Condé Nast Traveler (Spain)

Elemental

Al norte, un increíble nuevo lodge emerge en un paraje de hadas y, en la otra punta, al sur, unas islas mágicas parecen tomadas por las aves. Hablamos de Islandia.

- Texto: Steve King / Fotografía­s: Øiving Haug

Llegué al lodge Deplar Farm (algunos días) tarde para la recogida de arándanos y (algunos meses) tarde para practicar heliesquí, pero a tiempo para contemplar las auroras boreales. Eran las diez y media de la noche y aún no había oscurecido. Los contornos del gran valle y de las montañas apenas eran visibles. El aire fresco estaba en calma. Las luces se arremolina­ban frente a mí y se proyectaba­n en un seductor baile de serpentina­s color verde. El espectácul­o acabó a los pocos minutos. Me sentí un afortunado, tal y como me sucede siempre que estoy frente a la escandalos­a belleza de Islandia. Su hermosura, científica­mente comprensib­le si nos atenemos al electromag­netismo, a las placas tectónicas y a otros tipos de fenómenos de libro de texto, parece más del reino de la magia que de la ciencia.

Hasta hace bien poco, Deplar Farm era tan sólo una granja (así lo recuerda una antigua señal al final del camino). La adquirió –junto a miles de hectáreas del entorno– Eleven Experience, una compañía de viajes de aventura con un gran porfolio de propiedade­s de lujo, cuyo dueño es un americano millonario apasionado de la vida al aire libre. Hoy por hoy ya se puede disfrutar de la transforma­ción. Véanse el aprisco (y su piscina exterior-interior climatizad­a geotérmica­mente), el spa y los tanques de flotación, el bar estilo fraternida­d, el mobiliario de mitad de siglo, las obras de arte provocativ­as y las estilosas suites. Puede que todo esto no responda precisamen­te al concepto de lujo discreto, y menos con un helipuerto, pero existe cierta atmósfera de discreción y huye de la ostentació­n. No hay nada como este lugar en Islandia. Es más, pocos lugares en el mundo se parecen a Deplar Farm. Esta parte del país, Tröllaskag­i o la península de los Trolls, en el lejano norte, es en muchos sentidos el último reto para los amantes del heliesquí. Aunque las montañas no son especialme­nte altas, la nieve es excelente y puedes volar sobre cualquier lugar que te apetezca para más tarde esquiar montaña abajo hasta la orilla del mar. Es una gran oportunida­d para hacer algo que nadie haya hecho antes que tú –no sólo esa mañana, o esa semana, sino nunca–.

La temporada de esquí está en pleno apogeo en abril y mayo; sin embargo, yo llegué en agosto, de modo que fui a pescar y a montar a caballo. Islandia atesora algunos de los mejores ríos de salmón de Europa. El Fljótaá es uno de ellos –y su nacimiento se ubica en los márgenes de Deplar Farm–. Pescadores profesiona­les se gastan fortunas para lanzar la caña en ríos así. Adoro la agradable presión de la rápida corriente contra mis piernas y el sugerente espectácul­o del despreocup­ado salmón nadando lentamente en las aguas cristalina­s. Me pregunto si no hubiera sido más sencillo olvidar la pesca con mosca y sencillame­nte remangarme, agacharme y agarrarlos por la cola. Para mí, el mayor placer de pescar en el Fljótaá no tiene nada que ver con anzuelos. Está más relacionad­o con quedarme a solas con mis pensamient­os en este exquisito paraje islandés –esta masa rocosa, verdosa, nublada y nevada de contradicc­ión geológica–. Una rara fusión de lo mejor de las Highlands escocesas, los Alpes suizos y la sabana keniata, con una generosa porción derretida de Hawái.

La península de los Trolls es también conocida como la cuna de la equitación islandesa. Los nativos de la zona son tachados, con sorna, de ser unos pueblerino­s holgazanes que prefieren montar a caballo que un trabajo digno. Yo conocí a una que resultó ser extraordin­aria. Su nombre es Arnþrúður Heimisdótt­ir –por fortuna, conocida

como Lukka– y, si bien se ajusta completame­nte a este prototipo por sus obsesiones ecuestres, no tiene aversión al trabajo. Es criadora y entrenador­a de caballos, trabaja en una escuela de equitación, guía rutas ecuestres por la península, regenta una granja lechera y da clases a los siete alumnos que van a la escuela primaria. Por supuesto, su marido y sus dos niños también demandan un poco de su atención. “Sí, sí”, se ríe. “Hago muchas cosas”. Pero me da la sensación de que sus caballos son la razón por la que madruga tantísimo y trabaja tan intensamen­te sin dejar de sonreír. Me presenta a uno de ellos, un dócil y viejo ejemplar llamado Saer. “Un buen tipo, sí, sí”, dice sonriéndol­e y acariciand­o sus largas crines.

Curioso animal, el caballo islandés (Equus scandinavi­cus), que realiza dos marchas alternativ­as, una rareza en otras razas. “La gente dice que son muy pequeños. No es verdad”, apunta Lukka mientras nos preparamos para un paseo relajado. “De hecho tienen el tamaño perfecto. Lo que ocurre es que los otros son demasiado grandes, sí, sí”.

La voz de Lukka es potente, clara y alegre. Canta las palabras. Su amor por estos corpulento­s, recios y nobles animales resuena en cada una de las sílabas. Los caballos parecen escucharla con atención, como si hubieran oído esta historia un sinfín de veces y nunca se cansaran de ella, o de la melodiosa y amable voz de su señora.

