Condé Nast Traveler (Spain)

Península de Ise-Shima

Hogar del comlejo de santuarios sintoistas que inspiro genial poeta Basho, padre del haiku, y de una saga de intrepidas mujeres buseadoras las amas, la peninsula de ise shima es el portal de entrada al antigou Japon.

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En esta inalterada región japonesa, las amas, mujeres buceadoras, recogen los frutos del mar desde hace siglos equipadas tan sólo con talismanes y un neopreno.

para ser sincero, ya me estaba cansando de comer langosta. Mi marido, Ralph, y yo habíamos pasado tres noches en la península de Ise-Shima, en la prefectura de Mie –también conocida como el ‘país de la langosta japonesa’–, y habíamos probado todos los tipos imaginable­s del crustáceo. No me malinterpr­eten. La langosta de la costa de Honshu –cuatro horas en tren al sur de Tokio y sede de la cumbre del G7 de 2016– es una delicia. Aunque aquí, más que un lujo es un plato de temporada. Los escépticos sostienen que la variedad Ise-ebi, que carece de pinzas, no está tan rica como la langosta de Maine, pero a mí me pareció realmente tierna. Después de todo, la región es la proveedora oficial de mariscos de la familia imperial japonesa desde el siglo V, así que ¿quiénes éramos nosotros para juzgarla? Probamos la langosta presentada de distintas maneras: en sashimi, en sushi, salteada, asada viva en una parrilla... incluso tomamos helado de langosta.

En la zona comercial de la ciudad de Ise, abarrotada de comida empaquetad­a y puestos de souvenirs, compramos langosta de diferentes procedenci­as, así como bolsas de sal de perlas, frascos de gelatina de algas y paquetes sellados al vacío de carne de Matsusaka –más tierna incluso que la de Kobe–. Ralph y yo habíamos vivido ya algo parecido en otras ciudades durante viajes anteriores a Japón, entre los que se incluía una reciente estancia de dos meses dentro del año sabático que Ralph se tomó en su estudio de arquitectu­ra en Suiza, donde vivimos. Durante estas visitas observé que, normalment­e, hay dos tipos de viajeros extranjero­s en Japón: los que se sienten atraídos por lo extravagan­te, como los KitKats de sake y las cafeterías con criadas francesas, y los que ven más allá del resplandor del neón y reconocen la elegancia de lo cotidiano, la estética de los santuarios Shinto y el respeto en sus costumbres.

Ise-Shima le encantará a los segundos. Como el helado de langosta, esta península con forma de talón no es para todo el mundo y menos para los que viajan al país por primera vez. Cuando leí acerca de su abundancia de langosta y de las intrépidas Amas –unas mujeres buzo que se sumergen en las profundida­des marinas para recolectar erizos y abulones– me imaginaba una especie de Maine a la japonesa. Pero en realidad, Ise-Shima, o simplement­e Shima para abreviar, es un estuario definido por una extensa red de brazos de mar que se dispersan desde la bahía de Ago como las venas de una hoja. Es un destino impreciso que no disfruta ni de una costa dramáticam­ente rocosa ni ofrece playas de arena blanca. Uno podría pasar por aquí en coche y marcharse pensando que es un lugar absolutame­nte normal, incluso algo insulso y aburrido.

De alguna manera, la prefectura de Mie es todo lo que Tokio y Kioto no son. Se encuentra dentro de una región culturalme­nte rica, Kansai, pero no está llena ni de turistas internacio­nales, ni de templos protegidos por la UNESCO ni de los centros comerciale­s Daimaru y Takashimay­a que muchos asocian con Japón. El Shinkansen, el famoso tren bala, tampoco llega hasta aquí. Lo que sí que tiene la prefectura es agua. La costa de Mie abarca más de mil kilómetros que incluyen tranquilas bahías interiores, el rugiente océano Pacífico y 29 municipios bañados por el mar, como Toba, Shima e Ise, donde se suelen quedar la mayoría de los viajeros. Según los japoneses, Mie es el paradigma de la coexistenc­ia entre lo humano y lo natural. Y justamente esta prefectura es el lugar de nacimiento de Matsuo Basho, el querido poeta y viajero del siglo XVII que ayudó a popu-

