Una hermosa alternativa
¿Dónde se refugian los italianos cuando la costa amalfitana está abarrotada? En el resto de la península sorrentina, donde disfrutar de recetas caseras y chapuzones despreocupados.
En temporada alta, los italianos van más allá del sur de la costa Amalfitana, van al resto de la península sorrentina. Saboreamos con tranquilidad uno de los secretos mejor guardados y versátiles de Italia.
Su escarpada costa la salpican algunas de las playas más espectaculares de Europa. Su bucólico interior está moldeado por la tierra caliza de la cordillera Monti Lattari. Sin duda, la parte sur de la costa Amalfitana es bien conocida, pero el resto de la península es igualmente maravillosa y no tan concurrida ni con precios tan inflados. Descubrí esto hace muy poco, pese a haber sido un habitual de la zona durante 20 años. El camino desde Sorrento hasta Positano incluye una esforzada subida por la montaña con un tráfico exasperante, y la perspectiva de encontrarte mucho más una vez allí. Sin embargo, si vas hacia el sur o el oeste, la experiencia es mucho más relajada.
Torna a Surriento (vuelve a Sorrento), dice la vieja canción, y yo lo hago con frecuencia. Mario Lanza, Luciano Pavarotti y Andrea Bocelli han cantado a esta ciudad italiana del sur con aroma a cítricos, celebrada durante milenios. Los griegos fundaron el asentamiento de Surrentum, ‘ciudad de las sirenas’, en el siglo VI a.C., y se dice que fue en este tramo norte de la península donde esas míticas criaturas tentaron a Odiseo. Los romanos construyeron opulentas villas y grandes templos a lo largo de su costa, mientras que en los siglos XVIII y XIX, su clima invernal, suave y soleado, inspiró a Ibsen, Byron, Wagner y Dickens, que la incluyeron en su Grand Tour. Sorrento es espléndida, y su espectacular acantilado mira al Vesubio a través de la resplandeciente bahía de Nápoles. El casco antiguo de la ciudad se erige sobre una cuadrícula romana de callejuelas estrechas en las que ahora se alinean restaurantes donde comer gnocchi alla sorrentina (una deliciosa mezcla de tomate, mozzarella y albahaca) y tiendas de souvenirs en torno al limón.
Más allá de los caminos más transitados, hay pequeños escondrijos como Sedile Dominova, que fue en tiempos un lugar de encuentro para la aristocracia local y ahora es
un club para trabajadores, con bóvedas y frescos, donde los ancianos pasan las tardes calurosas jugando a las cartas. Luego están los verduleros y sastres tradicionales, parapetados tras las fachadas de madera de sus comercios; los increíbles palacios medievales a lo largo de la via Pietà; el precioso patio del Palazzo Correale, decorado con azulejos de mayólica; y los talleres artesanos dedicados a la intarsia en madera por la que la ciudad se hizo famosa en el siglo XVIII.
En verano, cuando hay más movimiento, me retiro a Marina Grande. La atmósfera somnolienta y las casas en tonos pastel le dan a este puerto un encanto nostálgico. Los pescadores arreglan sus redes en el muelle mientras los locales se apiñan junto a los visitantes para tomar fritto misto en los restaurantes junto al mar. No ha cambiado mucho desde los años 50, cuando Sophia Loren y Vittorio de Sica rodaron aquí Pane, amore e... Muchos vienen sencillamente a disfrutar del sol –como parte de la clásica escapada a Capri o Pompeya–, a pasar unos días de relax en la piscina del hotel o a instalarse en una tumbona en algún embarcadero. Mi favorito es Peter’s Beach, sencillo pero con un toque funky. Cuando necesito un respiro del sol, el chef improvisa unos spaghetti alle vongole soberbios. A la hora del aperitivo (aquí es antes de la cena), su mujer prepara un spritz de Campari excepcional.
Si quieres salir de Sorrento, ve a la relajada ciudad de Vico Equense (en tiempos romanos, Aequana), erigida sobre un acantilado de roca volcánica en la costa. Los adictos a la playa pueden recrearse en las pequeñas calas de Marina di Vico y Marina d’Aequa; los amantes de las caminatas, recorrer los viejos senderos hacia Positano, una ruta de tres o cuatro horas por las montañas; los aficionados a la cultura, subirse a la línea de tren Circumvesuviana, que cruza las ruinas de Pompeya y Herculano.
Vico Equense también tiene unas importantes credenciales gastronómicas, gracias a un número considerable de restaurantes con estrella Michelin y a los artesanos tradicionales que hay en la colina sobre la ciudad. Por ejemplo, La Tradizione, una tienda de delicatessen que ofrece ingredientes locales, justo al lado de la carretera principal a Seiano. También está el quesero Fernando de Gennaro, que produce provolone del Monaco, fuerte y ovalado, y fior di latte, una mozzarella de leche de vaca. Y el aceite de oliva orgánico de Rosa Russo, que vende su L’Arcangelo extra virgen a Eataly en Nueva York. O la bodega Abbazia di Crapolla, con dos hectáreas de vides en torno a una tienda de grano benedictina del siglo XII, a 300 metros sobre el mar. Su vino Sireo es una mezcla espectacular de las variedades de uva fiano y falanghina, en una potente mezcla cálida con rayos del sol, mar y aire fresco de la montaña que baja del monte Faito.
