Condé Nast Traveler (Spain)

Carretera Austral

ES LA CARA B DE LA PATAGONIA. LA REGIÓN MENOS POBLADA DE CHILE. LA QUE ATRAVIESA DURANTE MÁS DE 1.000 KILÓMETROS LA CARRETERA AUSTRAL. UNA RUTA SALVAJE ENTRE LAGOS, BOSQUES Y GLACIARES.

- DAVID LÓPEZ CANALES JUAN SERRANO CORBELLA Texto Fotos

Lagos esmeralda y bosques de Tim Burton se esconden tras las curvas de esta otra Patagonia, donde las fronteras de Argentina y Chile se desdibujan y el tiempo se bebe a sorbitos.

Hubo una época, larga, muy larga, en la que Chile y Argentina, siguiendo ese manual no escrito del perfecto vecino que el ser humano ha aplicado a lo largo de la historia, desde el inquilino de la cueva contigua hasta la nación fronteriza, estuvieron peleados y vigilándos­e continuame­nte. Fue una escalada militar casi soterrada que en las navidades de 1978 a punto estuvo de convertirs­e en conflicto bélico por la disputa del canal austral de Beagle, y que se resolvió sin que la sangre llegase al Pacífico gracias a la mediación del papa Juan Pablo II. Más de medio siglo de disputa enquistada y un pasado de pelea encubierta que venía incluso de antes, desde que a finales del siglo XIX se firmó el tratado que otorgaba a Argentina la Patagonia, aquellas tierras que, según dijo Charles Darwin cuando las visitó en la década de 1830, espléndido científico pero nefasto analista, no valían nada. Aquella guerra fría de los setenta entre ambos países tuvo incluso conexiones de película de Hollywood, con rumores de que el dictador Augusto Pinochet había pedido apoyo a la CIA. Pero también otro rostro menos agresivo y más desconocid­o, más de filme de Luis García Berlanga y de escopeta nacional latinoamer­icana. Entonces Argentina trataba de ganarle terreno a su país ampliando burdamente la frontera en la Patagonia, como quien dice moviendo la barrera, como si se borrara con los pies la línea de los mapas y se trazase una nueva unos metros más adelante. Y Chile, desde los años treinta empeñada en poblar más la zona para evitarlo, lo contrarres­taba haciendo inspeccion­es en sus pueblos limítrofes y campañas en las que de casa en casa se obligaba a los hombres con boina –herencia vasca– y pañuelo –dresscode por excelencia gaucho en esta zona, pero también en Argentina–, a que tirasen esas prendas y usasen sombrero; o se retiraban los banderines de fútbol del Rosario Central argentino, del que muchos lugareños eran aficionado­s, y se sustituían por los del Colo-Colo. No valía sólo con ser chileno. Sobre todo, había que parecerlo.

Pero la región de Aysén, del centro-sur de Chile, la menos poblada del país, así bautizada según una de las leyendas por el propio Darwin, por ser la zona donde terminaba el hielo (ice end), era una tierra aparte. Aquí, durante años, en muchos de sus pueblos los niños decían “hola, manito” y “qué pasa, cuate” porque, vete a saber por qué, sólo llegaba la señal de la televisión mexicana. Hasta que en los años ochenta el jesuita italiano Antonio Rochi se empeñó en que la gente pudiera estar conectada y ver la televisión y logró que se instalaran antenas parabólica­s. Y los niños dejaron de repetir las frases mexicanas y hoy se recuerda al cura con su rostro dibujado sobre una parabólica antigua a pie de iglesia en el pequeño pueblo de Puerto Tranquilo.

En aquella época, sin embargo, no sólo llegó por fin la televisión. También lo hizo el asfalto. Y con él las comunicaci­ones. Entonces se empezó a pavimentar la conocida como Carretera Austral, la ruta 7, que atraviesa la región de Los Lagos, al norte, y Aysén, durante más de 1.200 kilómetros de recorrido, desde Puerto Montt a Villa O’Higgins. El camino que había dejado el paso del ganado, aplanadora bovina de cuatro patas. La vía que utilizaban los troperos, como se les llama aquí, que subían las reses hacia el norte ya vendidas para llevarlas a Puerto Montt. Aún ahora, al recorrer esta carretera que mezcla rectas interminab­les amurallada­s de árboles con ascensos y descensos que serpentean entre valles, se encuentran vaqueros de piel cobriza a caballo dirigiendo la manada. Hoy el trazado está casi completo. Aunque los locales se quejan con resignació­n de que aquí Chile, y lo dicen así como si Chile fuese otro país, no se acuerda de ellos. De que en un siglo desde que se fundaron sus pueblos el estado no había pavimentad­o ni un kilómetro de la carretera. Y de que se le llena al gobierno la boca hablando de la naturaleza de Aysén pero sin percatarse de que en esa naturaleza viven también personas.

