En tránsito
Tiene usted spa, sauna, descuento en el restaurante, acceso a la playa privada, gimnasio, piscina, etcétera. Sonrío, doy las gracias y no me molesto en explicarle a la recepcionista que no puedo usar nada de eso. Que, pese a mi apariencia desocupada y ese moreno camionero que he ido cogiendo a fuerza de paseos, soy un pobrecito escritor ambulante que ya se está yendo apenas llega, que ha aprendido a no deshacer las maletas para no pasarse los viajes vaciándolas y llenándolas. Mis anfitriones son muy amables. Me buscan un hotel en la playa, un Hilton lleno de rusos millonarios a cuarenta y cinco minutos en coche de la ciudad donde se celebra el festival literario. Se preocupan por que descanse o pasee o goce como cualquier turista, pero soy una sombra fugaz, apenas me entero y ya no quiero enterarme. En seis meses ya he pasado más de cien días fuera de casa: paisajes, ciudades, calles, anfitriones y restaurantes se mezclan y se desenfocan, mientras los aeropuertos, las estaciones, las autopistas y las horas muertas de espera ocupan el primer plano. Miles y miles de kilómetros, decenas de ciudades, infinidad de encuentros y anécdotas, y la memoria se recrea en los bocadillos comidos de pie en la franquicia del aeropuerto de El Prat, en el taxi que me recoge en la estación central de Turín, en la forma en que mi maleta pasa el control de seguridad del Ave en Sevilla a las seis de la mañana mientras todos bostezan y desean dormirse en el asiento del tren, en la forma de las sillas del aeropuerto de Moscú donde me quedé tirado una noche tras perder una conexión. Nos camuflamos entre los viajeros que van y vienen, pero no somos como ellos. Nosotros estamos siempre en tránsito: vivimos en los Somos figurantes de aeropuerto, nómadas sin propósito.