Un viejo estanque; Salta una rana, Ruido de agua

larizar el haikú. Uno de los más famosos, el de la rana, traducido a docenas de idiomas, capta la sutileza de esta región acuática: Durante el largo período Edo (1603-1868) los extranjero­s tenían prohibido viajar a Japón. Los japoneses sólo podían hacerlo dentro del país simulando estar de peregrinac­ión. Ise Jing, el complejo de santuarios más sagrado de Japón, data del siglo III y está considerad­o el hogar espiritual de la cosmología sintoísta. Es, con diferencia, el lugar de peregrinac­ión más popular del país. Tan venerado era este santuario que los japoneses creían que todo el mundo debía visitarlo al

menos una vez en la vida. Para llegar a esta meca, salimos del bullicioso distrito comercial y caminamos sobre el puente de Uji-bashi, flanqueado en cada extremo por un torii (las puertas que sirven para separar el mundo profano del reino sagrado) sin pintar. Al otro lado del río, proseguimo­s por un sendero de guijarros hasta la orilla del río Isuzugawa, donde nos sumamos a los peregrinos y a los turistas que hacían sus abluciones y, como ellos, nos lavamos las manos y la boca con agua cristalina. A continuaci­ón, pasamos por debajo de cedros y pinos y seguímos el flujo blanco y azul de las túnicas de los sacerdotes mientras desaparece­n entre los tallos de bambú verde jade.

A primera vista, el santuario de Ise se asemeja a cualquier otro lugar sintoísta, pero en realidad es del tamaño de París. Hogar de 125 templos diferentes, tiene paredes repletas de musgo y patios dentro de patios que, a su vez, se encuentran dentro de otros patios, cada uno más sagrado que el anterior. Su gran y sencillo santuario, Kotai Jingu, está construido enterament­e en madera de ciprés japonés, sin utilizar clavos ni tornillos metálicos, en un estilo único. Se reconstruy­e cada 20 años de acuerdo con la práctica sintoísta y la última vez fue en 2013, su iteración número 62. El santuario es tan sutil y sencillo que B. H. Chamberlai­n, un japonólogo del siglo XIX, escribió: “Allí no hay nada que ver, y no te dejarán verlo”.

Muchos visitantes modernos se hacen eco de este sentimient­o. Pero ver más allá de la nada es el gran desafío de la visita. Para mí fue más fácil porque viajaba con un arquitecto suizo que tiene buen ojo para la construcci­ón, para las esquinas y para las ‘nadas’ que, de otro modo, se me podrían haber pasado por alto. El diseño más ingenioso, me recordó Ralph, no se debe notar.

amaterasu-omikami, la diosa del sol, es venerada en el Kotai Jingu, santuario en el que también se preserva un antiguo espejo de bronce que se ha permanecid­o oculto al ojo humano durante más de mil años. Caminamos hasta una valla y aplaudimos e hicimos reverencia­s junto al grupo de peregrinos sintoístas delante de la cortina de seda blanca que cubría las habitacion­es de los espejos. De repente, una ráfaga de viento levantó de forma burlona la cortina y la multitud, incluidos nosotros, soltó un suspiro colectivo. La mayoría rió silenciosa­mente entre dientes; otros lloraron emocionado­s ante este encuentro, aparenteme­nte, cercano a lo divino. Antes de que nos diera tiempo a procesar lo sucedido, un grupo de niños japoneses con sombreros amarillos pasó sonriendo y saludando. Nos sacaron del estado de shock y nos recordaron que la vida sigue su curso, literalmen­te en este caso.

Debido a que Shima fue el destino más visitado de Japón durante unos 250 años, está considerad­o el lugar de nacimiento del omotenashi, el arte de recibir y de la hospitalid­ad, por lo que los hoteles tienen mucho que decir. Amanemu, que abrió hace poco, está compuesto por 24 suites y cuatro villas de cedro pulido que serpentean en torno a una cañada junto al mar. Su diseño es especialme­nte sobrio, incluso para un ser un resort de Aman. Las estructura­s tienen techos empinados inspirados en las casas de campo japonesas, pero emiten esa discreta simetría adorada por arquitecto­s y adictos a los Aman como Ralph. Los interiores están repletos de toques japoneses como el papel washi, los ofuros (bañeras japonesas) de granito, o las sillas de ratán con forma de mariposa.

Al igual que Ise Jingu, Amanemu es tan soso que casi resulta aburrido. Pero es perfecto para no hacer nada, que era justo lo que queríamos hacer. Dedicamos nuestro tiempo a vestir túnicas yukata de color beige, a beber sake caliente, a darnos baños termales y a observar los pájaros desde la comodidad de nuestra terraza.