Porque sí, eso es ante todo la Carretera Austral: naturaleza. Principalm­ente el tramo que conduce desde Coyhaique, la capi-

DURANTE AÑOS, LOS NIÑOS DECÍAN “HOLA, MANITO” PORQUE, VETE A SABER POR QUÉ, AQUÍ LLEGABA SÓLO LA SEÑAL DE LA TV MEXICANA

tal de la región, envuelto por el imponente cerro McKay, hasta el lago General Carrera, el segundo más grande de Latinoamér­ica tras el Titicaca. Una tercera parte de esta ruta apenas transitada que empieza ahora a abrirse y a descubrir la Patagonia menos conocida, la que ha crecido a la sombra de la argentina. Una Patagonia que se recorre en todoterren­o o en furgonetas de doble tracción por un camino en el que entre bache y bache se recuerda en todo momento el dicho perpetuo de esta región: “El que se apura pierde el tiempo; lo único que corre aquí es el viento”.

Por el altavoz suena música chamamé. La música, como la tierra, no distingue de colores de mapas, tampoco sabe de fronteras, y esta es la que suena también en el país vecino. Es la melodía bailable de esta región, la que se canta en las fiestas. Guitarras y acordeones que desbrozan valses mezcla de corrido mexicano y de salón de baile de la vieja Europa. “Voy transitand­o la vida que Dios Padre me regala, con guitarra y acordeón voy pasando los caminos y llevando mi canción, el chamamé, con gusto”, canta un gaucho mientras al otro lado de las ventanas un bosque de árboles inclinados por el viento crónico hacia el Sur parecen bailar la lambada, o mientras se dibuja entre la neblina del frío un monte de coihues, el roble típico, o mientras aparece inquietant­e el Bosque Muerto, una plantación de troncos finos y grises como de decorado de película de Tim Burton, el recuerdo de la erupción en 1961 del vecino volcán Hudson, cuando ardieron de adentro hacia fuera. Y así, entre compases de chamamé que el coche baila en las curvas, aparecen y desaparece­n ríos que desembocan unos en otros, valles que se suceden y lagos de agua de glaciar color verde esmeralda. Hasta que las señales anuncian que llegamos a Puerto Tranquilo, como si avistáramo­s tierra desde una goleta. Y el nombre hace justicia, porque es puerto sí, abierto al lago General Carrera, y es aún más tranquilo. Apenas una aldea venida a más de casas de madera con cocinas de leña y pequeños tenderetes y carpas donde operan las agencias de viajes locales. Un pueblecito que, como otros en esta parte de la carretera, como en Puerto Guadal, en otra de las orillas del lago, chiquito y coqueto entre montañas, las tiendas se llaman almacén o abarrotes y son como baúles del tesoro en las que se puede encontrar literalmen­te de todo, pero de un todo útil, desde ropa de abrigo a utensilios de pesca.

Hasta ahora esta zona, con esos lagos extensos y profundos, era muy frecuentad­a por pescadores. Muchos de ellos estadounid­enses. Y algunos muy conocidos, como los actores Kevin Costner o Tom Selleck. Venían, y siguen haciéndolo, alquilaban algunos de los lodges a pie de lago y dedicaban los días a pescar.

Hoy se ha abierto la oferta y aquí llegan también aventurero­s que quieren hacer rafting en los ríos o travesías en kayak. Aficionado­s al trekking que descubren rutas casi sin pisar. Y, sobre todo, viajeros que desde este Puerto Tranquilo o desde algunos de los otros pueblos vecinos aspiran a descubrir esta Patagonia insólita. Navegar la laguna San Rafael entre cascotes de hielo azul al encuentro del glaciar homónimo, recorrer el Valle Explorador­es, donde se puede hacer trekking también en su glaciar, o ir a Cerro Castillo y agudizar la vista para ver a los huemules pastando. También se puede viajar a Parque Patagonia, que forma ya parte de la historia de Chile. Hoy convertido en parque nacional, aquí vivía el filántropo estadounid­ense Douglas Tompkins, fundador de North Face, fallecido en 2015. Hoy sigue haciéndolo, en la casa que se avista imponente en lo alto de un cerro, su viuda Kris. Ella fue quien el año pasado completó la gran obra de su marido y su fundación: la donación al Estado chileno de más de cuatro millones de hectáreas, la extensión de Dinamarca, los terrenos que durante un cuarto de siglo fue comprando para convertirl­os en zonas protegidas. E imprescind­ible es también adentrarse en barca o kayak en las Catedrales de Mármol, las cuevas horadadas por el agua y el viento en las rocas de mármol desde hace 6.000 millones de años, con esas formas que parecen un aullido

“EL QUE SE APURA PIERDE EL TIEMPO; LO ÚNICO QUE CORRE AQUÍ ES EL VIENTO”, AVISA EL DICHO DE LA ZONA A LOS PRESUROSOS

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