"MI PRIMER PERFUME NACIO DE ESAS NOCHES DE PROVENZA DE LUCIERNA GAS”
- Christian Dior, 1954.
No todo el mundo sabe que Christian Dior trabajó como galerista entre 1929 y 1934. O que representó a un grupo de pintores del conocido como ‘grupo de Grasse’. La misma suave luz mediterránea que atrapó a los dadaístas Jean Arp y Sophie Taueber en el sur de Francia ancló el corazón del modisto a esta región, lejos de su lluviosa Normandía natal. Pero también, de forma especial, el aroma. El de un microclima perfecto y una posición geográfica privilegiada, entre el frondoso bosque y la costa, una explosión de naturaleza que alimentó el sueño del modisto. Dior quiso cumplir su fantasía provenzal en La Colle Noire, que adquirió en 1951 en Montaroux, en pleno territorio de Grasse y el país de Fayence, a sólo cuarenta kilómetros de Cannes. Y nosotros hemos cumplido el de adentrarnos en este château que perteneció y llenó de inspiración al creador del New Look. Hoy se conservan sólo cinco de las cincuenta hectáreas que adquirió el normando, nacido en 1905 en Granville, quien, tras haber cambiado el rumbo de la historia de la moda en 1947 con su famosa silueta de ‘mujer-flor’ (cintura de avispa, falda de corola), empezó a volcarse en bordados de inspiración bucólica y una estética natural y simple, “sin ser fría”, como él dijo, que se entrelazaba con los sentimientos que le despertaba la zona. De hecho, conservaba su amor por esta tierra desde que sirvió de refugio a su familia tras el crack del 29. También vivió en la zona durante la Ocupación, al igual que su hermana Catherine, que buscó allí la felicidad cultivando rosas tras sobrevivir a un campo de concentración. “Quisiera que esta fuese mi verdadera casa. En la que, si Dios me da una vida larga, pueda retirarme”, escribió en sus memorias. “En la que pueda cerrar el círculo de mi existencia y reencontrar, bajo otro clima, el jardín secreto que protegió mi infancia. En la que podré al fin vivir tranquilo, olvidando a Christian Dior para volver a ser simplemente Christian”. Él mismo plantó con cariño los imponentes cipreses que nos reciben en la entrada, y mandó construir un estanque de más de cuarenta metros de largo, fruto de su obsesión versallesca. Planeaba plantar cientos de almendros, más de una treintena de cerezos, viñedos, olivos y árboles frutales. Pero, sobre todo, jazmín, rosa y lavanda. Quería perfumes a la altura de sus prendas y aquí nació el primero, Miss Dior, “de esas noches de provenza atravesadas de luciérnagas, donde el jazmín verde sirve de contrapunto a la melodía de la noche y de la tierra”. Luego vendrían Diorama (1949), Eau Fraîche (1953) y Diorissimo (1956), reflejo todos de la búsqueda de un ideal estético y existencial.
Dior ya había tomado contacto en su juventud con Grasse, uno de los centros del mundo del perfume desde el siglo XVIII. El comercio de pieles y la moda de curtirlas y perfumarlas cambió su historia. Es a Catalina de Médici, que quedó prendada del aroma de unos guantes de cuero, a quien se atribuye la fama de este lugar, pero la debilidad de María Antonieta y de su perfumista oficial, Jean-Louis Fargeon, por las fragancias florales, también impulsó la producción local de rosas centifolias. “Aunque se cultive esta variedad en otros lugares del mundo, el aroma nunca es el mismo, debido a las cualidades del terroir”, nos explica Carole Biancalana. Ella dirige Le Domaine de Manon, una empresa familiar que reserva desde hace una década la totalidad de sus cosechas para la maison Dior, al igual que la cercana Le Clos de Callian. Los curiosos se acercan a fotografiar este edén rosa que tenemos el privilegio de contemplar en plena eclosión, cultivado de forma orgánica. Las rosas se recolectan a diario de mayo a junio, manualmente, cuando los rosales han cumplido tres años. “Es importante que la gente sepa lo que contiene un frasco”, recalca Carole. Biancalana tuvo una afinidad instantánea con François Demachy, nariz de la maison, “una persona tan sensible hacia el mundo de las flores como el propio Christian Dior, que amaba el jazmín, la lavanda, el narciso... Era un jardinero que adoraba estar en contacto con la naturaleza”. Jardinero que, para las paredes de su bucólico château, confió en el arquitecto André Svetchine, cuyo trabajo en el Auberge de la Colombe d’Or, el legendario establecimiento de Saint-Paul de Vence que adoraban Picasso y Miró, había llamado su atención. En esta coqueta localidad, que conserva mucho de su encanto intacto, degustamos un viaje en el tiempo a través del trato exquisito de este hotel-restaurante,
donde algunos de los más grandes artistas (Braque, Chagall...) pagaron su alojamiento con obras de arte. La señora que nos recibe nos habla de su padre y de cuánto quería Dior a su belle-mère (suegra). “Amaba la tierra, amaba a las gentes”, dijo de él Lucienne Rostagno, antigua empleada en los jardines de La Colle Noire. A los hijos del servicio les regalaba huevos de chocolate en Pascua y libros como Miguel Strogoff o Los últimos días de Pompeya. Fue querido por los lugareños, a quienes dio trabajo, agua corriente y línea de teléfono. Restauró la capilla de Sain Barthélemy y la donó a la Comuna de Montaroux, a condición de que se ocupasen de mantenerla, quizá en un intento de contrarrestar lo efímero de una industria que cada vez le pesaba más.
