídeos y cortometra­jes. Su atractivo también delata su trabajo esporádico como modelos. Acostumbra­dos a las gélidas aguas del golfo de Vizcaya –siempre equipados con neoprenos de cuerpo entero, botas y guantes–, para ellos, Bocas es el paraíso. Cada año, desde Semana Santa hasta finales de septiembre, trabajan en la costa francesa, luego cogen sus tablas, un pequeño petate y parten a la aventura durante tres meses en busca de sol y aguas cálidas. En esta ocasión, llevaban un mes entero recorriend­o Nicaragua cogiendo buenas olas, pero en cuanto oyeron hablar de Bocas del Toro no se lo pensaron dos veces y vinieron a pasar aquí los meses restantes. Entablamos amistad al momento y nos confiesan que la elección no ha podido ser más acertada. Están encantados, sólo van al pueblo de vez en cuando a comprar comida, el resto de su día transcurre en la playa. Se acuestan a las ocho de la tarde y se levantan a las siete de la mañana para disfrutar al máximo del surf.

En este pedacito de Panamá las mejores olas llegan muy temprano, con los primeros rayos de sol. Aproximada­mente a las 11 de la mañana comienza a levantarse el viento del norte y, aunque se puede seguir cogiendo olas, el mar se desordena. A media tarde, este amaina y se vuelven a formar bien las ondas. Con el transcurri­r de los días vamos comproband­o que lo que nos habían contado sobre el lugar era cierto: el swell (el efecto mar de fondo) tiene bastante consistenc­ia, es potente, y el tamaño de las olas oscila entre el metro y medio y los tres metros de altura. Cifras impresiona­ntes para tratarse del mar Caribe.

Muy cerca está Dumpers Beach, cuyo nombre responde a una ola que rompe frente a un antiguo vertedero que, por suerte, ordenó limpiar uno de los últimos ministros de turismo panameños. Entrar o salir del agua es complicado, así que lo mejor es localizar a algún lugareño que te indique la forma más rápida y segura de hacerlo. No hay que dejarse intimidar por su aparente falta de simpatía o su actitud territoria­l, quizás se deba a la reciente llegada en masa de surfistas de todo el mundo: en temporada alta, entre diciembre y marzo, más de un millar; algunos menos en la aún desconocid­a temporada de olas de junio y julio. Aun así, en la isla hay tantos point break que todavía no es necesario luchar por las olas.

Dumpers presume de excelentes olas, por lo que enseguida se convierte en el lugar preferido de Daniel para hacer fotos. También para subirse a la tabla. Mientras atravesamo­s unos tubos perfectame­nte dibujados, conocemos por casualidad a Alberto Reimunde Veira, un coruñés profesor de surf en La Vieja Escuela de la playa de Oleiros, que se encuentra de viaje con un grupo de amigos y que está disfrutand­o al máximo el tiempo que le queda sobre estas olas tropicales antes de regresar al frío de Galicia.

No ha parado de llover durante varios días, especialme­nte por las noches y en forma de gruesa cortina de agua, lo que permite a estas tierras mantener su jungla. Hoy, en cambio, amanece soleado y, como es fin de semana, decidimos pasar el día con los hijos de Paki, dos grandes promesas del surf. Teo, con 10 años, tiene un gran potencial y muy buen estilo. Su destreza le hace destacar no sólo en Panamá, sino en toda la región. Es campeón nacional en su categoría y ganó medalla de bronce en la competició­n centroamer­icana de Costa Rica 2016, en la categoría de exhibición sub 14. Con 12 años, Kai, su hermano mayor, ha participad­o ya en dos mundiales: el Oceanside de California en 2015 y el Vissla ISA World Junior Surfing Championsh­ip 2016, celebrado en las Azores. Dicen de él que es una joven promesa a nivel internacio­nal. También es campeón nacional en su categoría y fue medalla de plata en la sub 14 de los Centroamér­ica Surfing Games del año pasado. Con sus cortas edades, además de en el Caribe, ya han surfeado en Bali, Tahití, Portugal y Hawái.

Decidimos ir a Bluff Beach, a unos 10 kilómetros del pueblo. Debido a las lluvias, el agua cruza y se desborda sobre el camino, por lo que debemos avanzar muy despacio. Esto resulta ser una suerte, ya que nos permite atender a un paisaje increíble: la selva cerrada a ambos lados y monos aulladores que no dejan de demostrar su poderío. Cuando llega-

mos a los cinco kilómetros de playa virgen de arena dorada y densos cocoteros que es Bluff, el mar nos recibe enérgico, rompiendo en varias secciones. En esta época del año está permitido surfear en la zona, pero fuera de temporada, entre finales de marzo y septiembre, el entorno se protege para que cuatro especies de tortugas marinas puedan desovar con tranquilid­ad en la orilla.

Antes de entrar al agua, Daniel conversa con los chicos para acordar cómo van a trabajar juntos. Debe haber complicida­d entre ellos para lograr buenas tomas. En el mar, ambos se mueven con una envidiable destreza natural. Comparten olas con el equipo profesiona­l de una conocida marca deportiva al que están filmando para una película. Los tubos rápidos que rompen casi directamen­te en la playa resultan más adecuados para la agilidad de Teo y Kai. Desde la arena disfruto viendo el espectácul­o como si de una competició­n oficial se tratara.

Más tarde comienza a levantarse el viento, así que nos vamos a pasar la tarde a Tiger Tail, un punto más resguardad­o del litoral en el que se encuentra Paki Point Beach Club, hasta hace poco el único lugar de encuentro a las afueras del pueblo para tomar algo y comer ricos pescados del día y sándwiches.

En Bocas del Toro el surf se disfruta en estado puro. Y, aunque realmente no necesitamo­s nada más, cuando baja la intensidad de las olas aprovecham­os para sumergirno­s con tranquilid­ad en las cálidas aguas y nadar eternament­e. También nos dedicamos a caminar por los senderos de la selva, entre árboles gigantesco­s, lianas y helechos. Es relativame­nte fácil ver perezosos, ranas rojas, monos carablanca e iguanas. Las jornadas en seco son perfectas para cruzar la isla, visitar Boca del Drago y así vivir una auténtica experienci­a caribeña. Otra opción es quedarse recorriend­o el centro de Bocas, una ciudad descuidada que con un poco de cariño sería preciosa. Por las mañanas, la capital de isla Colón se mueve al ritmo cotidiano de las compras; las tardes son para pasear y visitar las tiendas de surf y ropa, los puestos de artesanía indígena y para reservar las excursione­s del día siguiente. Hay bares y restaurant­es con excelentes vistas del atardecer sobre el mar y del ir y venir de los taxis acuáticos, lanchas y canoas.

Aunque despoblada y un poco descuidada, Colón ha vivido en los últimos cinco años un aumento exponencia­l de los precios de las propiedade­s. Ya se empiezan a ver pequeños proyectos turísticos en zonas hasta hace poco salvajes y, en un futuro cercano, será una realidad la ampliación del aeropuerto para recibir aviones de mayor capacidad y vuelos directos desde ciudades como Miami. Por suerte, todavía faltan varios años para esto y durante un tiempo podremos seguir disfrutand­o –incluso en solitario– de las impresiona­ntes olas de esta singular isla.

 ??  ??
 ??  ??
 ??  ??
 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Spain