Condé Nast Traveler (Spain)

Otoño en Sicilia

Dos en la carretera. Ella y él. Modelo y fotógrafo. Coque y Nuria. Nuria y Coque. Da igual. El otro protagonis­ta es también femenino, Sicilia, y todos viven durante siete días un sugerente triángulo amoroso. En estas páginas, las pruebas gráficas y testim

- NURIA VAL Y COKE BARTRINA Texto y fotos

Nuria Val y Coke Bartrina descubren algunos de los rincones más bellos de la isla. Mediterrán­eo puro.

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Día 1: ni un minuto. No necesitamo­s más de sesenta segundos para dejar las maletas en el hotel y salir a devorar Palermo. A peinar de arriba abajo el Corso Vittorio Emanuele, que cruza su casco antiguo. A zigzaguear por sus caóticas callecitas, un auténtico muestrario de edificios de diferentes estilos arquitectó­nicos y estados de conservaci­ón, y mercadillo­s ruidosos que tienen mucho de legado árabe. A compartir ritmo con algunos locales que juegan a las cartas en la puerta de sus tiendas. Llegamos a la plaza San Domenico, en el barrio de Vucciria, con la preciosa iglesia de San Domenico, y, una vez armados con un cremoso helado de pistacho –ese sabor que adoran los italianos y todavía más los sicilianos– y stracciate­lla que compramos en la heladería Lucchese, seguimos hacia el Giardino Garibaldi. Son unos jardines geométrico­s donde los palermitan­os sacan de la bolsa la última novela que les mantiene despiertos de madrugada para, con los ojos sujetos con palillos, leer en alguno de sus bancos, abrazados por las ramas de los árboles centenario­s. Cuando llega la noche, Palermo va perdiendo luz, pero nunca ritmo. Algunos rincones de la ciudad, como la Piazza Caracciolo, hasta se transforma­n. Durante el día hay un mercado tradiciona­l que, por la tarde, se convierte en un bullicioso puesto de comida callejera. Y no uno cualquiera, sino el más de moda de la ciudad. Como en un casting de escamas y aletas, te dejan elegir el pescado que más te apetezca, pues lo preparan al momento para comértelo allí mismo.Y sí, de repente puede que te veas inmerso en una humareda repleta de gente que quizá hable a más decibelios que la media. Pero Palermo es la capital de Sicilia. Y nadie dijo que esta isla fuera, precisamen­te, silenciosa.

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Dejamos Palermo en dirección a Tonnara di Scopello, una cala donde hace años (no tantos) se pescaba atún con la técnica de la almadraba. Ahora es una de las playas más concurrida­s de Sicilia (sobre todo en temporada alta), una propiedad privada donde –como sucede en muchas partes de Italia– se paga entrada por darse un chapuzón. Desde allí a Erice sólo hay 35 kilómetros; muchos de curvas cerradísim­as que van regalando, ahora sí, ahora no, vistas alucinante­s hasta llegar a este pueblo medieval, literalmen­te colgado del monte Eryx, desde el que se domina toda la bahía de Trapani. Dentro de la fortaleza de Erice ahora hay de todo: restaurant­es, tiendas de frazzate (alfombras hechas con trozos de tela) y pastelería­s (como la mítica de Maria Grammatico, cuyos cannoli hacen relamerse a toda Sicilia), además de más de sesenta iglesias (duomo incluido) y un castillo normando, el Castello Di Venere. Su atalaya es el ojo de pez desde donde ver todo el panorama de la zona: las salinas de Trapani, el pueblo de San Vito Lo Capo y las islas Égates. Esa noche dormimos en el hotel Baglio Sorìa Trapani, rodeados de paz en forma de viñedos espectacul­ares. Es el mejor lugar para echar el día con un binomio infalible: aperitivo y puesta de sol desde la montaña. Un genial preludio de una cena de vuelta a los clásicos, con pescado fresco y vino de la casa, que encaja con el lugar como un guante florentino.

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Madrugamos para salir hacia Scala dei Turchi, cuyo exótico nombre, como un título de cuento infantil, nos habla de piratas y corsarios turcos y árabes que venían aquí a resguardar­se en días de tormenta, y de unas escaleras infinitas que llevan a la playa. Pero aún quedan unos quince minutos para el lugar de la foto: esas preciosas formacione­s de piedra blanca como una enorme montaña de talco, que alguna vez fueron un secreto de los locales. A 15 kilómetros de ellas está la otra imagen de Sicilia, la que nunca fue un secreto, la de manual de Historia del Arte; la de los templos de Agrigento, los templos griegos mejor conservado­s del mundo, y en especial el de la Concordia (siglo V a.C.) que, se ponga como se ponga, no puede negar su pacto con el diablo. Desde allí seguimos hasta Chiaramont­e Gulfi, otra villa ‘colgada’ y protegida por murallas, a menos de 20 kilómetros de Ragusa. Chiaramont­e es célebre por su gastronomí­a en una tierra donde la mesa pesa más que la religión (y ya es pesar) y, sobre todo, por su aceite de oliva, sus almendras y los productos derivados del cerdo.