El hotel organizó un encuentro con una Ama buceadora en Satoumi An, una amagoya o cabaña en la que estas fuertes mujeres se reúnen a descansar y a vender y a cocinar los mariscos que acaban de capturar. Muchas Amas son accesibles, pero hablar con ellas puede ser difícil si tu nivel de japonés no es

de conversaci­ón o si no te han presentado de manera formal. Nosotros llegamos con un guía que nos sirvió de traductor, nos quitamos los zapatos y nos sentamos en el suelo de tatami cerca del fuego.

En esta área han aparecido restos de herramient­as de Amas que datan del período Jomon (entre el 10.500 y el 300 a.C.), pero los historiado­res creen que este trabajo fue exclusivo de las mujeres desde el siglo VIII. El hecho de que las mujeres tengan más grasa subcutánea parece que ayuda a soportar mejor estas gélidas aguas, cuya temperatur­a puede descender hasta los 10ºC. Hoy, la mayoría de las Amas usa trajes de neopreno, pero esa es su única equipación. Se sumergen en intervalos de 50 segundos, algunas llegan hasta los 20 metros de profundida­d mientras permanecen atadas a las tinas de madera que usan como boyas y como almacenaje. Suelen llevar

tenugui (toallas de manos) blancas sobre sus cabezas y amuletos para protegerse de los tiburones y de las maldicione­s que acechan en el mar. Miwako, nuestra Ama, entró en la choza con un gorro blanco. Tenía una sonrisa gigante dibujada en la cara y pintalabio­s rojo cereza. Nos mostró el marisco que estaba asando en la parrilla para nosotros. Como la mayoría de Amas, Miwako ya había cumplido los 60 años. La veneración que hay en Shima hacia las mujeres es atípica en Japón. Aquí parecen más poderosas que los hombres, lo que me lleva a recordar a la diosa del sol, Amaterasu-Omikami, la deidad más importante en la religión de Shinto.

Supusimos que Miwako tendría una visión del mundo un tanto antigua, algo similar a los amish, pero su perspectiv­a era bastante moderna. Mientras alimentaba las brasas y daba la vuelta a la langosta en la parrilla, Ralph le preguntó si siempre llevaba su sombrero puesto. “No, me lo quito para conducir a casa”, bromeó. Fue la mejor manera de romper el hielo, ya que nunca hubiéramos imaginado que conduciría un coche (ni que tendría sentido del humor). Todos nos reímos y le pregunté por la parte más difícil de su trabajo. “Encontrar nuevas Amas”, dijo. “Las mujeres jóvenes ya no quieren bucear “. En la actualidad hay alrededor de 2.000 Amas en Japón y su media de edad ronda los 65 años.

Mientras esta antigua tradición peligra, sus cabañas están ayudando a llamar la atención sobre el modo de vida de las amas a través de la comida. Y, en este caso, Miwako cocina a la perfección. Las vieiras, asadas a la parrilla sobre media concha, eran grandes y jugosas. Las rodajas de calamares, acompañada­s de limón, mayonesa y

shichimi togarashi, tenían una textura perfecta. Y la humilde langosta Ise-ebi al grill era sencillame­nte sublime.

vivimos otros momentos –menos intensos, pero no por ello menos emocionant­es–, durante una visita matutina a la pequeña ciudad de Toba, la desgastada puerta norte de la península. Tras caminar media hora por los senderos de piedra del bosque, pasamos por templos y santuarios y descendimo­s por calles en las que colgaban enmarañado­s cables de luz. Cuando uno ve fotos de las ciudades japonesas asume que son ruidosas y frenéticas, pero si, como nosotros, caes en una de casualidad un martes por la mañana, te sorprender­á su tranquilid­ad. Las diminutas casas con escaleras a la entrada, protegidas por estatuilla­s de tanuki (perros mapache), transmitía­n mucha paz. Nos cruzamos con unas señoras mayores volviendo de la compra con bolsas llenas de wakame y algas Mozuku; nos sonrieron y nos desearon ohayou gozaimasu (buenos días). Todo transmitía calma, hasta los graznidos de los cuervos y el caracterís­tico sonido de los semáforos de Japón. Aunque en Shima no todo es contemplac­ión y silencio. Hay acuarios, faros y senderos y un crucero a bordo del Esperanza, un navío español de tres mástiles. También está la isla de las perlas Mikimoto, el lugar de nacimiento de las perlas cultivadas, donde se puede asistir a un espectácul­o acuático de Amas al más puro estilo de los shows de Florida –aunque en un frío mar abierto–. Incluso hay un baño terapéutic­o enriquecid­o con proteínas de perla en el Shiojitei Spa. Sin embargo, para evitar la zona más turística, nada tan fácil como desviarte por una calle lateral. Eso fue lo que hicimos en el pequeño pueblo de Daiocho Nakiri. Allí nos encontramo­s con Katsuo Ibushigoya, un taller de bonito ahumado encima de los acantilado­s del mar de Shima. Su orgulloso artesano, Yukiaki Tenpaku, nos vendió varios tipos de escamas y cecina de bonito, mientras su esposa nos servía delicioso caldo dashi caliente. Sólo hablablan japonés, pero la bienvenida fue tan calurosa que no hizo falta compartir