Muchos muebles de la casa de su hermana en Callian se recuperaron en subasta y se encuentran hoy en esta magnífica mansión, dispuesta con todas las comodidades a modo de hotel (¡hay hasta secadores de pelo!), pese a que nos aseguran que esto no ha sucedido ni va a suceder. Los destellos del pasado vuelven sólo durante el transcurso de eventos confidenciales en torno a las fragancias de la maison, que recuperó el château en 2013 tras haber pasado por diferentes manos desde 1958. Una curiosidad: entre estas paredes se grabó el álbum de Oasis Standing on the Shoulder of Giants. Por suerte fue muy bien conservada y, a partir de precioso material histórico, se reprodujo cada detalle de la decoración ideada por el couturier. Así, hoy caminamos entre sillones Bergeres Louis XV y maceteros de porcelana Wedgewood. Una estrella preside desde una moldura su pequeña cama Luis XV, lacada en gris y con alcoba tapizada en terciopelo. Es el recuerdo de aquella otra de latón que el supersticioso Dior encontró por la calle y que le sirvió como señal para lanzar su primera colección. También fue su amuleto el lirio de los valles, presente en el papel pintado y motivo que cosía en el forro de algunos vestidos (¿no recuerda al modisto de El hilo invisible?). De esta flor ‘muda’ no se puede sacar perfume, pero él logró que lo reprodujesen con aceites esenciales. Si bien algunas habitaciones son sólo una hipótesis de cómo las habría dispuesto, otras –como el espectacular aseo, con bañera de mármol, lavabo en cobre y grifería de cuello de cisne– nos hablan de un hombre elegante, sensible y amante de la cocina, donde acostumbraba a empezar el día discutiendo el menú con su chef, Georges Huilliero. Hasta creó nuevas salsas y un libro de contundentes recetas como oeufs poches montrouge o crêpes fourrées de mousse de saumon. No es descabellado pensar que esta pasión gastronómica pudo tener que ver con su prematura desaparición a los 52 años. Murió inesperadamente en 1957, pero aún se respira aquí el eco de sus espléndidas veladas, celebradas en servicios para doce, ¡ni uno más! A ellas acudían, entre otros, madame Raymonde Zehnacker, su mano derecha y a quien se refería como “mi otro yo”; el escritor e ilustrador Maurice Van Moppès; los pintores Bernard Buffet y Marc Chagall; el fotógrafo Lord Snowdon o la esposa de Aimé Maeght, Marguerite Maeght, mecenas y creadores de la fundación homónima en Saint-Paul. En las calles de Saint-Tropez, donde Dior sucumbía a las mandarinas confitadas del café Sénéquier, cuesta ahora encontrar el glamour que debió de percibir (y generar) este grupo de amantes del arte. Al menos, en un primer vistazo. Seguramente, los paseos en barca que pudo dar el diseñador por la isla de Porquerolles con amigos como el ilustrador de moda René Gruau (que vivía en Cannes), Marie Blanche de Polignac, hija de Jeanne Lanvin, el mecenas Paul Louis Weiler o el escritor Jean Cocteau tenían otro sabor en los tiempos a.I. (antes de Instagram). Pero aún es fácil adivinar el porqué de su devoción por esta tierra, especialmente en su encuentro con el mar. En el pueblo costero de Le Lavandou, donde residió el coleccionista Jacques Homberg, avistamos, encaramado en la roca, el imponente esqueleto del hotel Les Roches, que frecuentaban el propio Dior, Churchill o Françoise Sagan y hoy está en proceso de total reconstrucción. E imaginamos con deleite las interminables conversaciones en la casa cubista de Marie Laure de Noailles, refugio en Hyères de la vanguardia cultural concebido por este miembro de la asociación literaria El Félibrige.
Subimos la cuesta que lleva hasta el pequeño cementerio de Callian, en el punto más elevado de esta frondosa ciudad a más de 300 metros de altitud. No es sencillo distinguir la discreta tumba que Dior comparte con su cuidadora, ‘Ma’ Lefebvre. Junto a ellos yace su hermana Catherine, condecorada con la Legión de Honor. Pocos ornamentos, más allá del perfumado aire provenzal, señalan el lugar donde reposa para siempre este creador excepcional.