Buenos Aires
Queríamos huir de los clichés, sentirnos porteños, bailar no sólo tango y comer no sólo empanadillas. Y vaya si lo logramos. Aquí, el nuevo mapa de una ciudad que no para quieta.
No resultó fácil elegir la imagen que debía ilustrar estas líneas. Porque Buenos Aires es puro pop, pura iconografía que baila del tango al kelzmer con Evita y Maradona, en San Telmo o en Recoleta. Pero siempre, siempre hay algo que se repite: el hambre de más. De más Buenos Aires, de más devorar porteño.
“A veces parece que estás en Madrid”. “Lo llaman el París sudamericano”. “Cuando pasees por San Telmo te sentirás en Nápoles”. Es matemático: en cuanto dices que vas a Buenos Aires, todo el que ha estado comienza a buscar símiles para hacerte ver que... que es una suerte de Frankenstein del Viejo Mundo. Y flaco favor –ay, flaca– le hacen, porque Buenos Aires quizá se parezca a todo... pero nada se parece a ella. Guapa sin maquillar, bailona, tan de todas partes y tan suya, la capital quiere dejar claro que no necesita parangón. Y por eso fuimos. Y por eso... qué bueno que vinimos.
Aquí, pues, el resumen de poco más de 96 horas estiradas cual queso de pizza argentina gracias a nuestro empeño por devorarlo todo sin tregua y, feo es negarlo, a un puñado de grandes amigos porteños deseosos de no dejarnos pisar el hotel(azo) ni para dormir. Sí, hotelazo. Llegar al Faena a la vez que el sol y que te reciba una piscina con una reluciente corona de princesa Disney a modo de fuente es un aviso de que no hemos venido aquí a dormir demasiado. Estamos en Puerto Madero, el barrio con el que la ciudad decidió por fin mirar al Río de la Plata a golpe de rascacielos, dársenas y ambiente cosmopolita. El lugar perfecto para ir a Buenos Aires y no enterarse de qué es Buenos Aires, eso también.
DÍA 1. TODOS LOS FUEGOS EL FUEGO.
Tras salir del “oasis” del Faena, el tráfico, el caos, la diversión al fin y al cabo, comienza a bordo de un taxi rumbo a Parrilla Don Julio. Para qué esperar más. Considerado el mejor restaurante de carnes de la ciudad por infinidad de reputadas guías y, lo más importante, por cualquier porteño de buen yantar, comenzó como taberna familiar y hoy, gracias al empeño de Pablo Rivero, cuenta con ganadería propia de pastura, razas Hereford y Aberdeen Angus, cámara de refrigeración y maduración –corta, aquí la moda de las maduraciones extremas ni se quiere ni se entiende–, huerto para ofrecer las excelentes verduras que acompañan los cortes y un sistema de aprovechamiento que incluye el uso de las grasas para cosmética o los huesos para gelatina. Con nosotros poco giró esta rueda: pulimos cada plato, esas mollejas sublimes –¿las mejores del mundo?–, el salchichón de potro, la entraña con tomate asado... acompañado todo de una de las 12.800 botellas argentinas que ocupan la bodega: Concreto 2016, de Zuccardi; un Malbec de postal.
El necesario paseo llega tras el primer dulce de leche del viaje, el primero de mil. “Todo es mejor con dulce de leche”, repite Anabella como un mantra. Recorremos Palermo, uno de los más famosos barrios de los 48 que componen la ciudad y con un sinfín de apellidos según qué cuadras remontes: Palermo Soho, Palermo Hollywood, Palermo Chico, Palermo Viejo... Es en el primero donde la globalización hipster más huella ha dejado: barberías de bigote encerado, hamburgueserías #TT como Williamsburg, tiendas vintage, cervezas artesanales, cafés sostenibles y terrazas en las que tomar un Cynar Pomelo o
dos. O tres. O cuatro. Vale, al final fueron unos cuantos más, pero todo por culpa de El Universal, un bar-teatro-jardín cultural al que nos llevaron Delfina Ayerza y Emilia Romero, abogada cultural y editora de Arte-Blogarte (arte-blogarte.org), una asociación dedicada al coleccionismo y la difusión del arte contemporáneo argentino con presencia en ARCO Madrid.
DÍA 2. A RECOLETA DE FLOR EN FLOR.