idioma. Otro desvío nos llevó hasta Edokin, un izakaya (un pub al estilo japonés) oculto en la periferia de Toba cuyos platos no tienen nada que envidiar a los de Tokio. Su amable camarera nos entregó una traducción manuscrita del menú de cinco páginas, seguido por vasos de shochu (un licor destilado) de patata dulce, platos de tofu frito y cuencos de Ise-udon, un plato regional de tallarines muy gruesos (¡miden un centímetro de grosor!) con una salsa negra y trozos de cebollino y huevo crudo.

Pasamos nuestra última noche en Shima en Hiogiso, un ryokan rústico. Tomiko y Takanobu Watanabe, cuarta generación de propietari­os, dirigen esta propiedad ubicada en un bosque, frente una cala en la bahía de Ago. Aquí el arte del omotenashi alcanza lo magistral. Nuestra amplia habitación de tatami tenía una terraza envolvente que miraba directamen­te al puerto y vistas desde todas las ventanas. En el patio había una mesa de ping-pong de madera de ciprés hecha por el hermano de Takanobu y en el acogedor salón, elegantes estatuilla­s talladas en maderas rescatadas del mar que muestran el despreocup­ado ambiente de Shima.

Takanobu, antiguo empleado de Mikimoto, nos invitó a bordo de su barco para dar un paseo al atardecer. Me aseguró que era la mejor forma de descubrir la península. La embarcació­n se deslizó entre las balsas de perlas y los islotes antes de alcanzar la bahía abierta. Las montañas se superponía­n en el horizonte, como en una pintura china antigua. Aquí, en forma de postal perfecta, se extendía la región de Ise-Shima ofreciéndo­nos ese paisaje de la Asia de antaño que tantos viajeros persiguen. Sentí su esplendor como una traición a todo lo humilde y oculto del lugar. Los encantos escondidos de Shima que nosotros acabábamos de admirar afloraron de repente a la superficie con la promesa de hacer de Shima un destino de primera categoría.

Regresamos al puerto justo cuando el cielo comenzaba a teñirse de rosa, cobre y naranja. De vuelta a tierra firme, nos sumergimos en las aguas termales del onsen de ciprés hinoki del ryokan Hiogiso. Su posición, asomado al puerto, nos permitió ver cómo la hora azul se bañaba sobre la cala silvestre. En la tranquilid­ad del momento recordé otro de los haikús del poeta Basho: Inadvertid­o por la gente de mundo, El castaño Está en plena floración

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 ??  ?? TAMBIÉN CON TENEDOR Comida en la cabaña o amagoya de Hachiman Kamado. Todo lo que se sirve acaba de ser capturado por las Amas.
TAMBIÉN CON TENEDOR Comida en la cabaña o amagoya de Hachiman Kamado. Todo lo que se sirve acaba de ser capturado por las Amas.
 ??  ?? PERLAS BAJO LA SUPERFICIE La bahía de Ago vista desde Pearl Road, en la península de Ise-Shima, entre las ciudades de Toba y Ugata.
PERLAS BAJO LA SUPERFICIE La bahía de Ago vista desde Pearl Road, en la península de Ise-Shima, entre las ciudades de Toba y Ugata.
 ??  ?? CULTIVOS DEL OCÉANO Los pescados y mariscos que capturan las Amas se venden y cocinan en las humildes amagoyas, abiertas al público.
CULTIVOS DEL OCÉANO Los pescados y mariscos que capturan las Amas se venden y cocinan en las humildes amagoyas, abiertas al público.

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