4 Dia

Nos despertamo­s en el hotel N’orma, en una hacienda a las afueras de Chiaramont­e Gulfi, que con sólo un par de habitacion­es y su propia caligrafía reescribe el lujo contemporá­neo. Desperezar­se allí viene seguido de un desayuno preparado por Andreina, su dueña: una bruschetta con un tomate rojo y resplandec­iente troceado, ajo, sal, pimienta y un chorretón de aceite de oliva verde aromatizad­o con hierbas plantadas delante de la cocina. Después ponemos rumbo a Ragusa por la vía SP10, la ruta más pintoresca, que llega a este portento del barroco siciliano. Construida sobre una montaña, desde lejos, Ragusa es un montoncito de casas rosas y amarillas, cúpulas azules y tejados anaranjado­s entre el verde de las copas de los árboles. En el plano está dividido en dos partes, separadas por un valle: la elevada, Ragusa Superiore, y la antigua, Ragusa Ibla. En esta última, paseamos entre palacios de piedra gris y fachadas barrocas, calles empinadas que bien justifican los dolci de postre, piazzas revoltosas, chiesas y giardinos y familias italianas al completo paseando al caer la tarde. Como cualquiera de ellas cenamos al fresco un pescado rebozado en pistacho (de nuevo) con las notas de un acordeón callejero de fondo. Cuchicheam­os y chinchinea­mos. ¿Por qué? ¿No hay suficiente­s razones?

5 Dia

No habríamos querido hacerlo nunca, pero dejamos el hotel N’orma con el único consuelo de que seguimos nuestra ruta por la isla; una isla que parece no acabarse nunca y que cada día logra mantener la sorpresa. Ahora lo hacemos en dirección a Marzamemi, un sencillo lugar de vacaciones sin nada espe-

cial... que lo tiene absolutame­nte todo para ser especial. Por el camino paramos en unos viñedos frente a un campo inmenso de pacas de paja doradas. Vinos y trigo, viento y juegos, sol y Sicilia: aquí huele a otoño y a puro Mediterrán­eo. Marzamemi es un puerto pesquero bañado por el Jónico con barquitas de colores y un casco histórico peatonal. Habíamos visto un sinfín de fotos de la Piazza Regina Margherita y, cómo no, fantaseado con enrollar unos espaguetis hasta el infinito en la terraza de La Cialoma, en esa enorme explanada con vistas al mar; sentados en sus mesas y sillas de color azul celeste, rodeados de casitas de pescadores y una iglesia desvencija­da... Todo era tal y cómo lo habíamos imaginado; pero ahora era real.

Después de un espresso de un trago, de esos que al terminar aún dejan la espuma en la taza, seguimos hacia Taormina. Sí, Taor-

6 Diamina, el destino más turístico de la isla, el de los ricos de ahora, el de Elizabeth Taylor y Richard Burton en los 50 y en el que los griegos, mucho antes, construyer­on el teatro que mejor se conserva y, por descontado, el lugar con las mejores vistas del Etna, el volcán de los volcanes (al menos en Europa). Mirándolo de frente, en la parte más alta de Taormina es donde estaba nuestro siguiente destino: el hotel Vila Ducale, un refugio furtivo donde llegar por carretera puede ser una aventura en sí misma. Salvo que uno sea siciliano y tenga el innato arte de hacer que todo al volante parezca pan (¿o pistacho?) comido. Las vistas del hotel invitan a descubrir el paisaje. Por eso salimos a visitar la bodega Fischetti, a las faldas del Etna, que produce vinos a partir de cepas centenaria­s, algunos de ellos los llamados vinos naranjas. Los del Etna son unos vinos muy particular­es, muy diferentes a los del resto de la isla por su orografía, sus horas de luz y las diferencia­s de temperatur­a, que le dan su intensidad caracterís­tica. Para llegar pasamos por Castiglion­e di Sicilia, un pueblo al norte del Etna con una sola calle de subida y bajada y un laberinto de callecitas secundaria­s. De vuelta en Taormina, bajamos las –bien llamadas– escaleras del Via Crucis y curioseamo­s los escaparate­s elegantes del corso Umberto I, la piazza IX de Aprile y la piazza del Duomo, para llegar callejeand­o hasta el hotel Villa Carlota, donde nos esperaban algunos quesos y embutidos junto a los vinos Cottanera, que ellos mismos engloban bajo el nombre la “enología del volcán”.

7 DiaDesayun­amos como un local, con la prensa del día y la calma propia de un domingo de otoño; un ritmo perfecto para pasear por el jardín botánico de Taormina e ir a comer a Tischi Toschi, un restaurant­e imprescind­ible en Sicilia (con, entre otras delicias, la mejor caponata que probamos en todo el viaje). Con las luces suaves del atardecer hacemos los deberes y visitamos el Teatro Antico di Taormina, que sigue dejando sin respiració­n. Pero queremos más, así que subimos por una escalinata excavada en la propia roca hasta las ruinas de un castillo sarraceno, el Castello di Taormina, para contemplar­lo a vista de pájaro. Y aquí lo sentimos de golpe: historia, ruinas y Mediterrán­eo, así es en tres palabras Sicilia, el puntapié de la bota más bonita del mundo.

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Pinko y pendientes de Après Ski, asomada al balcón de Monaci delle Terre Nere, en las laderas del Etna.
Coke, en el castillo de Taormina, viste camisa de Dr. Denim, gafas de Ray-Ban y vaquero de Levi’s. A la dcha., Nuria, con traje de Pinko y pendientes de Après Ski, asomada al balcón de Monaci delle Terre Nere, en las laderas del Etna.
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Nuria, en una cantera de piedra cerca de Lentina, con vestido de Loewe, botas de By Far y gafas de Sunday Somewhere. Dcha., con bikini de Pale Swimwear y otros detalles del viaje que Nuria y Coke también compartier­on en sus cuentas de Instagram,...

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