En la colina, justo bajo la cresta que separa Sorrento de la costa del sur, está el pueblo de Sant’ Agata sui Due Golfi, cuyo nombre proviene de su dominio sobre los
golfos de Nápoles y Salerno. Es una activa comunidad agrícola, célebre por ser el hogar de Don Alfonso 1890, una de las más grandes instituciones gastronómicas del sur de Italia. En un área que no carece precisamente de vistas maravillosas, algunas de las más espectaculares se obtienen desde el mirador del cercano monasterio benedictino Il Deserto, habitado por unas monjas poco amistosas. Hace poco me alojé cerca de Sant’ Agata, en la granja de Vittoria Brancaccio, Le Tore, que produce uno de los mejores aceites de oliva de la zona, además de mermeladas caseras, passata y limoncello orgánico. Tiene nueve habitaciones sencillas pero encantadoras, con paredes decoradas a mano, y en su cocina preparan platos maravillosos como cerdo asado con puré mela annurca.
Al oeste y suroeste de Sorrento hay un interior montañoso –el desperdigado municipio de Massa Lubrense– y un tramo de costa hermoso y salvaje que, de momento, los constructores han dejado intacto. Seguramente la costa Amalfitana era un poco así antes de las hordas de visitantes: pequeñas playas y calas ocultas en escarpados acantilados; laderas sembradas con plantaciones de olivos, cítricos y pulcros huertecillos; pequeñas aldeas con casas de piedra, brillantes geranios y buganvillas; carreteras en zigzag por encima del brillante mar azul cobalto. Y por todas partes vistas, vistas y más vistas. Se dice que la reina Juana II de Nápoles, en el siglo XV, elegía este lugar justo al lado de la carretera más allá de Capo di Sorrento para bañarse en las claras aguas. Conocido como Bagni della Regina Giovanna, este brazo de mar está próximo a las ruinas de una villa romana que fue espléndida en su tiempo. Es un emplazamiento cautivador para darse un baño sin gente alrededor, lo cual ocurre con frecuencia.
Massa Lubrense alberga algunas villas y torres de vigía antiguas rodeadas de cítricos y olivares, un recordatorio de las continuas invasiones a lo largo de los siglos. En otoño se ven en los árboles tensas redes para recoger las frutas maduras que caen; después se enrollan y se atan, aún suspendidas, hasta que la cosecha se completa. Vale la pena parar en el pueblo de Santa Maria Annunziata, por sus espléndidas panorámicas de Capri y almorzar en el tradicional La Torre. Dicen que Joaquín Murat (rey de Nápoles y cuñado de Napoleón) capitaneó desde la cercana Villa Rossi la batalla de Capri, cuando la isla fue arrebatada a los ingleses en 1808. La zona es atravesada por gloriosos senderos para recorrer a pie. Me pegué como una lapa a un grupo de alemanes con pinta de estar en forma, desde Termini hacia el final de la reserva natural de Punta Campanella. Atravesé olivares y maquia mediterranea con aroma de mirtos y enebros, antes de llegar al mar, el faro y la torre vigía que se construyó en el lugar de un templo dedicado a la diosa Minerva. Desde allí, a cinco kilómetros del litoral, Capri parece al alcance de la mano, y los únicos sonidos son los de las olas, el silbido del viento y el triste graznido de las gaviotas.
La carretera sólo alcanza la playa en Marina del Cantone, una extensión junto al mar de la tranquila villa de Nerano, así que para explorar el solitario tramo de costa entre este punto y Positano es preciso alquilar un barco. Un suave giro hacia el este revela un promontorio salvaje, unas islas rocosas, pequeñas playas de guijarros y calas adormiladas. Más allá del islote de Isca, en tiempos propiedad de Eduardo de Filippo, el gran dramaturgo napolitano, está el fiordo di Crapolla, un corte en los acantilados de piedra caliza que alberga un fragmento de playa, una vieja capilla y algunos refugios de pescadores abandonados. Es un emplazamiento impresionante para darse un baño, y el único modo de llegar –dejando a un lado una agotadora bajada a pie desde la villa de Torca– es por mar, por lo que no es raro que el lugar esté desierto.
Marina del Cantone está repleta de cafés, bares y restaurantes en su pedregosa playa, además de barcos de pescadores. En julio y agosto se llena de coloridas tumbonas y sombrillas, y de yates que vienen de Positano y Capri para que sus tripulantes coman espaguetis con calabacín en el restaurante sobre el mar Lo Scoglio. Me alojé aquí a mitad de octubre, antes de que el lugar cerrase sus escotillas para el invierno. El sol brillaba, el mar estaba lo bastante templado como para bañarse en él y en la playa sólo había una pareja de pescadores. Después de todos estos años explorando cada milímetro del sur de Italia, sentí que había hecho un verdadero hallazgo.