Déjate Querer
EN LA ROMÁNTICA Y DECADENTE LOCALIDAD COSTERA DE PORT ANTONIO LA VIDA SE MUEVE A CÁMARA LENTA. LENTA INCLUSO PARA LOS ESTÁNDARES JAMAICANOS.
La luna está casi llena. Las luciérnagas se encienden y apagan sobre nosotros, confundiéndose con las estrellas, y el agua de la laguna junto a la que nos encontramos lame suavemente las raíces de los escultóricos manglares. Estoy cenando en el hotel boutique East Winds Cove de Port Antonio con su dueña, Ronnie Elmhirst, nacida en Gran Bretaña, pero de padres jamaicanos. Es una mujer ingeniosa con la que conecto al instante por su franqueza y humor irreverente. Sentada fuera de su oficina, el antiguo contenedor de barco en el que trajo sus pertenencias desde Nueva York, Elmhirst me cuenta su viaje a lo que, cuando ella llegó, era una finca abandonada de los años cincuenta. “En realidad, fue Chris Blackwell quien me trajo hasta aquí en 1991”, confiesa, refiriéndose al mítico (y controvertido) fundador de Island Records, el sello discográfico que dio a conocer a Bob Marley al mundo, y de Island Outpost, una colección de resorts boutiques de lujo en la isla. “Tuvimos un breve romance y me invitó a venir en Año Nuevo. Mientras estaba aquí, otro amigo sugirió que fuésemos a un lugar mágico llamado Frenchman’s Cove... ¡y aquí estamos!”.
Elmhirst no es la primera visitante que se enamora perdidamente de las playas que rodean Port Antonio. Situada en la esquina noreste de la isla, a unas tres horas de Kingston, allá donde las laderas de las Blue Mountains descienden hasta el mar, la ciudad vivió su momento álgido en el siglo XIX gracias al próspero comercio de plátanos y cocos. Hoy, las carreteras sin pavimentar serpentean por mercados con techo de hojalata, edificios en mal estado y mansiones neoclásicas devoradas por el tiempo y la maleza. Alrededor del puerto, el tercero en importancia del país, hay aldeas aletargadas, calas de agua clara bordeadas por la selva, destartalados bares de playa y senderos que se adentran en las colinas. Este lugar provoca una mayor sensación de tranquilidad que el resto de Jamaica, donde los grandes hoteles de renombre, versiones occidentales de la cultura jamaicana, y las residencias privadas son el principal atractivo. Un isleño me asegura que nunca cierra su casa con llave y que siempre deja el televisor en la terraza.
Este ambiente relajado, chic y sin pretensiones hizo que, en los años 40, Errol Flynn asegurara que Port Antonio era “más hermosa que cualquier mujer que haya conocido”. El actor, con fama de mujeriego (y misógino), descubrió Jamaica cuando una tormenta le obligó a atracar su yate en Kingston y recorrer la zona oriental de la isla en moto. En 1942 compró un terreno con dos playas y una isla, Navy Island –la leyenda afirma que la ganó en una partida de póquer–, y, aunque la tierra aún pertenece a su familia, su futuro es incierto desde la muerte de su viuda, Patricia Wymore, en 2014. Otras estrellas de Hollywood le siguieron y el lugar se convirtió en el patio de recreo favorito de la nobleza británica y la aristocracia de Hollywood y Nueva York: Grace Kelly, Claudette Colbert, Graham Greene, Truman Capote, Peter O’Toole, Sophia
un isleño me asegura que nunca cierra su casa con llave y que siempre deja el televisor en la terraza
Loren, Elizabeth Taylor y Richard Burton. Marilyn Monroe y Arthur Miller pasaron aquí su luna de miel en 1957. Ian Fleming se instaló a escribir sus novelas de James Bond. Las casas y yates acogieron glamourosas fiestas. Pero la jet-set también venía buscando placeres más sencillos: el lento y sensual recorrido a través de las Blue Mountains, las playas gloriosas y las cascadas y lagunas escondidas en la jungla. Y, por extraño que parezca, el primer hotel ‘todo incluido’ del mundo también ayudó a atraer a esta multitud de ricos y famosos. Aunque Frenchman’s Cove, lejos del concepto de consumo masivo, era una colección de villas privadas en las que disfrutar sin preocuparse por los extras, no importaba lo extravagantes que fuesen esas peticiones. Incluso la reina de Inglaterra lo visitó en 1968.
