Condé Nast Traveler (Spain)

LOS SEÑORES DEL MAR

EN EL EXTREMO SUROESTE DE PORTUGAL SE EXTIENDE LA ÚLTIMA COSTA SALVAJE DE EUROPA, UN TERRITORIO VIRGEN DONDE EL VIENTO LEVANTA LAS OLAS QUE SE LLEVAN LEJOS EL BULLICIO DEL MUNDO.

- TEXTO: PAUL RICHARDSON / FOTOS: OLIVER PILCHER

Todo cambia donde termina la autopista. De pronto, después de pasar la ciudad de Lagos, desaparece­n los hipermerca­dos, los parques acuáticos y los carteles anunciando noches de fiesta. El blanco rosáceo de las urbanizaci­ones del centro del Algarve ya no brilla en el horizonte. Los coches en el camino se ven más antiguos y polvorient­os y, al bajar la ventanilla, el aroma de los eucaliptos y del mar lo inunda todo.

Para disfrutar de la playa con tranquilid­ad ya no basta con dirigirse al sur: también hay que ir hacia el oeste. Y el largo tramo de costa que va desde el cabo de San Vicente, en el extremo suroeste de Portugal, hasta Sines, dos horas al sur de Lisboa, resulta perfecto para los que sentimos nostalgia de cómo solían ser antes los veraneos en la playa. Protegida casi en su totalidad por estrictas leyes ambientale­s, la Costa Vicentina no ha sucumbido al desarrollo, y los escasos pueblos –Aljezur, Zambujeira do Mar, Vila Nova de Milfontes– apenas perturban su soñoliento statu quo. Sus playas, amplias y salvajes, con dunas, acantilado­s y olas grandes, destacan entre las más bellas del mundo. Todo resulta discreto y sin pretension­es hasta Comporta, el enclave de moda del momento, el lugar en el que Carla Bruni y Christian Louboutin pasan el rato y se dejan caer por los chiringuit­os de la playa. Uno podría suponer, basándose en la locura veraniega que se vive en otras partes de España y Portugal, que aquí también, en julio y agosto, las playas estarán insoportab­lemente superpobla­das, pero no es así. Cierto que hasta aquí llegan numerosos surfistas atraídos por las olas del Atlántico, jóvenes familias portuguesa­s, autocarava­nas con matrículas de diferentes países de Europa y, los fines de semana, españoles que quieren recordar cómo lucían antes sus costas. El viento, que sopla con vigor sostenido, sirve para mantener el litoral tranquilo y fresco, incluso en verano, cuando el calor hace de gran parte de la península ibérica un horno.

La Costa Vicentina abarca dos regiones portuguesa­s: el Algarve en su extremo occidental, poco desarrolla­do turísticam­ente, y la parte aún menos desarrolla­da del Alentejo. En ocasiones, a esta zona se la compara con la Toscana, apreciació­n que me resulta poco acertada, ya que las iglesias y los conventos son escasos y no hay mansiones aristocrát­icas ni viñedos centenario­s. Sin embargo, la Costa Vicentina compensa su falta de reclamos culturales de forma atractivam­ente excéntrica. Es el caso de Sagres, una ciudad azotada por el viento en el extremo meridional de la costa. Flanqueada por una hermosa y solitaria península, Sagres fue un destacado puerto ballenero y, hasta que Colón demostró lo contrario, marcaba la frontera del mundo conocido.

En lo alto de un promontori­o a las afueras de la ciudad, rodeado de imponentes acantilado­s, es donde el

costa invita a largas caminatas y a hacer castillos de arena, con ocasionale­s zambullida­s en las frías olas del Atlántico. Mi playa favorita es la praia do Amado, a la que se llega por un largo camino desde la aldea de Carrapatei­ra. También adoro la playa de arena fina al final de la carretera que atraviesa la pequeña localidad de Zambujeira, y los imponentes Alteirinho­s. Me gusta aparcar el coche sobre el acantilado, poner alguna pieza de Mozart y contemplar el salto de la cascada desde la pared de roca a la arena. La playa das Furnas, cerca de Vila Nova de Milfontes, es otra maravilla, con sus tranquilas aguas de un turquesa poco habitual en el Atlántico, y por el bar que se esconde en sus dunas, el O7 Ocean Drive, donde preparan las mejores caipirinha­s al este de Río de Janeiro. Pero si tuviera que elegir un solo garito de la Costa Vicentina, este sería el Bar da Praia de Odeceixe. Aquí, Pedro Elizo y Pablo Berástegui, dos españoles expatriado­s, sirven jamón ibérico, pintxos vascos, té helado y cervezas frías. Con su música retro latina y su coqueta ubicación, resume mi ideal platónico de todo lo que espero de un chiringuit­o de playa.

La frontera entre el Algarve y el Alentejo se encuentra a las afueras del pueblo de Odeceixe, y conserva el último tramo de costa sin desarrolla­r del sur de Europa. Aquí los campos de trigo, los viñedos y los huertos se alternan con bosques de alcornoque­s. Casas blancas salpican el paisaje. Esta parte de Portugal sigue siendo obstinadam­ente campesina, y hay algunos lugares maravillos­os en los que alojarse, como Casas da Lupa, una colección de antiguos edificios agrícolas en una plantación de eucaliptos con interiores luminosos y contemporá­neos, y la Casa da Diná, un B&B a las afueras del pueblo de Malavado, dirigido por el pintor uruguayo Walter Rosso y su esposa Diná. Rosso llegó aquí pensando que estos horizontes vacíos podrían estar en armonía con su pintura figurativa minimalist­a. “Este lugar es inmune a la globalizac­ión”, me cuenta feliz. “Llegamos hace 15 años y juro que no ha cambiado nada desde entonces”.

Creo que el mejor lugar para alojarse en la Costa Vicentina es Herdade do Touril, una casa de campo restaurada en una gran finca, fundada en 1826 y que dirige de manera práctica Luís Leote Falcão, descendien­te de los propietari­os originales. La casa principal atrapa la vista y el aroma del Atlántico. En la terraza, Luís me sirve un vino blanco y me cuenta historias sobre el viejo Alentejo y la política comunista que lo mantuvo en el ostracismo durante la mayor parte del siglo XX. También me habla de su playa secreta, que permanece sin nombre en los mapas. Cuando llego allí es un domingo despejado, sólo hay seis personas en un tramo de arena del tamaño de un campo de fútbol. Como si formaran parte de un club exclusivo, me saludan con la cabeza al verme llegar. Aquí no hay duchas ni tumbonas, no hay lujos ni cursilería­s, sólo los majestuoso­s riscos y los acantilado­s, con las estrías del tiempo geológico y la bruma del mar dibujando una imagen sublime.

LA FRONTERA ENTRE EL ALGARVE Y EL ALENTEJO SE ENCUENTRA A LAS AFUERAS DEL PUEBLO DE ODECEIXE, Y CONSERVA EL ÚLTIMO TRAMO DE COSTA SIN DESARROLLA­R DEL SUR DE EUROPA

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