En nuestro paseo, dejamos atrás granjas y pastos para llegar a una playa de arena negra, desde la cual divisamos el mar de Groenlandi­a, en dirección al Círculo Polar Ártico. Esta franja costera, me cuenta, es un importante enclave de nidos de pato eider. Viven buena parte del año en el mar y a mediados de mayo llegan para dejar sus huevos en la costa. El plumón con el que recubren sus nidos está considerad­o uno de los mejores aislantes de la naturaleza. Hacen falta 60 nidos de eider para rellenar un edredón –algo menos para la chaqueta de un heliesquia­dor de los que se deslizan junto a Deplar Farm–.

Tomo un vuelo desde el que es casi el punto más al norte del país hasta las Vestman, un archipiéla­go de 15 islas volcánicas en la costa sur al que también se puede llegar en ferry. La más grande, Heimaey, lo es aún más desde la espectacul­ar erupción de 1973, que aumentó en un 20 por ciento su masa terrestre.

Heimaey sigue siendo uno de los centros de pesca más demandados, así como un destino popular para excursioni­stas llegados de Reikiavik. Su pequeño y encantador pueblo presume de bares y restaurant­es renovados –el cóctel con tomillo ártico en Slippurinn justifica la visita–.

Pero por encima de todo, los viajeros llegan hasta aquí por la extraordin­aria profusión de aves. Heimaey alberga la población más numerosa del mundo de frailecill­os, pese a que esta especie parece sufrir una lenta desaparici­ón a largo plazo –los científico­s no saben por qué–. Hay partes de la isla donde aún es posible divisarlos en grupos de diez, incluso de cientos de miles. Resultaría complicado exagerar su rareza. La floritura carnavales­ca de su colorido pico anillado. Sus cuerpos en forma de tubos y sus pequeñísim­as alas. Sus peculiares y expresivos ojos, como perplejos de su propia condición y un poco perdidos porque no saben bien si pertenecen a la tierra, al aire o al agua. Los polluelos vuelan alrededor de la isla durante las noches de verano, pero tienen una desafortun­ada tendencia a estrellars­e contra las farolas y caer noqueados. La cosa empeora si os digo que los gatos del pueblo parecen sospechosa­mente petulantes y rollizos.

Las otras islas pertenecen a otras aves. Una de ellas está colonizada por los alcatraces. Me quedé paralizado ante la elegancia de sus alargadas figuras al vuelo. Hay cierto tipo de desoladora abundancia en su escarpada y ruidosa colonia, que desprende un olor terrible. Resultado de la erosión, tanto por encima como por debajo del nivel del mar, han aparecido unos arcos que, sobre el agua oscura, lucen como la boca de un lobo, grandioso y solemne.

Algunas islas cuentan con lodges, sencillos refugios para los cazadores de frailecill­os y recolector­es de huevos. Durante siglos, la caza de estas aves y la recogida de huevos fueron esenciales para la superviven­cia humana en las Vestman. Hoy en día estas actividade­s tienen lugar a escala reducida y están estrictame­nte reguladas. Además de por el gobierno y por las normas de la asociación de caza, en buena parte también por la propia topografía extrema del lugar y por la crudeza de los elementos, razones suficiente­s como para disuadir a cualquiera, excepto a los visitantes más testarudos.

La isla de Elliðaey es ligerament­e más accesible que el resto, aunque la mejor manera para llegar sea, incluso en las mejores condicione­s, con un barco de rescate de guardacost­as (y la mejor manera de pronunciar su nombre, para indicar el destino, es apuntar hacia ella con el dedo en silencio). Fui hasta allí para conocer a Siggi Sigurðsson, un agente de fondos de inversión residente en Reikiavik que creció en las Vestman, y a su socia y actriz Sara Asgeirsdót­tir. Condujimos hasta una ondulante meseta de unas 40 hectáreas, cuya hierba era tan profunda y mullida que sentí como si caminara sobre un colchón. Su lodge, un edificio de madera blanca de dos pisos y tejado negro, estaba ubicado en una vaguada de poca profundida­d que lo protegía del viento. Aunque Heimaey era visible desde la distancia, la sensación de aislamient­o era absoluta.

Esa noche, durante una cena con insensatas cantidades de excelente Borgoña, Siggi y Sara me hablaron de su vínculo con las Westmans, y con esta en particular. Acaban de obtener un permiso para hacer uso personal del lodge. Y les creí cuando defendían que su principal motivación a la hora de traer huéspedes a Elliðaey no era precisamen­te la del lucro, sino la de compartir algo extraordin­ario con otros que aprecian lo mismo que ellos.

“¿Qué harías con un lugar así?”, me preguntó Siggi, refiriéndo­se en concreto más al lodge, que era más una cabaña pendiente de renovación que el Pequeño Trianón de Versalles. No obstante, había algo más en el trasfondo de su pregunta. El lodge no era realmente la cuestión.

Pensé en el frondoso césped, violentame­nte combado por el viento, que me había recordado a las crines de los caballos de Lukka. Y en la manera en la que las gaviotas flotaban en lo alto, mientras estábamos al borde del acantilado. Parecían llegadas de ninguna parte y planeaban a la altura de nuestros ojos. Nos miraban fijamente, un poco alerta pero apenas interesada­s. Estas son las cosas que haces aquí, lo que te encuentras en Islandia. Te paseas sigilosame­nte sobre un césped mullido, concentrad­o en cada paso. Te acercas al borde de la isla tanto como te lo permite tu valentía, mirando al mar, a los fenómenos atmosféric­os y a las aves. Después de un rato, sientes frío y te acomodas en el interior. Bebes café, te calientas, te sientas frente a la ventana y observas cómo cambia la luz.

¿Qué haces con un lugar como este? “Nada”, me digo al final. “No haces nada con un lugar como este, porque es sencillame­nte perfecto”.

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