En un artículo para la revista Sports Illustrated en 1969, Robert Coughlan escribió sobre la emoción de intentar consumir todo lo que pudo sin pagar un centavo más. Describe cómo bebía champán, coleccionaba conferencias de larga distancia a sus hijos en Nueva York y pedía filetes acompañados de Martinis secos, mientras su esposa se lavaba el cabello con cerveza alemana de importación. Pero, poco a poco, según cuenta, el escritor comienza a abandonar sus excesos para disfrutar de la tranquilidad, la belleza natural y los ritmos básicos: los días de lluvia “resguardado en casa con un buen libro y música alegre... placeres simples y baratos”, los momentos al sol con “cielos abiertos y agua azul, los balsámicos vientos alisios, las palmeras inclinadas sobre la playa de arena blanca y forma de media luna... El resultado es que pronto comienzas a olvidarte de desear cosas materiales”.
La propietaria cita este artículo de Robert Coughlan como su punto de partida e inspiración para lo que ella quería crear en East Winds Cove. Además, había una conexión familiar: su madre jamaicana había vivido en Port Antonio justo cuando el abuelo de Elmhirst estaba construyendo el hospital local.
“Empecé a visitar la isla con mayor regularidad”, cuenta, “y soñaba con comprar un terreno en algún lugar de Port Antonio. Me encanta la libertad que se respira en este lugar”. Después de una infatigable búsqueda encontró East Winds Cove, un hotel de playa abandonado durante 25 años. “En principio iba a ser mi casa”, explica, “pero después decidí que sería grosero y egoísta por mi parte no compartirla”. Su visión era convertirla en un hotel, pero no cualquier hotel. Quería uno que marcara sus propias normas: con ética como parte de su filosofía, personal autóctono y una gran fortaleza en el servicio y en la promoción de la cultura jamaicana. “Me fijé en lugares que me encantan, como el Bowery de Nueva York, el Post Ranch Inn de Big Sur, California, o el Strawberry Hill, una de las propiedades de Chris Blackwell aquí en Jamaica, como modelos para crear una atmósfera especialmente hogareña sin dejar de ser a la vez muy elegante”. ronnie elmhirst quería crear un hotel con personal autóctono y que promocionara la cultura jamaicana
Atravieso la entrada principal de East Winds Cove y camino por el paseo marítimo, con sus limoneros y cedros. Una ruina sin restaurar funciona como salón de té de estética bohemia, hay un invernadero con plantas autóctonas y un establo de cabras. Alejadas de la costa, cada habitación tiene un pequeño jardín privado. En la villa Last Cottage, de dos dormitorios, puedes coger fruta de los árboles directamente desde la cama. Hay muros de cristal desde el suelo hasta el techo y terrazas para las noches cálidas y “para ver manatíes, delfines y las estrellas”, añade Elmhirst.
Los ritmos reggaes y dub se escuchan por todo el hotel. “No soy una fanática de Marley, pero “we’ll share the shelter of my single bed” (“compartiremos el refugio de mi cama individual”) me evoca todo tipo de pensamientos y fue la fuente de inspiración para hacer la habitación Love Shack, fabricada con maderas recicladas”. Dice que las casas improvisadas en ‘tierras ocupadas’, propiedades del gobierno a las que la gente se muda a vivir, fueron sus referencias de diseño más marcadas. Parece disculparse: “Sé que es un error idealizar este tipo de cosas, aquí la vida es muy difícil y la lucha por la supervivencia, muy real, pero... quiero decir, estéticamente son tan radicales”.