No hay manera de esquivarlo. El cementerio de Recoleta es parada obligada sí o sí, bien lo saben los porteños: se trata del lugar más visitado de la ciudad y meca de peregrinación para los seguidores de Evita Perón, muchos de ellos yankees que no tienen claro quién fue primero, si la esposa del General o Madonna. En efecto, este lugar sagrado impresiona, pero no tanto por la modesta tumba de Evita como por la arquitectura de
muchos de sus panteones y los precios que alcanza el metro cuadrado. Visto el souvenir, un paseo por la elegante avenida Alvear deja claro que quien tuvo, retuvo. El Palacio Ortiz Basualdo, ahora embajada de Francia, la de Brasil, que otrora fuera residencia de los Pereda, el Jockey Club o el hotel Four Seasons, con su palacete-bombonera anexo, llamado La Mansión, hacen sombra a otros interesantísimos edificios de estilo racionalista de mediados del siglo XX. De lo racional a lo no tanto, salimos tras los cócteles que pitan en Buenos Aires y, tras una parada en Pony Line, la coctelería del Four Seasons –cuya piscina encajada entre imponentes edificios sería el delirio de Slim Aarons–, y un perfectamente amargo Zainete Criollo (Fernet Nero, romero, Oleo Saccharum de limón, Jerez y soda), llegamos a Presidente. El templo del cantinero Sebas García. El bar favorito de Messi. El lugar donde, dicen, Máxima de Holanda siempre tiene su salón reservado. Nieto de gallegos, Sebas habla con pasión de Diego Cabrera, porteño que triunfa removiendo su Salmon Guru madrileño pero que controla lo que se cuece en su tierra. Cabrera sabe también que, además de Presidente, de donde nos vamos con un ídem (mítico cóctel cubano elaborado con ron Bacardi, Martini seco, licor de naranja y granadina), un tiradito y unos nigiris puestos, existe un lugar fundamental en el mapa de las mejores coctelerías del mundo: Florería Atlántico. Una tienda de flores que esconde en la planta baja el laboratorio de Tato Giovannoni, donde la carta va por países o por negronis, o sea, donde dudas entre pedir un amaro Montenegro con Cynar y soda de laurel y pistacho (Italia) o un Ballestrini, negroni de Príncipe de los Apóstoles, Campari, Averna, eucalipto, piñones y agua de mar. Donde al final acabas pidiéndolo todo. Donde... a dormir. DÍA 3. UNA FOTO CON MARADONA. Al llegar nos prometimos un devenir porteño, auténtico y alejado del cliché. Y en esas estábamos, pero es que... el porteño ama las pizzas grasientas de la calle Corrientes, ama el choripán (por cierto, Chori, en Palermo Soho: imprescindible), ama a Maradona, ama (o no) a Evita, ama el fútbol, ama leer a Cortázar y a Borges y ama llevarte a todas partes: “Este, no, a Caminito no vayás. Pero eh, tenés que ir, tenés que ver La Boca”. Dicho y hecho. El día comienza en la plaza Dorrego, epicentro del barrio de San Telmo
y feliz lugar en el que tomar un café. Decadente, bohemio, turístico y políglota... aquí se suceden las tiendas de antigüedades, las callejuelas de tango adoquinado y las casas chorizo, inspiradas en las casas romanas pero con un corte vertical que las convierte en una sucesión de patios y pequeños corredores que los unen, de ahí el nombre: son como una ristra. Propiedad de familias acaudaladas, la epidemia de fiebre amarilla de 1871 hizo que las abandonasen. Años después fueron ocupadas por inmigrantes que se amontonaban en ellas en tristes condiciones y algunas acabaron como “casas tomadas”, pero hoy las agencias inmobiliarias se frotan las manos ante su inminente rentabilidad. No es para menos. Por cierto, no está claro si la Casa Tomada que imaginó Cortázar era una casa chorizo o no, pero sí sabemos que leer este cuento es mejor que cualquier guía porteña. Como escuchar a Juan Carlos Pallarols, leyenda viva de San Telmo y maestro platero porque de casta le viene, pues en 1750 abrió el primer Taller Pallarols en Barcelona. Encargos de Hermès, Dupont o Montblanc se suceden en su currículo, pero él sigue siendo un artesano que acepta según qué pedidos y que trabaja en su casa, la misma en la que nos recibe. Un lujo. Tras bendecir las empanadillas y la milanesa a caballo –no apta para cobardes– de Pulpería Quilapán, fotogénico e histórico comedor, y cruzarnos con Mafalda en la esquina de Chile y Defensa, acabamos viendo al doble de Maradona (del Maradona orondo, ojo) en Caminito, donde todo es foto y souvenir. Tenían razón los porteños pero... había que verlo. Justo al lado, el mediático Francis Mallmann ofrece en el restaurante Patagonia Sur una sucesión de sus hits en una atmósfera de impecable bohemia, también quizá un poco souvenir. Pero... había que probarlo.
DÍA 4. ARTE URBANO Y COCINA INMIGRANTE.
Colegiales, barrio residencial de coquetas casas familiares, es hoy un lienzo trufado de arte urbano con la firma de artistas como el Colectivo Doma + Fase, Gualicho o Carpita. La crisis de 2001, el conocido “corralito”, provocó la exaltación de un grafiti creado no por la marginalidad, sino por las clases medias. De todo esto y más nos habla Cecilia Quiles, de la Galería Unión, antes de cruzar las elegantes casas de Belgrano camino de Narda Comedor, una oda a lo vegetal y a la cocina de proximidad. La sobremesa toca en San Isidro, colonia de rutilantes mansiones junto al río conocida porque aquí se encuentra Villa Ocampo, la casona donde la gran intelectual Victoria Ocampo recibió a tantos: Federico García Lorca, Tagore, Stravinski, Cortázar... Mitología de estantería en la ciudad donde, bendición, todo el mundo lee, donde las librerías bullen como aquí Twitter en hora punta. La despedida, a lo grande, la celebramos con una gran mesa en Mishiguene, apetitoso e imprescindible homenaje de Tomás Kalika a la cocina inmigrante judía de la ciudad. La música kelzmer que, de manera espontánea, comienzan a tocar los camareros a los postres, termina de decirnos todo eso que anhelábamos verle a Buenos Aires. Tan guapa, tan de todas partes y tan suya, tan bailona... Tan sin parangón.