Elmhirst ha llenado East Winds Cove con hallazgos vintage de mediados de siglo y alfombras marroquíes. “Mi amigo Marcus Hazell, propietario de la tienda de antigüedades French House de Londres, tiene un gusto fantástico. Él me consiguió un sofá maravilloso, algunos sillones de Hollywood y un montón de sábanas de lino”. El hijo de Elmhirst también se fue de compras y recopiló desde fotografías de Chet Baker y Bruce Weber hasta un diván antiguo y un maniquí de modista de la era napoleónica, mientras que su hija puso en práctica sus estudios en ecología y medio ambiente en el sistema de fontanería.
Con formación musical –solía manejar un mezclador de sonido para Amy Winehouse y Adele–, Ronnie se une a un grupo de hoteleros de Port Antonio relacionados con la industria discográfica. Geejam, en las colinas de la finca San San, es la propiedad más famosa. Dispone de una estudio de grabación de última generación diseñado por el ejecutivo musical Jon Baker, quien también descubrió la isla a través de su mentor, Chris Blackwell. Gorillaz presentó aquí su álbum de debut y, cuando llegué yo, M.I.A. acababa de marcharse. Para Baker, la relativa proximidad de Port Antonio a Nueva York y Miami le permite seguir disfrutando de la vida de la gran ciudad y promocionar a sus bandas, mientras que cuenta con una base de operaciones de lo más tranquilo (y paradisíaco). “Estar rodeado de montañas podría hacer de Port Antonio un lugar algo más complicado de acceder que el resto de Jamaica”, comenta Baker, “pero la exuberancia de estas colinas, los colores del mar Caribe y el puerto en sí mismo, la hacen una región muy especial”.
gorillaz presentó en el hotel geejam su álbum de debut y, cuando llegué yo, m.i.a. acababa de marcharse
Cuando la ciudad termina, la naturaleza lo envuelve todo rápidamente. Fuera de la carretera principal, oculto por la selva, se esconde Kanopi House, un hotel de cuatro villas o, más bien, de cabañas aupadas a las copas de los árboles. Mi escondite está pintado de verde y cubierto por enredaderas. El interior es de estilo colonial, con ventiladores de techo vintage que mueven sus aspas sin prisa y camas con dosel fabricadas con madera de árboles locales. No me importaría vivir aquí para siempre.
Con Boxer, el barquero de Kanopi House, un ex campeón de peso pesado, exploro la laguna escondida debajo del hotel con sus islotes de color esmeralda. Al día siguiente serpenteo por los rápidos del río Grande, donde cada curva presenta una nueva instantánea: enredaderas que se entrelazan con las flores, aldeanos pescando salmonetes de río, montañas que se elevan desde las orillas. Me zambullo en el agua fresca. Mientras nado observo a una mujer cocinando junto a la orilla, junto a mesas y bancos a la sombra. Más tarde me entero de que su nombre es Belinda y que, cada día, peregrina desde su casa en la montaña con ollas de guiso de pollo jerk para dar de comer a los hambrientos balseros.
Son personajes como Belinda y Boxer, más allá de la belleza de esta región, lo que hizo que Andrew Chapman, copropietario del restaurante Red Rooster de Harlem, Nueva York, decidiera comprar las tres hectáreas y media de Tiamo, el antiguo hogar de la princesa Nina Aga Khan. “Ni siquiera estaba interesado en comprar una segunda residencia, así que mucho menos un hotel”, asegura. Pero ahora está en fase de convertirlo en un resort holístico con un spa de lujo y diez villas, varias piscinas y un restaurante con vistas al Caribe. “Llegas aquí y te enamoras de la gente y del entorno y así, sin darte cuenta, ya no te puedes marchar”.